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Relámpagos, un cielo ígneo, una serpiente gigantesca de piel dorada y cejas de lapislázuli! Aquella vez, Iker estaba muerto de verdad, y un monstruoso genio del otro mundo avanzaba hacia él para despedazarlo.

No obstante, el reptil quedó inmovilizado y se limitó a observarlo.

—¿Por qué has encendido ese fuego, hombrecito?

—¡Para… para rendirte un homenaje!

—¿Quién te ha traído aquí?

—Nadie, una ola… El barco, los marineros… Y luego…

—Di toda la verdad y responde sin tardanza. De lo contrario, te reduciré a cenizas.

—Unos piratas me raptaron en Egipto, y pensaban arrojarme vivo al mar para apaciguarlo. Pero el capitán no supo prever una violenta tempestad. El navío fue destruido, y yo soy el único superviviente.

—Dios te ha salvado de la muerte —afirmó la serpiente—. Ésta es la isla del ka, la potencia creadora, la savia del universo. Nada existe sin ella. Pero este dominio ha sido marcado por una estrella caída de lo alto del cielo, y todo se ha inflamado. Yo, el señor de la tierra divina, del maravilloso país de Punt, no he podido impedir el fin de este mundo. ¿Salvarás tú el tuyo?

Una quemadura despertó a Iker. El fuego se había extendido a unos matorrales y las llamas lamían las pantorrillas del muchacho.

Apartándose, advirtió que ninguna serpiente gigante merodeaba por el paraje. Luego se dedicó a apagar aquel inicio de incendio.

Qué extraño sueño… Iker habría jurado que el reptil no era una ilusión y que en realidad le había hablado con una voz que no se parecía a nada conocido y de la que se acordaría siempre. Desaparecidas las últimas llamitas, el muchacho se dirigió hacia la fuente.

En el suelo había dos cajas.

Iker se frotó los ojos.

Las cajas seguían allí. Se acercó a ellas con lentitud, como si constituyeran una amenaza.

Alguien estaba jugando con sus nervios… alguien que se ocultaba en la vegetación y acababa de sacar de ella aquel botín procedente de El rápido o de otro navío cualquiera… alguien que no tardaría en librarse del intruso para no tener que compartir su tesoro.

—No debes temer nada de mí —aulló Iker—. Tu fortuna no me interesa. En vez de enfrentarnos, cooperemos para sobrevivir.

No le respondió nadie.

Iker volvió a explorar la pequeña isla, cambiando sin cesar de dirección, volviendo sobre sus pasos, acelerando o reduciendo bruscamente su velocidad. Con todos los sentidos al acecho espiaba el menor signo de presencia de cualquier eventual adversario.

Sin embargo, todo fue en vano, y no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia: era, en efecto, el único habitante de la isla.

Pero aquellas cajas… Sin duda no se había fijado en ellas. Lo más seguro es que procedieran de un naufragio anterior y una ola las hubiera arrastrado hasta allí.

El muchacho decidió abrirlas: en su interior había bolsas de lino y frascos de loza de donde brotaba un olor agradable; sin duda, eran preciosos perfumes que valían una pequeña fortuna.

En realidad, ¿Iker había escapado de la muerte? En la isla parecía menos brutal que en el barco de los piratas, sin embargo, el destino no parecía más favorable. Sí, podría subsistir varios meses, incluso varios años tal vez, pero ¿la soledad no acabaría por volverlo loco? ¿Y si la fuente se secaba y la pesca se hacía improductiva? Para construir una balsa sólida habría necesitado herramientas. Sin embargo, navegar por aquel mar desconocido a bordo de un frágil esquife, ¿no era un suicidio?

El muchacho no dejaba de pensar en las revelaciones de la serpiente, señora del maravilloso país de Punt. ¿Cómo podía ser aquella isla minúscula la tierra divina que rebosaba fabulosas riquezas, tan deseadas?

¡Era absurdo!

El reptil dorado sólo había existido en la imaginación del superviviente. Pero ¿por qué hablar de la necesidad de salvar su mundo? Puesto que reinaba un faraón, Egipto no estaba en peligro.

Egipto, tan lejano, tan inaccesible. Iker no cesaba de pensar en su aldea, cerca del santuario de Medamud, un lugar misterioso al norte de Tebas. Gracias al viejo escriba que lo había recogido, el muchacho apenas participaba en las labores agrícolas y consagraba su tiempo a la lectura y a la escritura. Aquel privilegio le provocaba muchas envidias, a las que no daba importancia, ya que el aprendizaje alimentaba su alma.

Iker trazó en la arena de la playa los jeroglíficos que dominaba, los cuales formaban una frase que alababa el oficio de escriba. Luego, contempló la puesta de sol, miró largo rato aquel cielo estrellado y se durmió con la esperanza, mezclada con temor, de volver a ver la gigantesca serpiente.

Las ganas de comer pescado asado motivaron que tomara su caña de pescar y se dirigiera a la playa.

Una vez allá comprobó estupefacto que había sido cubierta por el mar.

Sin duda, era un fenómeno pasajero.

De todos modos, lanzó su sedal varias veces, sin obtener picada alguna. Extrañado, se zambulló y nadó un rato durante el cual no logró ver ni un solo pez.

Haciendo pie de nuevo, Iker advirtió que el mar seguía ascendiendo. ¿Y si la isla se hundía…?

Inmóvil, el muchacho presenció cómo el agua llegaba a sus pantorrillas; luego, a sus rodillas, y, por fin, a lo alto de sus muslos. A aquella velocidad, la isla del ka no tardaría en desaparecer.

Presa del pánico, Iker trepó a la palmera más alta, despellejándose las manos y los pies en el cometido.

Sin aliento, temblando, creyó ser víctima de un nuevo sueño al distinguir una vela blanca en la inmensidad azul.