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Se le estaban comiendo el pelo.

El dolor fue tal que Iker dio un respingo.

La cabra retrocedió, asustada.

—Le estás quitando el pan de la boca —protestó un hirsuto pastor—. ¡A una bestia tan hermosa! Habrías podido esperar a que se hubiese saciado.

—Desátame, te lo ruego, y dame de beber.

—Tal vez te dé de beber, pero desatarte… ¿De dónde sales? Nunca te había visto por aquí.

—Me raptaron unos piratas.

—¿Piratas, aquí, en pleno desierto?

—Iba en un barco y me obligaron a desembarcar y a hacer un largo camino.

El pastor se rascó la cabeza.

—¡He oído historias más creíbles! ¿No serás un prisionero evadido?

Los nervios del muchacho cedieron, lo que propició que prorrumpiera en un sonoro sollozo.

Pero ¿nadie le iba a creer nunca?

—Fíjate —prosiguió el pastor—, no pareces un tipo muy peligroso. Pero con todos los bandoleros que corren por estos parajes, más vale mostrarse prudente. Ten, bebe un poco.

El agua de la calabaza no era fresca; aun así, Iker la tragó con avidez.

—¡Despacio, despacio! Luego te daré más. Voy a llevarte a casa del alcalde de mi aldea. Él sabrá lo que debe hacerse contigo.

El muchacho siguió dócilmente al rebaño de cabras. ¿De qué serviría huir, salvo para probar su culpabilidad? Debía convencer al edil de su buena fe.

En cuanto descubrieron al extranjero, los niños corrieron a su lado.

—¡Sin duda es un bandido! —exclamó uno de ellos—. Mira, el pastor lo ha capturado, y pedirá una buena recompensa por él.

El mencionado levantó su bastón para asustar a la chiquillería, que, sin embargo, no salió huyendo. Y entre un gran concierto de risas y trinos el cortejo llegó ante la casa del alcalde.

—¿Qué ocurre aquí?

—He encontrado a este muchacho en el desierto —explicó el pastor—. Como tenía las manos atadas a la espalda he desconfiado. Tengo derecho a una recompensa, ¿no?

—Eso lo veremos más tarde. Tú, entra.

Iker obedeció.

El alcalde lo empujó de forma brusca hacia una salita donde estaba sentado un hombre armado con un garrote.

—¡Llegas en el momento preciso, bribón! Precisamente estaba hablando con un policía. ¿Cuál es tu nombre?

—Iker.

—¿Quién te ha atado las manos?

—Unos marineros que me recogieron en una isla desierta antes de abandonarme cerca de aquí, para que muriera de sed.

—¡Deja inmediatamente de contar esas bobadas! Lo más probable es que seas un ladronzuelo que ha creído escapar del castigo. ¿Qué latrocinio cometiste?

—¡Ninguno, os lo aseguro!

—Una buena paliza te devolverá la memoria.

—Escuchémoslo, de todos modos —recomendó el policía.

—Si tenéis tiempo que perder… Muy bien, resolved este asunto. Yo debo ocuparme de mis graneros. Antes de llevaros a ese bandido dejadme un atestado, sólo por puro formulismo.

—Naturalmente.

Iker se preparó para recibir algunos garrotazos, pero ¿es que acaso podía decir algo que no fuera la pura verdad?

—Facilítame más detalles —exigió el policía.

—¿Para qué, puesto que no vais a creerme?

—¿Y tú qué sabes? Estoy acostumbrado a identificar a los mentirosos. Si eres sincero, nada tienes que temer.

Con voz insegura, Iker contó sus desventuras, omitiendo el sueño en el que había visto aparecer la gran serpiente.

El policía escuchó con atención.

—¿Eras, pues, el único superviviente y la isla ha desaparecido en las aguas?

—Eso es.

—¿Y tus salvadores se quedaron con las cajas?

—En efecto.

—¿Cómo se llamaba su barco?

—Lo ignoro.

—¿Y su capitán?

—Lo ignoro también.

Al responder, Iker tomó conciencia de que su relato no se sostenía. Ningún ser sensato podía concederle el menor crédito.

—¿De dónde eres originario?

—De la región de Medamud.

—¿Tienes familia allí?

—No. Un viejo escriba me dio cobijo y me enseñó los rudimentos del oficio.

—Dices que sabes leer y escribir… Haz una prueba.

El policía ofreció al prisionero una tablilla de madera y un pincel, que mojó en tinta negra.

—Tengo las manos atadas —recordó Iker.

—Voy a liberarte, pero no olvides que sé manejar el garrote.

Con aplicada escritura, el muchacho plasmó en la tablilla: «Mi nombre es Iker y no he cometido fechoría alguna.»

—Perfecto —estimó el policía—. No eres un mentiroso.

—¿Me… me creéis?

—¿Por qué iba a ser de otro modo? Ya te lo he dicho, estoy acostumbrado a distinguir a la gente sincera de la fabuladora.

—Entonces… ¿estoy libre?

—Vuelve a tu casa y considérate afortunado por haber salido vivo de semejantes peripecias.

—¿Detendréis a los piratas que querían matarme?

—Nos encargaremos de ellos.

Iker no se atrevía a abandonar la estancia. El policía comenzó a redactar su atestado.

—Bueno, muchacho, ¿a qué estás esperando?

—Tengo miedo de los aldeanos.

El policía llamó a uno de los curiosos que se habían agrupado ante la casa del alcalde.

—Tú, dale una estera y agua.

Debidamente equipado para el viaje, Iker se sentía tan perdido como en la isla del ka. ¿En realidad estaba libre? ¿Podía regresar a su aldea?

El policía lo vio partir, y sin aguardar el regreso del alcalde, abandonó de manera precipitada el lugar para reunirse con sus camaradas que recorrían los alrededores en busca de información sobre la tripulación de El rápido. Ni él ni los demás pertenecían a la policía del desierto.