Inspector de impuestos y recaudador de tasas, Gergu era un hombre gordo, un alcohólico pocas veces borracho y un aficionado a las mujeres, a las que consideraba como objetos para dar placer. Divorciado por tercera vez, se había complacido martirizando a sus esposas, tan asustadas por su violencia que no se habían atrevido a denunciarlo. Por lo que se refería a su hija única, refugiada en casa de su madre, juraba que no volvería a ver a aquel bruto. Al encontrarse con el tesorero Medes, Gergu se había labrado un nuevo destino. Convertirse en testaferro de aquel personaje importante, bajo el manto de sus funciones oficiales, le daba impulso. En adelante podría, con total impunidad, ejercer su crueldad natural sobre las víctimas que le designaran o sobre las que él eligiera.
El trabajo no sólo estaba bien pagado sino que se anunciaban también buenos ascensos. Puesto que Medes, forzosamente, treparía por jerarquía, Gergu lo seguiría.
Marino de formación, él mismo llevaba el gobernalle del navío fiscal. Por lo mismo, en sus desplazamientos por tierra no se sentía cómodo ya que sudaba mucho. Supersticioso, siempre viajaba con más de una decena de amuletos.
Al llegar a Coptos, Gergu se sintió aliviado. El desierto lo oprimía y, como su patrón, no aguantaba el calor. Pero era allí, en aquella ciudad, donde encontraría el rastro de las dos cajas que Medes quería. Su instinto de cazador pocas veces lo engañaba, y había acosado a suficientes animales salvajes como para sentir que la pandilla de marineros deshonestos no debía de estar lejos.
Con un equipo de policías provistos de garrotes, Gergu no se anduvo con finura. Hizo la ronda de las tabernas e interrogó a cada uno de los patrones. El sexto fue el bueno.
—Es cierto —admitió el encargado—, algunos jaraneros presumieron de haber echado mano a un tesoro inesperado y se embriagaron hasta el amanecer.
—¿Hablaron de la naturaleza de ese tesoro? —preguntó Gergu.
—Perfumes y ungüentos valiosos, por lo que oí.
—¿De qué procedencia?
—No hablaron de ello.
—¿Y adónde fueron esos jaraneros?
—El más excitado, al que llamaban «capitán», habló de la granja de sus padres, al sur de la ciudad. Permanecerían allí tranquilos esperando el resultado de las transacciones. Realmente no sé nada más.
—Ya está bien, tabernero. A condición, claro está, de que no hayas mentido.
—¡Claro que no! ¿No tendré problemas por ello, al menos?
—Muy al contrario —afirmó Gergu con una sonrisa golosa—. Si aceptas entrar en mi organización de informadores, obtendrás incluso un buen beneficio.
—Os indicaré el emplazamiento de esa granja al sur de la ciudad.
El capitán tenía los ojos clavados en las dos cajas de las que aún brotaba un aroma delicioso.
Cada vez que intentaba abrirlas se volvían tan ardientes que se veía obligado a renunciar. Sus cómplices empezaban a impacientarse, pero ninguno quería correr el riesgo de ser víctima de un maleficio. Sin duda, poseían una fortuna, pero ¿cómo negociarla del mejor modo?
Era preciso alejarse de Coptos y tratar el asunto en una ciudad más grande para pasar desapercibidos, tal vez en Menfis.
Lo más molesto era tener que compartir. De momento, el capitán necesitaba porteadores. Luego sería distinto.
Un ruido de lucha llamó su atención.
Fuera, combatían. Hubiera debido salir, pero no podía abandonar las cajas.
Brotaron unos gritos feroces; a continuación, durante algunos segundos, se hizo el silencio.
Gergu irrumpió en la estancia.
—¡Ah, he aquí sin duda al famoso capitán y jefe de los ladrones! Y no está solo… ¡Ahí están las dos cajas que busca el fisco!
—¿El fisco? Pero…
—¿Declaraste estas riquezas a la administración?
—Todavía no, pero…
—Uno de tus hombres está muerto, los demás han sido detenidos. Culpables de agresión a representantes del orden, han cometido una falta muy grave, que puede castigarse con penas muy severas. Ni ellos ni tú volveréis a ver el mar.
—¡Yo no he luchado!
—Sólo los cobardes rehúyen sus responsabilidades —asestó Gergu.
—¡Estas cajas no me pertenecen! Tomadlas y dejadme partir.
—¿Cómo las obtuviste?
—¡Por casualidad! Recogí a un náufrago en una isla desierta.
—¿Cuál era su emplazamiento?
—Vi cómo se hundía entre las olas.
Gergu abofeteó al capitán.
—Me horroriza que se burlen de mí. ¡Hablarás, y pronto!
Golpeó al marinero con delectación.
Con la nariz y varias costillas rotas y el rostro cubierto de sangre, el capitán relató los acontecimientos tal como habían sucedido. Convencido de la sinceridad de su interlocutor, Gergu estaba desconcertado.
—¿Qué hay en estas cajas?
—¡No he conseguido abrirlas! Cuando lo intento, me abrasan las manos.
Gergu, por su parte, no lo intentó. La temeridad no era su fuerte y no le pagaban para que corriera riesgos. Aquel asunto le parecía cada vez más extraño, y a Medes le correspondía desenredar los hilos de aquella madeja.
Un criado sirvió cerveza fresca a Medes y a su visitante.
—¿Ha hablado el muchacho? —preguntó el tesorero con impaciencia.
—Realmente no sabía nada, señor —afirmó el falso policía—, y no hace más que repetir su absurda historia. Creo que el muchacho quedó aterrorizado por su naufragio y que ha perdido la cabeza.
—¿Te has librado de él?
—Vuestras órdenes han sido ejecutadas.
—Bueno será que te alejes de la región. Te he encontrado un excelente puesto lejos de aquí, en el Fayum. Poco trabajo, hermosa casa y buen sueldo. Te he reservado una plaza en un barco.
El falso policía se inclinó y desapareció.
Despechado, Medes vació de un trago dos copas de cerveza. No dudaba de que el interrogatorio se hubiera hecho bien ni de que el pequeño escriba hubiese perdido la cabeza. Ya sólo quedaban las dos cajas, si acaso existían.
La respuesta no tardó.
Al siguiente anochecer, un Gergu de rostro rubicundo y alegre se presentó ante el portero de la morada de Medes, que lo recibió en seguida.
—¡Misión cumplida, patrón!
—¿Dónde están las cajas?
—En un almacén abandonado, bien guardado. Me han parecido demasiado llamativas para traerlas aquí.
—¡Excelente iniciativa! ¿Y la tripulación?
—No se volverá a oír hablar de ella. Esos criminales se pudrirán en presidio.
—¿Qué te dijo el capitán?
—¡No lo traté con muchos miramientos, podéis creerme! Pero el pobre tipo se ha vuelto loco. Un muchacho y esas cajas recogidos en una isla desierta, vuestra embarcación que se hundió tras una tempestad, la isla que también se hundió en el mar y sólo el muchacho como único superviviente: eso es todo lo que he podido sacarle.
Medes no ocultaba su desconcierto.
—Al parecer, ésta es la verdad, Gergu. Hemos perdido El rápido y su tripulación, el mar no aceptó como ofrenda al pequeño escriba. Esa expedición, a la que consagré tantos esfuerzos y tanta paciencia, termina en un fracaso.
—¡Olvidáis las cajas! Hasta ahora, nadie las ha abierto.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Las protege un maleficio.
—¡Nosotros lo quebraremos!
Los dos hombres fueron sin más tardanza al almacén abandonado, custodiado por los esbirros de Gergu.
Medes seguía convencido de que el país de Punt existía efectivamente, y aquellos sorprendentes acontecimientos no hacían más que fortalecer su convicción. ¿Acaso la gran ola que había destruido su barco y matado a su tripulación no demostraba que la Tierra del dios sabía defenderse para proteger sus riquezas?
Dado su tamaño, las dos cajas contenían una verdadera fortuna.
—Es curioso —observó Gergu—, ya no huelen. Hasta ahora desprendían una fragancia de increíble suavidad.
—Ábrelas.
Gergu retrocedió.
—¡Al parecer abrasan las manos!
—Dame tu cuchillo.
Colérico, Medes consiguió introducir la hoja en la juntura de dos tablas.
—Ya ves, no ocurre nada.
Algo más tranquilo, Gergu prosiguió el trabajo.
En el interior de las cajas ya sólo había lodo, del que emanaba un hedor fétido.