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En el barco que lo llevaba a Menfis, Sesostris tomaba plena conciencia del terrible desafío que acababan de lanzarle, precisamente cuando deseaba emprenderla con los jefes de provincia que se negaban a ceder la menor parcela de sus prerrogativas.

Desde que Osiris había creado Egipto, formado por el Delta y el valle del Nilo, el faraón reinaba sobre las Dos Tierras tras haberlas unido sólidamente: «El de la Abeja» gobernaba el Norte, y «El del Junco», el Sur. La abeja producía la miel, el oro vegetal, indispensable para curar; el junco servía para mil cosas distintas y, en forma de papiro, se convertía en soporte para los jeroglíficos, «las palabras de Dios». Así, en la persona del faraón, protegido por Horus, señor del cielo e hijo de Osiris, encargado de velar por su padre, se reunían todas las fuerzas de la creación. Y a él le correspondía reunir las partes dispersas del país.

Sesostris tenía seis temibles adversarios, seis jefes de provincia que se consideraban autónomos y desdeñaban al monarca instalado en Menfis. Afortunadamente, no pensaban en federarse, pues cada uno de ellos deseaba ferozmente su independencia. Esta situación propiciaba que Egipto se empobreciera. Mantener el statu quo evitaba, es cierto, graves conflictos, pero llevaba el reino a la decadencia.

La extraña coincidencia era que cinco de los seis notables hostiles al faraón estaban a la cabeza de provincias cercanas a Abydos. ¿Habría sido uno de ellos el que había conseguido utilizar la capacidad de destrucción de Set contra la acacia de Osiris? Si la hipótesis se confirmaba, Sesostris libraría un combate sin piedad para que el árbol reverdeciera y para salvar Egipto al mismo tiempo.

Debía comenzar a recoger el máximo de informaciones sobre los seis potentados para identificar al culpable. Luego, habría que golpear con eficacia, sin darle al enemigo la posibilidad de levantarse. Pero ¿a quién confiar tan delicada misión? La corte de Menfis estaba poblada por halagadores, intrigantes, ambiciosos, cobardes y mentirosos, y sólo Sobek el Protector se consagraba, en cuerpo y alma, a su tarea, sin preocuparse por los beneficios personales.

Sesostris se vería obligado, pues, a utilizar las escasas fuerzas de que disponía y, sobre todo, a confiar en su intuición. Por lo que se refería a la búsqueda del oro que podía curar la acacia, sería más ardua aún. La leyenda afirmaba que el oro verde de Punt tenía excepcionales cualidades, pero nadie conocía el emplazamiento de la Tierra del dios. Por otra parte ¿continuaba produciendo el precioso metal? Las únicas minas que aún quedaban estaban en el desierto del este, bajo control de algunos jefes de provincia, y en Nubia, fuera de su alcance.

También allí la tarea parecía imposible. Sesostris carecía de medios para emprender semejante búsqueda.

La solución se imponía, pues, por sí misma: habría que crearlos.

Primera prioridad: dar una nueva energía al árbol de vida.

De ese modo, el faraón comenzó a trazar los planos de un templo y de una morada de eternidad, destinados a Abydos.

En los campos se trabajaba duro. Las cosechas de primavera eran abundantes, nada debía perderse.

A una jornada de marcha de Medamud, Iker se había presentado al intendente de un gran dominio para ofrecerle sus servicios de aprendiz de escriba.

—Llegas en el momento preciso, muchacho. Tengo una gran cantidad de sacos para contar y marcar. Luego, me harás el inventario.

La perspectiva era: una semana de trabajo con un salario adecuado, comida, una estera, una calabaza y un par de sandalias.

Mientras trabajaba, el joven maldecía al alcalde de Medamud, aquel bandido que había destruido el testamento del viejo escriba para robar la casa destinada a su discípulo. También había pisoteado la última voluntad del difunto al abrir el cofrecillo y robar los cálamos, además de redactar un falso texto de imprecaciones contra Iker.

¿Cómo podía alguien ser tan vil? Iker descubría un mundo cruel, implacable, donde triunfaban la mentira y la perfidia. Pero una inmensa alegría borraba aquellos inconvenientes: su profesor sabía que no había huido, había seguido confiando en él. ¡Qué extraño mensaje, sin embargo! ¿De qué búsqueda, de qué destino hablaba? De pronto, aquel viejo maestro le parecía tan misterioso como la gigantesca serpiente de la isla del ka.

A Iker le habría gustado denunciar al alcalde de Medamud y hacer que lo condenaran. Pero ¿quién iba a creerlo? Puesto que no había testamento, el joven no tenía derecho alguno sobre la morada de su profesor. En Medamud sólo encontraría acusadores que le reprocharían haber abandonado la aldea sin decir palabra.

Concluida su tarea, Iker se disponía a proseguir su camino.

—Me pareces muy concienzudo, muchacho. ¿No deseas un empleo estable?

—Por el momento, no.

—Eres joven, pero no olvides asentarte. Aquí tienes lo suficiente para subsistir varios días.

El intendente se mostraba generoso y le ofrecía pan, carne seca, ajo e higos.

—¿Adonde piensas ir?

—Hacia la Montaña alta.

—Mejor será avisarte, el jefe de ese territorio no tiene fama de comprensivo.

Unos muretes separaban las parcelas y retenían el agua el tiempo que fuera necesario. Los campesinos irrigaban sus campos del mejor modo posible, aplicando una consumada ciencia. La prosperidad se iba conquistando sin cesar, y no había día de fiesta para el perezoso.

Al entrar en la provincia de la diosa serpiente Uadjet, la Verdeante, Iker hizo un sorprendente descubrimiento: en el nombre Dju-ka, «la Montaña alta», había la misma palabra ka que en la «isla del ka», el dominio de la serpiente que se había sumido para siempre en un sueño. ¿Sería el azar o un signo de aquel destino que el viejo escriba había mencionado?

Ka, «alto, elevado»… ¿Hacia qué misterioso objetivo debía subir el muchacho? ¿Y qué era realmente el ka, aquella energía secreta que se escribía, en jeroglífico, con dos brazos levantados?

Perdido en sus pensamientos, Iker se topó con un hombre armado con un bastón.

—¡Eh, muchacho! ¡Podrías mirar hacia adelante!

—Perdonadme, pero… ¿No sois el policía que me interrogó cerca de Coptos?

—Soy yo. Me ha costado un poco encontrarte.

—¿Qué queréis de mí?

—Tu declaración era incompleta, necesito más información.

—Os lo dije todo. Pero habría que detener al alcalde de Medamud.

—¿Por qué razón?

—Es un ladrón. Ha destruido un testamento en mi favor.

—¿Puedes probarlo?

—Desgraciadamente, no.

—Vayamos, más bien, a tu testimonio y a aquellas dos cajas llenas de valiosos productos. Forzosamente registraste su contenido. Dímelo.

—Contenían sustancias olorosas, creo.

—Vamos, muchacho, eso no basta. Sabes algo más.

—Os aseguro que no.

—Si no te muestras razonable, puedes tener problemas.

El falso policía segó las piernas de Iker con un violento bastonazo.

El joven cayó hacia adelante y su agresor lo inmovilizó en el suelo.

—¡Y ahora dime la verdad!

—¡Ya os la he dicho!

—¿El nombre del barco que te salvó?

—Lo ignoro.

Una decena de bastonazos en los hombros arrancaron a Iker gritos de dolor.

—El nombre del barco y el de su capitán.

—¡Los ignoro!

—Realmente, no te muestras razonable, muchacho. Quiero estas informaciones y las tendré. De lo contrario, te mato.

—¡Os juro que no sé nada!

El falso policía siguió golpeando, pero no obtuvo otra respuesta. Era evidente que el muchacho decía la verdad y no tenía nada más que decirle.

Su nuca, su espalda y su región lumbar estaban ensangrentadas. Tras una nueva serie de golpes, Iker se desvaneció.

Casi no respiraba.

Su agresor arrastró el cuerpo hacia una espesura de papiros, junto a un canal.

Agonizante, Iker no tardaría en entregar su alma.

Puesto que iba a sucumbir a sus heridas, el falso policía no sería del todo responsable de su muerte, y frente a eventuales jueces, tanto en aquel mundo como en el más allá, era preferible.