16

Cómo te sientes? —preguntó Pequeña Flor a Iker, tendido en su estera, con un paño húmedo en la frente.

—Cierra la puerta, el menor rayo de luz me resulta insoportable.

La joven cambió el paño.

—¿Quieres que te dé un masaje?

—No es necesario.

—Esta indigestión parece muy grave.

—Sí, lo es…

—¡No sabes mentir, Iker! Y te observé: casi no comiste nada. No es una indigestión lo que te ha metido en la cama.

—No importa.

—Muy al contrario, es muy importante. ¿Por qué te encuentras en ese estado?

—Lo ignoro.

—¡Pues yo lo sé! ¿Crees que no te vi mirarla con ojos enfebrecidos?

—¿De quién estás hablando?

—De esa sacerdotisa a la que todos los varones, y en especial tú, devoraban con la mirada. Eres muy capaz de haberte enamorado y de haber caído enfermo al mismo tiempo.

—No puedes comprenderlo, Pequeña Flor.

—Lo comprendo muy bien. Harías mal encerrándote en el más inaccesible de los sueños. Esta muchacha es una sacerdotisa que vive en el templo y sólo sale de él para celebrar los rituales. Nunca volverás a verla.

Iker se incorporó.

—¿En qué templo?

—¡No te interesa! Además, nadie lo sabe, figúrate, y es mejor así. ¿Vas a despertar, por fin, y a descubrir que yo, en cambio, no soy un sueño?

—Déjame, te lo ruego.

Iker quería grabar profundamente en su memoria el instante mágico en que la joven sacerdotisa le había prestado atención. Tendría que haber hablado con ella, preguntarle su nombre, hacer un gesto, aunque fuera irrisorio, para detenerla.

—¿Es la primera vez que venía?

—La primera y la última.

—Sin duda conoces su nombre, Pequeña Flor.

—Siento decepcionarte.

—Alguien la tuvo que invitar, forzosamente; alguien que podría hablarme de ella.

—No cuentes con ello. Ahora, levántate y ve a trabajar. Ese cuento de la indigestión no puede eternizarse. Has de pagar una deuda, recuérdalo.

Vivir sin volver a verla no tenía sentido.

Lamentablemente, como había afirmado la hija del granjero, nadie conocía el nombre de la hermosa sacerdotisa. Sólo había sido una sublime aparición durante un ritual, y no quedaba más remedio que olvidarla.

Pero Iker la amaba, y ninguna otra mujer lo atraería de la misma manera. Fueran cuales fuesen las dificultades, tenía que encontrarla.

—He aquí el momento más penoso del año —le anunció el escuerzo—. Los escribas contables vienen a comprobar el número exacto de animales que tiene cada rebaño. No hay que hacer trampa, de lo contrario recibes una paliza y una fuerte multa. Además, has de mostrarte amable con esas jetas que parecen pedir un guantazo.

Los escribas se sentaron protegidos por un baldaquino; además, el recaudador gozó de un almohadón. A Iker no le complacieron su arrogancia y su rostro satisfecho.

Bueyes, vacas, asnos, corderos y cerdos comenzaron a desfilar sin excesivo jaleo.

El muchacho se colocó discretamente tras un escriba para ver cómo trabajaba.

El recaudador, que no tomaba nota alguna y se limitaba a observar, de vez en cuando pedía cerveza fresca. Una vez terminado el recuento, llamó al granjero.

—He vuelto a examinar las estimaciones de mis colegas —declaró con frialdad—. De las setecientas jarras de miel, debes setenta al fisco y de los setenta mil sacos de cereales, siete mil.

—El impuesto ha aumentado, y nadie me lo avisó.

—Acabo de hacerlo.

—Yo presentaré una denuncia ante el tribunal de la provincia.

—Tienes todo el derecho de hacerlo, pero recuerda que yo actúo en él como experto. El estado sanitario de tus animales no me ha parecido satisfactorio. Si te niegas a pagar, los servicios veterinarios te impondrán una pesada multa.

—¡No escuchéis a este ladrón! —intervino Iker blandiendo el papiro que acababa de arrebatar al escriba—. Mirad bien este documento: por orden de este bandido, sus subordinados anotan cifras falsas. Aumentan el número de cabezas de ganado para incrementar el impuesto.

Un tic agitó el labio superior del recaudador, cogido desprevenido.

En las hileras de los campesinos rugió la cólera.

—¡Qué detengan a ese insolente! —ordenó el funcionario—. ¿No comprendéis que miente para que os levantéis contra las autoridades? Si os atrevéis a atacarme, todos iréis a la cárcel.

Durante unos instantes apenas hubo ningún tipo de reacción.

—Nada de tonterías, eh, muchachos —recomendó el escuerzo—. El recaudador tiene razón. Además, es un asunto entre el patrón y él. Eso no es cosa nuestra.

—¡Agarrad a ese cretino! —ordenó el funcionario a los cuatro policías armados con palos.

Iker puso pies en polvorosa.

Gracias a su mejor conocimiento del lugar tenía una posibilidad de escapar.

Con la ayuda del escuerzo, feliz al librarse de un molesto rival, los policías registraron las chozas, los abrigos de caña y los establos y recorrieron los campos y exploraron los bosquecillos.

El delincuente había desaparecido.

—No irá lejos —anunció el recaudador.

—Salvo si abandona la provincia —rectificó el granjero.

—Tú espera y ya verás.

—¿Y qué vas a hacer con eso? —se burló el campesino blandiendo el papiro.

—¡Apenas sabes leer!

—Lo bastante para comprobar que eres, en efecto, un ladrón. Y mi personal no me abandonará.

—Admitámoslo, admitámoslo… Olvidemos entonces esta historia. Se trata de un simple error de escritura que voy a rectificar de inmediato.

—Olvida también el injustificado aumento de mis impuestos.

—Tienes mucha suerte porque soy un hombre comprensivo. Sin embargo, no me pidas nada más.

La policía había decidido batir los alrededores de la granja dos días más, con la esperanza de obtener indicios o testimonios.

Al regresar a su casa, Pequeña Flor pensaba en aquel apuesto joven de ancha frente y ojos verdes tan intensos que se le había escapado. En su alma ardía un fuego cuya intensidad la disgustaba, pero habría acabado apaciguándolo. Era tan distinto de los demás muchachos que la cortejaban; Iker tenía la prestancia y la decisión de un jefe. Su esposa lo habría impulsado a adquirir otras parcelas de tierra, a ampliar su dominio y a contratar a nuevos peones. Su éxito habría sido brillante.

Pero su favorito ya sólo era un delincuente huido.

Pequeña Flor cerró la puerta dé su habitación, donde nadie, ni siquiera su padre, estaba autorizado a entrar. En ella, dentro de unas grandes cestas, guardaba con cuidado sus vestidos, sus pelucas y sus mantos. Buena parte de los beneficios de la explotación le servían para ponerse elegante. Y en su cuarto de baño disponía de dos cofrecillos de alabastro donde guardaba sus productos de belleza.

Ahogó un grito al descubrirlo.

—¡Iker! ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿No es éste el mejor escondrijo?

—La policía te busca y…

—No he hecho nada malo, sino todo lo contrario.

—No se puede luchar contra ese recaudador.

—¡Claro que sí! Tenemos la prueba de que comete malversación, y será condenado.

—No es tan sencillo, Iker.

—Llama a tu padre y pongamos a punto nuestra estrategia. Seré el principal testigo.

—Te lo repito: no es tan sencillo.

—¡Explícate, Pequeña Flor!

—Todo es posible siempre que aceptes casarte conmigo.

—No sé mentir, lo has comprobado. No puedo engañarte, no estoy enamorado de ti.

—¿Qué importa eso? Lo esencial es que formemos una buena pareja y que nos hagamos ricos.

—La desgracia caería sobre nosotros, no lo dudes.

—¿Es definitiva tu negativa?

—Sí, Pequeña Flor.

—No sabes lo que te pierdes.

—Perdóname, pero tengo otras exigencias.

—¡Esa sacerdotisa de la que te has encaprichado tontamente!

—Haré que condenen al recaudador. Sin justicia no se podría vivir en este mundo.

¿Aceptas ir a buscar a tu padre?

Pequeña Flor reflexionó.

—De acuerdo.

Iker la besó con ternura en la frente.

—Ningún funcionario corrupto se atreverá a molestaros, ya verás.

El muchacho no tuvo que esperar mucho.

—Puedes venir, Iker —llamó Pequeña Flor.

Cuando salía de la habitación, tres policías se arrojaron sobre él y le ataron las manos a la espalda.

Acurrucada en los brazos de su padre, Pequeña Flor miraba hacia otra parte.

—Para mí, todo queda arreglado —declaró el granjero—. Mi hija ha actuado bien al decir a la policía que te ocultabas aquí y la amenazabas. A fin de cuentas, eres sólo un merodeador endeudado e insolente. Mereces un castigo ejemplar, y nadie se va a compadecer de ti.

—Adiós, Pequeña Flor —dijo Iker—. Ahora ya no te debo nada.