No había ni el menor soplo de viento, y el calor se hacía abrumador.
Derrumbados en cubierta, la mayor parte de los marineros dormitaba. Incluso el capitán se había adormecido.
Iker acababa de cruzar los límites de la desesperación. Aquella tripulación de bandidos estaba decidida a desprenderse de él, sucediera lo que sucediese; no tenía ninguna posibilidad de huir.
El muchacho estaba aterrorizado ante la idea de hundirse en el mar, lejos de Egipto, sin el menor rito, sin darle sepultura. Más allá de la muerte física, aquello supondría la aniquilación, el castigo reservado a los criminales.
¿Qué fechorías había cometido para merecer semejante suerte?
Iker no era un asesino ni un ladrón, no podía ser acusado de mentira ni de pereza. Y, sin embargo, allí estaba, condenado a lo peor.
En la lejanía, el agua brillaba. Iker creyó que se trataba de un simple juego de reflejos, pero el fenómeno fue ampliándose. Lo que parecía una especie de barra comenzó a hincharse, tan de prisa como una fiera en el preciso momento de arrojarse sobre su presa. En el mismo instante, centenares de pequeñas nubes salidas de la nada invadieron el cielo hasta formar una masa negra y compacta.
Brutalmente arrancado de su sopor, el capitán, incrédulo, contemplaba aquellas fuerzas desenfrenadas.
—Nada anunciaba esa tormenta —murmuró, atónito.
—Despierta y transmite tus consignas —exigió Ojo-de-Tortuga.
—¡Las velas… arriad las velas! ¡Todo el mundo a su puesto!
Rugió el trueno con tal violencia que la mayoría de los marineros quedaron petrificados.
—Hay que sacrificar al chiquillo —recordó Cuchillo-afilado.
—Encárgate de eso —ordenó el capitán.
En cuanto lo desataran, Iker lucharía. Era evidente que no tenía posibilidad alguna de derribar a su adversario, pero moriría de manera digna.
—Prefiero rebanarte primero el gaznate —anunció el marinero—. Estarás algo vivo aún cuando te arroje por la borda, y el dios del mar quedará satisfecho.
Iker no pudo apartar su mirada de la hoja de sílex que iba a arrebatarle la vida.
Cuando comenzaba a abrir sus carnes, un rayo atravesó las nubes y se transformó en una lengua de fuego que abrasó a Cuchillo-afilado. El marinero cayó entre aullidos.
—¡La ola! —aulló a su vez Ojo-de-Tortuga—. ¡La ola es monstruosa!
Una pared de agua se abalanzaba sobre el barco.
Ninguno de los marineros, veteranos todos ellos, sin embargo, había visto nunca semejante horror. Petrificados, conscientes de la inutilidad de sus gestos, permanecieron inertes, con los brazos caídos y los ojos clavados en la ola que se abatió sobre El rápido con un terrible rugido.
Los dedos de su mano derecha tocaron algo blando y húmedo.
Arena… Sí, debía de ser arena.
De modo que el suelo del otro mundo era un desierto inundado por el insaciable mar, sin duda poblado por horrendas criaturas que devoraban a los condenados. Si tenía una mano aún, tal vez Iker poseyera también un pie, o acaso dos.
Aquellos dedos se movieron, y su mano izquierda también.
A continuación, el muchacho se atrevió a abrir los ojos y, luego, a levantar la cabeza.
Una playa.
Una magnífica playa de arena blanca. No lejos, distinguió numerosos árboles.
Pero ¿por qué resultaba tan pesado su cuerpo?
Iker descubrió que seguía atado aún por la cintura a un fragmento de mástil. A duras penas se liberó de las ataduras y se puso lentamente de pie, preguntándose todavía si estaba vivo o muerto.
En alta mar, los restos de El rápido iban a la deriva. La gigantesca ola había arrancado el mástil y a Iker para arrastrarlos hasta aquella isla inundada de sol y de lujuriante vegetación.
El muchacho sólo sufría unos arañazos y algunas contusiones.
Vacilante, dio la vuelta a la isla. Tal vez algunos marineros hubieran tenido la misma suerte que él, por lo que, en ese caso, debía estar dispuesto a combatir.
Pero la playa estaba desierta. El barco y su tripulación habían sido devorados por un mar enfurecido, y el único superviviente era Iker, la ofrenda prometida a la devoradora.
El hambre lo atenazaba.
El muchacho se encaminó hacia el centro de la isla, y en su exploración se topó con palmeras datileras, higueras, viñas e, incluso, un huerto donde crecían, entre otras hortalizas, pepinos, junto a una fuente de agua muy clara.
Iker se atiborró de fruta antes de pensar que no era, pues, el único habitante de aquel terruño perdido entre las olas.
¿Por qué el otro —o los otros— se ocultaban y cuál sería su comportamiento con el intruso?
Con el miedo en el vientre, Iker inspeccionó el lugar.
Su búsqueda le llevó a una conclusión: no había nadie, ni el menor rastro de vida. Su único compañero era su corazón. Pero un muchacho de quince años pronto habría agotado su provisión de recuerdos.
Exhausto por el exceso de emociones vividas, se durmió a la sombra de un sicomoro.
En cuanto despertó, Iker inspeccionó por segunda vez el terreno, sin más resultados. Advirtió que los grandes peces no vacilaban en acercarse a la playa, convirtiéndose así en fáciles presas. Con una rama y el resto de la cuerda con la que estuvo atado, el muchacho fabricó una caña de pescar, y utilizó una lombriz como cebo. Apenas su rudimentario anzuelo se zambulló en el agua, cuando una especie de perca lo mordió.
Allí, un superviviente no corría el riesgo de morir de hambre.
Pero era necesario encender una hoguera aunque no dispusiera del material que se acostumbraba a utilizar en Egipto. Por fortuna, Iker encontró dos pedazos de madera: uno tierno y otro más seco, alargado y puntiagudo, que hundió en el primero, que mantenía sujeto entre sus rodillas. Imprimiendo al segundo un movimiento de rotación lo más rápido posible consiguió provocar tanto calor que brotó la chispa, que alimentó con nervaduras de palmera muy secas. Una vez la hoguera tuvo la suficiente consistencia puso a asar su pescado.
Antes de probarlo tenía que cumplir con un deber esencial: agradecer a los dioses que le hubieran salvado la vida.
Cuando Iker procedió a levantar las manos por encima de la llama, en un gesto de plegaria, el trueno resonó, los árboles vacilaron y tembló la tierra.
Aterrorizado, el muchacho huyó, pero con tan mala fortuna que tropezó y su cabeza chocó violentamente contra el tronco de una higuera.