15

Tras una agotadora jornada, el anochecer era de una divina dulzura. Con el fin de las cosechas, el ritmo del trabajo de los campesinos se hacía más lento, las siestas se alargaban y todos se felicitaban por la excepcional abundancia de la cosecha, debida sin duda alguna a la presencia del faraón. Como su jefe, los habitantes de la provincia se habían convertido en fervientes partidarios de Sesostris.

Los últimos fulgores del crepúsculo desaparecieron muy pronto, dando paso a una olorosa oscuridad. Animales y humanos tenían hambre y se organizaron alegres cenas alrededor de las cocinas al aire libre.

Solo, aparte, sentado en un mojón que señalaba el límite de un campo, Iker apenas tenía hambre. Nadie, allí, conocía a Ojo-de-Tortuga y a Cuchillo-afilado. Describiendo al falso policía que había intentado matarlo, había esperado que alguien lo identificara. Pero aquel asesino no debía de vivir en la región y, realizada su fechoría, habría huido.

Hacer preguntas no llevaba a ninguna parte. Así pues, el muchacho se encerraba en el mutismo. Era preciso abandonar aquel paraje para proseguir su investigación, pero ¿adonde ir? Y pagar su deuda requeriría mucho tiempo aún.

El único momento de claridad en aquella desolación fue el ritual celebrado en presencia del faraón. Jamás el muchacho había podido suponer que se cruzaría en el camino del monarca. Como los demás, apenas se había atrevido a mirarlo.

—Si no comes nada —murmuró la voz aguda de Pequeña Flor—, vas a debilitarte.

—¿Y qué importa?

—Eres muy joven, Iker, y estás lleno de cualidades. ¿Por qué no aceptas tu condición, convences a mi padre y le sucedes?

—Porque hay demasiadas preguntas sin respuesta.

—¡Olvídalas!

—Es imposible.

—Te complicas la vida por nada, te lo aseguro.

—El ritual que se celebró en la era no era tan sencillo.

—Son viejas costumbres campesinas, no te atormentes por ellas.

—¿Por qué el faraón honró aquel misterio con su presencia?

—¡Porque quiere asegurarse el apoyo del jefe de nuestra provincia! Como habrás advertido, nuestro rey no es un alfeñique que acepte compartir el poder. Muy pronto se enfrentará con los déspotas locales, decididos a desobedecerlo. Nosotros, por lo menos, estaremos tranquilos. Líbrate de tu pasado, Iker, y piensa sólo en tu porvenir. Yo existo; esta granja, estos campos, estos graneros también existen. Si lo deseas, todo puede pertenecerte.

—Recuerda que tu padre te ha prohibido tratar conmigo.

Pequeña Flor sonrió.

—Desde que te designaron para sostener al ternero, símbolo del sol renaciente, la cosa ha cambiado. Nadie ya aquí se atreverá a formular contra ti la menor crítica. Esta noche podríamos pasarla juntos.

Se había maquillado demasiado, pero su encanto nunca había sido tan arrobador.

—Debo pensarlo.

—¿Y si lo pensaras… después?

—Me despreciarías, Pequeña Flor, y tendrías razón. Tus palabras me han conmovido, lo reconozco, y realmente debo pensarlo.

Huraño como de costumbre, el patrón se dirigió a Iker.

—El boyero está enfermo. Lleva los bueyes al canal para que puedan beber y bañarse.

En la granja se preparaba el banquete que señalaba el final de las cosechas. En todas partes, en el campo, se celebraría una gran fiesta seguida por varios días de descanso. ¿No era aquella felicidad tranquila obra de Sesostris, que acababa de abandonar la provincia tras haber celebrado el ritual en el templo principal?

Ante la idea de refrescarse, los bueyes no se hicieron de rogar. Ellos mismos tomaron la dirección adecuada y el muchacho sólo se limitó a acompañarlos.

Su lugar preferido estaba flanqueado por viejos sauces que proporcionaban una agradable sombra. Los bueyes, de forma plácida, bajaron por la pendiente y degustaron, con evidente placer, el agua del canal.

Iker se sentó en la ribera.

No había dormido en toda la noche, pensando en pasar una plácida existencia junto a Pequeña Flor. Pero las escenas que contemplaba —él como buen padre de familia y granjero modélico, ella como perfecta esposa y madre atenta, buenas cosechas, buenos rebaños, graneros llenos— no le causaban alegría alguna.

Iker no debía engañarse: las pruebas que había vivido no podían borrarse. Comprender su significado seguía siendo su objetivo primordial.

Se levantó un extraño viento que parecía proceder de todas partes.

Los bueyes quedaron inmovilizados.

Entonces fue cuando Iker la vio.

Una mujer de sublime belleza, de cabellos dorados y piel muy lisa, salió del follaje. De su larga túnica blanca brotaba una luz deslumbradora.

Por un instante, sólo por un instante, sus miradas se encontraron.

Ella.

Era ella, ninguna podría igualarla.

—Tienes un aspecto extraño —dijo el escuerzo a Iker—. ¿De dónde vienes con esos bueyes?

—Del canal de los sauces.

—¡Ah, ya comprendo! También tú has creído ver a la diosa. No eres el primero, tranquilízate. Los juegos de luz y de sombras dibujan el cuerpo de una mujer magnífica que los boyeros describen con entusiasmo. Por desgracia, es sólo una ilusión.

El escuerzo adoptó un aire obsceno.

—¡Pequeña Flor, en cambio, es muy real! Según el rumor, está muy enamorada de ti. Es serio, ¿no?

—El rumor es un veneno con el que nadie debiera alimentarse.

—¡Otro refrán inútil! Estás en el buen camino, Iker. ¡Todos soñamos con Pequeña Flor! La hija del patrón, ¿te das cuenta? Vayamos a preparar el banquete. Este año se anuncia fabuloso.

Se habían dispuesto varios pabellones de cañas para proteger a los comensales del sol, y los niños no dejaban de molestar a los cocineros, que acababan cediendo y les ofrecían pedazos de pastel.

Indiferente a aquella situación, Iker llevó los bueyes al establo.

Cuando salió de él, se topó con Pequeña Flor.

—¿Lo has pensado?

—Me considero incapaz de hacerte feliz.

—¡Te equivocas, Iker!

—Me das demasiada importancia Pequeña Flor.

—No te pareces a los demás, y te quiero a ti.

Irritada, le volvió la espalda y se reunió con su padre, que supervisaba la preparación de los manjares.

Antes de saciar a los hombres había que honrar a los dioses.

Así pues, unas veinte portadoras de ofrendas guarnecieron un altar con alimentos consagrados por el templo y reservados para la potencia invisible que presidía el banquete. Tocadas con una peluca negra, con túnicas ceñidas cubiertas con una redecilla de cuentas azules y brazaletes en las muñecas y los tobillos, las sacerdotisas eran todas encantadoras.

Pero la última eclipsó a las demás.

Su elegancia era tal que cautivó a los más hastiados. Con su noble porte, con su rostro de rasgos de inigualable finura, con sus estrechas caderas, parecía brotar de un mundo donde reinara la perfección. El orfebre divino había modelado su belleza, había trazado la curva de sus cejas y había dado a sus ojos el brillo de la estrella matutina. Con tranquilidad y lentitud, como si estuviera sola en el templo, la joven sacerdotisa depositó en el altar una flor de loto abierta.

Así, el perfume del más allá reinaría sobre los festejos humanos.

Luego, se retiró con una gracia que hechizó a la concurrencia.

Cuando pasó por su lado, Iker no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: era la sublime mujer que se le había aparecido entre el follaje de los sauces.