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Sobek el Protector[2], jefe de la guardia personal del faraón Sesostris, mostraba un nerviosismo desacostumbrado. Para velar por la seguridad del monarca utilizaba sólo los servicios de seis policías, a los que consideraba mucho más eficaces que un batallón de soldados más o menos atentos: parecían fieras, siempre alerta y dispuestos a saltar ante el menor peligro. Y Sobek el Protector no se limitaba a mandar, sino que, tan atlético, rápido y potente como sus subordinados, también participaba en los entrenamientos diarios, durante los cuales nadie podía aguantar sus golpes.

En Menfis, la capital, proteger al monarca ya planteaba mil y un problemas. Allí, en Abydos, en un terreno desconocido, había que esperar peligros inéditos.

Durante el viaje en barco[3] no hubo ningún incidente. En el embarcadero, sólo algunos sacerdotes sin armas habían recibido al faraón, que se había dirigido de inmediato al templo de Osiris.

Con cincuenta años de edad y más de dos metros de altura[4], el rey era un coloso de rostro severo. Tercero del linaje de los Sesostris, llevaba los nombres de «Divino de transformaciones», «Divino de nacimiento», «El que se transforma», «El poder de la luz divina aparece en gloria» y «El hombre de la poderosa diosa»[5].

Durante los cinco primeros años de su reinado, a pesar de una indiscutible autoridad, Sesostris no había conseguido que se unieran a él algunos jefes de provincia, cuya riqueza les permitía mantener unas fuerzas armadas y comportarse, en su territorio, como verdaderos soberanos.

Sobek el Protector temía una intervención de sus soldados. ¿Acaso Sesostris no les parecía un aguafiestas que, antes o después, pondría en cuestión su independencia? El viaje a Abydos, territorio sagrado desprovisto de papel económico, se había mantenido en secreto. Pero ¿realmente podía guardarse un secreto en el palacio de Menfis? Persuadido de lo contrario, el jefe de la guardia personal del faraón había intentado en vano convencer al rey de que renunciara al viaje.

—¿Sin novedad?

—Sin novedad —le respondieron sus hombres uno tras otro.

—El lugar está desierto y silencioso —añadió uno de ellos.

—Es normal en el dominio de Osiris —observó Sobek el Protector—, colocaos en los lugares adecuados e interceptad sin miramientos a quien intente acercarse.

—¿Incluso a un sacerdote?

—Sin excepciones.

El nombre tradicional del territorio reservado a Osiris, el dios que poseía el secreto de la resurrección, era «La Gran Tierra». Primer soberano de Egipto, había puesto las bases de la civilización faraónica. Asesinado, pero vencedor de la muerte, reinaba ahora sobre los «justos de voz», y sólo la celebración de sus misterios confería a su heredero, el faraón, la dimensión sobrenatural y la capacidad para mantener los vínculos con las potencias creadoras. Egipto no sobreviviría si no consumaba los ritos osiriacos.

Algunos fértiles campos donde crecían las mejores cebollas del país, algunas casas modestas a lo largo de un canal, el desierto cerrado por un largo acantilado, un gran lago rodeado de árboles, un bosque de acacias, un pequeño templo, capillas, estelas, las tumbas de los primeros faraones y la de Osiris… ése era el paraje de Abydos fuera del tiempo, fuera de la Historia.

Allí estaban la isla de los Justos y la puerta del cielo que custodiaban las estrellas.

Sesostris entró en la salita donde lo aguardaban los sacerdotes permanentes, que se levantaron y se inclinaron en su presencia.

—Gracias por haber venido tan pronto, majestad —dijo el superior, un hombre de edad, con voz pausada.

—Tu carta hablaba de una gran desgracia.

—Vos mismo podréis comprobarlo.

Cuando el superior y el faraón salieron del templo, Sobek el Protector y uno de sus subordinados quisieron escoltarlos.

—Es imposible —objetó el sacerdote—. El lugar adonde nos dirigimos está prohibido para los profanos.

—¡Demasiado imprudente! Si por fortuna…

—Nadie puede violar la ley de Abydos —decidió Sesostris.

El rey se quitó los brazaletes de oro que llevaba en las muñecas y se los entregó a Sobek. En el territorio sagrado de Osiris había que despojarse de cualquier metal.

Inquieto en extremo, el jefe de la guardia personal del faraón vio cómo se alejaban los dos hombres, que rodearon el Lago de Vida flanqueado por los árboles y luego tomaron un camino bordeado por estelas y capillas hasta llegar al bosque sagrado de Peker, centro vital y secreto del país.

En aquel lugar había una acacia, el árbol que, al crecer sobre la tumba de Osiris, transmitió a sus fieles el hecho de que el soberano de los justos de voz había resucitado.

Sesostris advirtió de inmediato la magnitud del desastre: la acacia se marchitaba.

—Cuando Osiris renace —recordó el superior—, la acacia se cubre de hojas y el país es próspero. Pero Set, el asesino y el perturbador, intenta siempre que se seque. Entonces, la vida abandona a los vivos. Si la acacia muere, la violencia, el odio y la destrucción reinarán en esta tierra.

Con su presencia en el árbol, Osiris unía el cielo, la tierra y los espacios subterráneos. En él, la muerte se unía a la vida, y otra vida, luminosa, las englobaba.

—¿Has regado cada día el árbol con agua y leche?

—No he faltado a mis deberes, majestad.

—Así pues, un ser maléfico manipula el poder de Set y lo utiliza contra Osiris y contra Egipto.

—Los textos afirman que esta acacia hunde sus raíces en el océano primordial, y de allí obtiene la energía que la anima. Sólo un oro adecuado podría curar el árbol.

—¿Se sabe dónde se encuentra?

—No, majestad.

—Yo lo descubriré. Y conozco el medio de retrasar, si no detener, la degeneración de la acacia: edificaré un templo y una morada de eternidad en Abydos que producirán una magia especial que frenará el proceso y nos dará tiempo, esperémoslo, para obtener el remedio.

—Majestad, el colegio de sacerdotes será muy pequeño para…

—Haré que vengan ritualistas y constructores que se consagrarán, exclusivamente, a esa tarea. Todos serán sometidos al más absoluto secreto.

De pronto, una hipótesis absurda cruzó el espíritu del rey.

—¿Alguien ha intentado apoderarse del cuenco sagrado?

El sacerdote palideció.

—Majestad, sabéis muy bien que es imposible.

—Verifiquémoslo de todos modos.

Sesostris comprobó que la puerta de la tumba de Osiris estaba herméticamente cerrada y el sello real intacto. Sólo él podía dar la orden de romperlo y de penetrar en aquel santuario.

—Aunque algún insensato forzara esta puerta —recordó el superior—, no conseguiría acercarse al cuenco y menos aún tomarlo en sus manos.

—Abydos no está lo bastante protegido —estimó el monarca—. En adelante, los soldados velarán por el paraje.

—Majestad, ningún profano puede…

—Conozco la ley de Abydos puesto que soy su depositario y garante. Ningún profano mancillará el dominio de Osiris, y todos los caminos que llevan a él estarán vigilados.

Desde lo alto de la colina sagrada, Sesostris contempló el espacio sacro donde se decidía la suerte de su país, de su pueblo, e incluso se tenía cierta visión de la realidad postrera.

Al subir al trono sabía que su tarea no iba a ser fácil por la magnitud de las reformas necesarias. Sin embargo, no imaginaba que su principal adversario iba a ser la nueva muerte de Osiris.

Con paso decidido, Sesostris se metió en el desierto para dirigirse a una zona virgen situada entre dunas de arena, en el límite de los cultivos.

Indiferente a los «mordiscos» del sol, el faraón contempló cómo se levantaban allí dos edificios, su templo y su morada de eternidad, que retrasarían el plazo fatal, desempeñando el papel de un dique contra las fuerzas de las tinieblas.

¿Quién era el responsable de aquella agresión tan imprevisible como temible? El rey necesitaría toda la firmeza de la que un hombre podía ser capaz para no ceder ante la desesperación y para librar un encarnizado combate ante un adversario invisible aún.