12

Al revés que los demás segadores, que no se encargaban de recoger las espigas, a Iker le impusieron aquella nueva tarea. El muchacho ataba las gavillas y las metía en los sacos que le acercaba un adolescente.

—¿Tendremos que deslomarnos así durante mucho tiempo? —se quejó—. ¡Ya tenemos bastante para nuestra aldea!

—Hay otras aldeas —recordó Iker—, y la cosecha no será abundante en todas partes. Por eso no debemos pensar sólo en nosotros mismos.

Su compañero lo miró con malos ojos.

—¿No estarás del lado del patrón?

—Estoy del lado del trabajo bien hecho.

El campesino se encogió de hombros y preparó un nuevo saco.

—Pausa para comer —anunció el capataz.

A la sombra de una choza de cañas se habían colocado en una estera algunos apetitosos manjares: tortas calientes llenas de legumbres, panes dorados y crujientes, ajo asado en aceite, yogures salados a base de leche de cabra con finas hierbas, cuajada, pescado seco, buey en adobo, higos, granadas y cerveza fresca.

Iker se moría de hambre, pero el escuerzo le impidió sentarse.

—Aquí no hay sitio libre, ve a otra parte.

—Pero ¡si es mi equipo! No conozco a los demás.

—Nosotros no te queremos. Detestamos a los chivatos.

—¿Chivato yo?

—He explicado a los muchachos que me denunciaste al patrón porque no llevaba suficiente grano al corral.

—¡Eso es mentira!

—Puesto que te mantienes siempre apartado, sigue así. No nos molestes mientras comemos. Si insistes, no vacilaremos en golpearte.

Iker no tenía ganas de pelear.

—Ahí va un poco de agua y un pedazo de pan —concedió el escuerzo, triunfante—. Intenta no retrasar la cadencia después de semejante festín, de lo contrario te denunciaremos al patrón.

El expulsado se alejó y saboreó los pocos bocados, que no le bastaron para devolverle la energía necesaria para proseguir su tarea.

Mientras se perdía en sus pensamientos, unos gritos le hicieron volver la cabeza: una cobra real acababa de plantarse entre los comensales.

Todos se habían levantado de un brinco.

—¡Mandadla hacia Iker! —aulló el escuerzo.

Pataleando, tirando tierra, los obreros agrícolas consiguieron su objetivo.

Iker no se había movido.

Aquella cobra tenía los ojos mucho mayores de lo normal, sus escamas eran doradas y se movía con fascinante elegancia.

Hipnotizado, el muchacho pensó en la serpiente de la isla del ka.

—¡Es la diosa de las cosechas! —exclamó un campesino—. Sobre todo, dejémosla actuar y no le hagamos mal alguno. De lo contrario, la cosecha se estropearía.

Iker se arrodilló y depositó ante la cobra hembra los restos de su mendrugo de pan. Luego levantó las manos en señal de veneración.

Se hizo un profundo silencio.

Entre el joven y la serpiente había menos de tres pasos. Uno y otra estaban tan inmóviles como estatuas, pero la cobra no tardaría mucho en atacar.

El paso del tiempo se había interrumpido. Y el milagro se produjo, como en tiempos de Osiris, cuando la espina no pinchaba y las bestias feroces no mordían. Satisfecha con el gesto de ofrenda, la cobra desapareció en el campo vecino. No existía mejor presagio para anunciar la calidad y cantidad de las cosechas.

—Los muchachos y yo te presentamos excusas —dijo el escuerzo, muy turbado—. Desconocíamos que eras un protegido de la diosa. Esperamos que no estés demasiado enojado y que aceptes compartir nuestra comida. Además, es normal que seas el jefe de nuestro equipo. Así, todos estaremos protegidos.

Con el estómago en los talones, Iker no se hizo de rogar.

—Como jefe de equipo —le dijo el capataz a Iker—, estás autorizado a llevar los asnos hasta la era. Descarga en silencio los sacos, deja que los ritualistas actúen y no hagas pregunta alguna.

—¿Acaso hay alguna ceremonia?

—No hagas pregunta alguna.

Con los cinco asnos que conocían el camino mejor que él, Iker se dirigió hacia la era situada junto a un pajar provisional hecho con las gavillas. Los cuadrúpedos se detuvieron por sí mismos, sin que el joven tuviera que utilizar su bastón. Allí estaban dos escribas, que anotaron el número de sacos. Una parte se destinaba a los campesinos y a sus familias, y la otra, a la panadería de la provincia. Concluido su trabajo, se retiraron.

Sólo quedaban nueve jefes de equipo, siete cribadoras y tres ritualistas, entre ellos, el flautista.

—La era parece rectangular —dijo—, pero en realidad es redonda. En ella se oculta el jeroglífico[7] que significa la «primera vez», el instante cuando la creación se manifestó. Que la diosa de las cosechas sea honrada.

Sus dos colegas levantaron un pequeño altar de madera en el que dispusieron un cuenco de leche, pan y pasteles.

—Nos lamentamos en el entierro del buen pastor Osiris —prosiguió el flautista—. El grano fue hundido en la tierra y creímos que había muerto para siempre. Puesto que la cosecha ha sido abundante, podemos alegrarnos. El trigo y la cebada crecen en la espalda de Osiris. El sostiene las riquezas de la naturaleza, nunca se fatiga ni se queja. Que los jefes de equipo depositen en la era el contenido de los sacos.

Iker era tan feliz participando en el ritual que ni siquiera sintió el peso de su fardo.

—Que traigan los asnos —ordenó el flautista— y que los hagan girar en redondo.

—¡Qué sean rechazados —protestó otro ritualista—, que no golpeen a mi padre! Los asnos de Set no deben lastimar el grano de Osiris.

—El misterio debe cumplirse hasta el final —afirmó el flautista.

Los asnos giraron y volvieron a girar, tan recogidos como los humanos que observaban la escena.

Sin comprender todo su significado, Iker sentía que estaba presenciando un acto esencial. Con sumo gusto habría hecho cien preguntas, pero respetó el silencio.

—Que los granos sean purificados —exigió el flautista.

Los otros dos ritualistas hicieron salir los asnos de la era, y les llegó el turno a las cribadoras.

Cumplida su misión, llenaron los sacos y los pusieron en los lomos de los asnos.

—Que los seguidores de Set lleven a Osiris hasta el cielo, donde derramará sus beneficios sobre esta tierra —ordenó el flautista.

Se organizó una procesión que se dirigió hacia los graneros.

—Que los jefes de equipo descarguen los asnos, que suban a lo alto de los graneros y viertan allí su contenido.

«Así —advirtió Iker—, el granero se asimila al cielo, donde vive el espíritu de Osiris contenido en el grano.»

Poseído por el extraordinario rito que acababa de vivir, el joven bajó paso a paso la escalera para grabar en su memoria cada segundo de aquella aventura. El contacto de sus pies desnudos con los escalones calcáreos hacía más intenso aquel ritual que le ofrecía una nueva realidad.

El flautista, los otros dos ritualistas, los jefes de equipo y las siete cribadoras se habían prosternado ante un gigante de ojos hundidos en sus órbitas, de párpados hinchados y pómulos salientes. Su mirada era tan penetrante que petrificó a Iker. Con la nariz recta y fina, la boca arqueada y el torso ancho, aquel hombre severo tenía unas grandes orejas, capaces de captar el menor rumor del universo.

Llevaba una camisa de lino con un único tirante en el hombro izquierdo y un delantal rectangular en el que se representaba un grifo aplastando a los enemigos de Egipto.

El puño del flautista obligó a Iker a tenderse en el suelo.

—Venera al faraón, el ser que nos da la vida.