En pleno mediodía, el ardiente sol del verano transformaba el desierto del este en un horno. Las escasas criaturas que conseguían sobrevivir en aquel infierno, como las serpientes y los escorpiones, se habían enterrado en la arena.
Sin embargo, el pequeño grupo de cinco hombres seguía avanzando. En cabeza iba un personaje longilíneo que les sacaba más de una cabeza a sus subordinados. Barbudo, con los ojos profundamente hundidos en las órbitas y los labios carnosos, parecía insensible al calor. Con la cabeza cubierta por un turbante y una túnica de lana que le caía hasta los tobillos, andaba con pasos regulares.
—No podemos más —se quejó uno de los que lo seguían.
Como sus compañeros, era un presidiario condenado por robo que, incitado por el alto barbudo, había huido de la granja donde purgaba sus fechorías mediante las diversas tareas que les encomendaban.
—No estamos aún en pleno desierto —estimó el cabecilla.
—¿Qué más quieres?
—Limítate a obedecerme y tu porvenir será radiante.
—Yo doy media vuelta.
—La policía te detendrá y te devolverá a la cárcel —le advirtió un pelirrojo al que llamaban Shab el Retorcido.
—¡Siempre será mejor que este infierno! En mi mazmorra me darán comida y bebida, y no tendré que andar sin parar para no ir a ninguna parte.
El barbudo miró con desdén al contestatario.
—¿Olvidas quién soy?
—¡Un loco que se cree investido de una misión secreta!
—Todos los dioses me han hablado, es cierto, y sus voces, hoy, forman sólo una, pues sólo yo poseo la verdad. Y todos los que se opongan a mí, desaparecerán.
—¡Te seguimos porque nos prometiste la fortuna! Aunque aquí no vamos a encontrarla.
—Soy el Anunciador. Los que tengan fe en mí serán ricos y poderosos; los otros, morirán.
—Tus discursos me fatigan. Nos has engañado y te niegas a reconocerlo, ¡eso es todo!
—¿Cómo es que osas injuriar al Anunciador? ¡Arrepiéntete de inmediato!
—Adiós, pobre demente.
El hombre dio media vuelta.
—Shab, mátalo —ordenó tranquilamente el Anunciador.
El pelirrojo pareció molesto.
—Vino con nosotros y…
—Estrangúlalo, y que sus miserables despojos sirvan de alimento a los depredadores. Luego, os llevaré al lugar donde recibiréis la revelación. Entonces, comprenderéis realmente quién soy.
No era el primer crimen que cometía el Retorcido. Atacaba siempre por detrás y clavaba en la garganta de su víctima la acerada hoja de un cuchillo de sílex.
Subyugado por el gran barbudo ya desde su primer encuentro, tenía la certeza de que el jefe de la banda, cuyas palabras cortaban como una navaja, lo llevaría lejos. Sin apresurarse, el pelirrojo alcanzó al fugado, lo ejecutó limpiamente y se reunió con el grupito.
—¿Tendremos que andar mucho aún? —preguntó.
—No temas —respondió el Anunciador— y limítate a seguirme.
Aterrorizados por la escena que acababan de presenciar, los otros dos ladrones no se atrevieron a abrir la boca para protestar. También ellos estaban subyugados por su guía.
No brotaba ni una gota de sudor de la frente del Anunciador, y su porte apenas se veía afectado por la menor sensación de fatiga. Además, daba la impresión de saber perfectamente adonde iba.
A media tarde, cuando sus compañeros estaban a punto de desfallecer, se detuvo.
—Aquí es —afirmó—. Mirad bien el suelo.
El desierto había cambiado. Aquí y allá se veían placas blanquecinas.
—Rasca y pruébalo, Shab.
El pelirrojo se arrodilló.
—Es sal.
—No, es la espuma del dios Set que brota de las profundidades del suelo, y que está destinada para que yo sea más fuerte e implacable que el propio Set. Esta llama destruirá los templos y los cultivos, aniquilará el poder del faraón para que reine la verdadera fe, la fe que voy a propagar por toda la tierra.
—Tenemos sed —recordó uno de los ladrones—, y eso no va a calmarla.
—Shab, dámela en gran cantidad.
Ante la pasmada mirada de sus tres compañeros, el Anunciador absorbió tanta sal que su lengua y su boca hubieran debido inflamarse.
—No existe mejor brebaje —afirmó.
El más joven de los bandidos tomó un pedazo de costra y la masticó, pero al momento lanzó un grito desgarrador y se revolcó por el suelo con la esperanza de apagar la quemazón que lo devoraba.
—Nadie más que yo está habilitado para transmitir la voluntad de Dios —precisó el Anunciador—, y quien intente rivalizar conmigo conocerá la misma suerte. Justo es que este impío perezca.
El infeliz dio algunos respingos y luego se puso rígido. Los dos discípulos supervivientes se prosternaron ante su maestro.
—Señor —imploró Shab el Retorcido—, no disponemos de tus poderes y reconocemos tu grandeza… Pero ¡estamos sedientos! ¿Puedes aliviar nuestro sufrimiento?
—Dios me ha elegido para favorecer a los verdaderos creyentes. Cavad y quedaréis satisfechos.
El pelirrojo y su acólito cavaron con frenesí. A los pocos minutos descubrieron los bordes de un pozo. Alentados por el hallazgo llegaron a una capa de piedras secas y las apartaron en un tiempo récord.
En aquel instante afloró el agua. Con el cinturón de sus túnicas formaron una cuerda a la que ataron una calabaza. Cuando el Retorcido la sacó, llena, la ofreció al Anunciador.
—¡Vos primero, señor!
—El fuego de Set me basta.
Shab y su compañero se humedecieron los labios, y luego bebieron a pequeños tragos antes de mojarse el pelo y la nuca.
—En cuanto hayáis recuperado las fuerzas —decretó el Anunciador— iniciaremos nuestra conquista. La gran guerra acaba de comenzar.