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Iker agitó frenéticamente con toda su fuerza la mano derecha en petición de ayuda.

Trabajo baldío e irrisorio gesto… El barco navegaba por alta mar, demasiado lejos para descubrirlo.

Sin embargo, el muchacho se empecinó. Si el vigía tenía una aguda vista, tal vez lo descubriera. Y aquella isla que iba hundiéndose, ¿no despertaría acaso la curiosidad de la tripulación? Por un instante, Iker creyó que el navío cambiaba de rumbo y se acercaba. La realidad de la situación hizo que se desilusionara y prefiriera cerrar los ojos. Aquella vez no habría tormenta ni ola monstruosa para salvarlo. El agua llegaría a su pecho, a su rostro, y él se abandonaría a aquel sudario azul y tibio.

Aun así, el deseo de vivir seguía siendo tan fuerte que abrió los ojos.

¡Aquella vez no había duda! El barco se dirigía hacia la isla.

Iker gesticuló y gritó.

Era un navío de modestas dimensiones, con unos veinte marineros a bordo. El mar lamía ya el pie de la palmera, razón por la cual el muchacho llevó a cabo un rápido descenso y nadó hacia sus salvadores tan de prisa como pudo.

Unos poderosos brazos izaron a Iker, que se encontró ante un hombre corpulento, de rostro hostil.

—¡Hay unas cajas que flotan allí! Recuperadlas. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Iker y soy el único superviviente de un naufragio.

—¿Cómo se llamaba el barco?

El rápido… Ciento veinte codos de largo, cuarenta de ancho, ciento veinte hombres de tripulación.

—Nunca he oído hablar de él. ¿Cómo sucedió?

—¡Una enorme ola nos embistió! Y me encontré solo, en esta isla que, por momentos, está desapareciendo.

Atónitos, los marineros vieron cómo el mar cubría la copa de los árboles.

—Si no lo viera con mis propios ojos, nunca lo habría creído —reconoció el capitán—. ¿De qué puerto zarpaste?

—Lo ignoro.

—¿Estás burlándote de mí, muchacho?

—No, fui raptado, perdí el conocimiento, y cuando desperté estaba atado al mástil. El capitán me explicó que iba a ser arrojado a las olas para apaciguar su furor.

—¿Por qué no lo hizo?

—Porque la tormenta lo cogió desprevenido. Un marinero intentó deshacerse de mí, pero la ola fue más rápida.

Advirtiendo el escepticismo de su interlocutor, Iker evitó hablarle de la aparición de la serpiente y de sus revelaciones.

—Es una historia bastante extraña… ¿No hay más supervivientes, estás seguro?

—Ninguno.

—¿Y qué contienen esas cajas?

—Lo ignoro —respondió, prudente, Iker, que se percató de que estaban cerradas.

—Más tarde lo veremos. Te he salvado la vida, no lo olvides. Y tu historia no se aguanta. Nadie ha visto nunca un navío que se llame El rápido. Tenías controladas estas cajas desde hacía tiempo, ¿no es cierto? Y te libraste de su propietario. Pero la cosa fue mal, el navío zozobró y tú fuiste lo bastante astuto para salvarte con tu botín.

—¡Os he dicho la verdad! Me raptaron y…

—Ya basta, muchacho, no soy tan ingenuo. A mí no me vas a engañar. Sobre todo, no intentes resistir.

Tras una señal del capitán, dos marineros agarraron a Iker, le ataron las manos a la espalda y sujetaron sus pies a la borda.

El puerto hormigueaba de embarcaciones. El capitán atracó con suavidad, tras unas maniobras hábiles. Iker no creía que estuviera sano y salvo. Sin duda, la suerte que le reservaban no tenía nada de atractiva.

El capitán se acercó.

—En tu lugar, muchacho, me mostraría discreto, muy discreto. Náufrago, ladrón, asesino tal vez… Son muchas cosas para un solo bandido, ¿no?

—Soy inocente. ¡Yo soy la víctima!

—Claro, claro, pero los hechos son tozudos y el juez se formará muy pronto una opinión. Hazte el listo y no escaparás a la pena de muerte.

—Pero ¡si no tengo nada de qué arrepentirme!

—Conmigo no, chiquillo. Voy a proponerte algo: lo tomas o lo dejas. Es decir, o me quedo con las cajas y nunca nos hemos visto o te llevo al puesto de policía y toda mi tripulación declarará contra ti. Elige, ¡y pronto!

Elegir… ¡Qué ironía!

—Quedaos con las cajas.

—Muy bien, amigo, eres razonable. Pierdes tu botín pero salvas tu vida. La próxima vez que intentes un golpe como éste organízalo mejor. ¡Ah!, y no lo olvides: nunca nos hemos visto.

El capitán vendó los ojos de Iker, al tiempo que dos marineros le desataron los pies y le hicieron bajar a tierra. Luego lo obligaron a caminar de prisa y mucho tiempo, muchísimo tiempo.

—¿Adonde me lleváis?

—Cállate o te damos.

Empapado en sudor, a Iker le resultaba cada vez más difícil seguir el ritmo. ¿No estarían los torturadores alejándolo del puerto para acabar con él en una zona desierta?

—¡Dadme de beber, por compasión!

Ni siquiera le respondieron.

Iker nunca habría creído que fuera capaz de resistirlo. En su interior, una fuerza desconocida se negaba a ceder al agotamiento.

De pronto, lo empujaron violentamente por la espalda.

Cayó por un talud, y los arbustos espinosos le laceraron las carnes.

Finalmente, la caída terminó en la blanda arena. Extenuado, con la lengua seca, Iker iba a morir de sed.