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El faraón estaba sano y salvo.

Levemente herido en el brazo izquierdo, Sekari recuperaba el aliento.

Sobek el Protector dirigió su jabalina hacia Iker, apoyado en la pared del corredor donde se amontonaban los cadáveres de los asiáticos.

—Acuso al hijo real de haber organizado ese atentado.

—¡Has perdido la cabeza! —protestó Sekari.

—¿Quién nos hizo creer que los terroristas habían abandonado Menfis? Iker y el cananeo… ¡Cómplices, ésa es la verdad!

El muchacho palideció.

—Por el nombre del faraón, juro que soy fiel al rey, y estoy dispuesto a dar mi vida para defenderlo.

Temiendo la violencia de Sobek, Sekari se interpuso.

—Como tú, somos víctimas de una manipulación. Nos han alejado de palacio, se han provocado incendios, los guardias han sido drogados. En cuanto hemos sospechado que era una trampa hemos regresado a toda prisa. Iker ha combatido con valor, podría haber muerto.

El furor del Protector remitió. Las explicaciones de Sekari no carecían de peso. Pero anteriormente Iker había intentado ya acabar con el monarca… ¿No sería éste un segundo intento, mejor organizado que el primero?

—La conducta del hijo real y su juramento deberían disipar tus sospechas —afirmó Sesostris—. Los verdaderos culpables yacen a tus pies.

—Asiáticos —advirtió Sobek—. Hemos eliminado a algunos, pero ¿cuántos quedan aún decididos a hacer daño?

El Anunciador tranquilizó a sus fieles.

—El atentado ha fracasado —reconoció—, pero ninguno de nuestros valerosos combatientes ha hablado. De lo contrario, la policía estaría ya aquí. Esos héroes irán al paraíso, podemos estar orgullosos de su valor y de su abnegación. Gracias a ellos, el tirano no se sentirá ya seguro en ninguna parte, ni siquiera en su propio palacio. Ya es hora de abandonar esta ciudad depravada. Shab, forma los grupos. Cada uno partirá en una dirección distinta para no llamar la atención del enemigo. Luego nos reuniremos en algún lugar seguro y distribuiré nuevas tareas. Nuestra lucha por la instauración de la verdadera fe no dejará de intensificarse.

Los adeptos, tranquilizados, recibieron sus consignas.

El Anunciador subió al piso y sacó de su escondrijo el cofre de acacia. Las armas que contenía no habían podido expresarse aún con todo su poder.

—Señor, lamento no haber participado en el combate —deploró Bina—. A Jeta-de-través le ha faltado sangre fría. Conmigo eso no hubiera ocurrido.

—Tendrás otras oportunidades para probar tu valor. Sesostris es un adversario excepcional, tiene grandes poderes. Sus dioses lo dotaron de extraordinarias cualidades, y sólo la superioridad del nuestro lo reducirá a la nada. El camino será largo, Bina, pues el enemigo es valeroso.

—Más hermosa será, así, la victoria.

—Sobek no consigue localizarnos. Pero no siempre gozaremos de esta ventaja. Debes aprender a mostrarte prudente, reina de la noche. Envuelve en tinieblas cada uno de tus actos.

A Shab el Retorcido no le llegaba la camisa al cuerpo. Con el cofre sobre su hombro izquierdo seguía al Anunciador, que hubiera tenido que abandonar Menfis con los demás en vez de dirigirse a casa del libanés. Pero tenía que obedecer a su maestro, aunque éste corriera riesgos desmesurados.

El Retorcido temía ser detenido en cualquier momento por una patrulla de policía. El Anunciador, en cambio, caminaba con pasos tranquilos, como cualquier ciudadano con la conciencia inmaculada. Hasta llegar a la morada del libanés no se produjo incidente alguno.

Cuando el Anunciador entró en el salón, el comerciante y Medes se levantaron.

—¡Sesostris sigue vivo! —exclamó Medes.

—Lo sé, amigo mío, lo sé.

—¡Van a detenernos a todos!

—Claro que no.

—Sobek interrogará a los heridos y hablarán.

—No lo creo —replicó el Anunciador.

—¿Cómo estar seguros de eso?

—A excepción de Jeta-de-través, lo que habían tomado los brutos que debían encargarse de acabar con el faraón les concedía muy poca vida. Aun en caso de éxito, todos habrían muerto una hora después.

Medes contempló aterrorizado al Anunciador.

—Habéis… habéis…

—La posibilidad de tener éxito era ínfima, pues el entorno mágico de Sesostris sigue siendo eficaz. Sin embargo, el resultado buscado se ha conseguido: ese régimen impío se sabe vulnerable. Y nada ni nadie le permite prever de dónde llegarán los golpes ni en qué momento se propinarán.

—¿Debo regresar en seguida a mi país? —preguntó el libanés.

—De ningún modo, mi buen amigo. Varios fieles se han marchado ya hacia el norte, pero tú vas a quedarte aquí, igual que los miembros de la organización principal, compuesta por comerciantes, peluqueros y mercaderes ambulantes. La dirigirás en mi nombre y me proporcionarás las informaciones con ejemplar lealtad, ¿no es cierto?

—¡Contad conmigo, señor! —exclamó el libanés, cuyas cicatrices, dolorosas de pronto, le recordaron la imperiosa necesidad de obedecer al Anunciador.

—Tu papel y el de nuestro aliado Medes son particularmente importantes. Me informaréis de lo que ocurre en Menfis y de las intenciones de Sesostris.

—Haremos lo que podamos, pero… ¿Podemos proseguir nuestras operaciones comerciales con el Líbano?

—No veo inconveniente alguno, siempre que nuestra causa se beneficie de ello.

—¡Así lo tenía yo entendido!

—¿Pensáis hacer una pausa antes de atacar de nuevo al faraón? —preguntó Medes.

—Debo desplegar mis fuerzas de modo distinto, pero no habrá pausa alguna. Por tu parte, obtén toda la información que puedas sobre Abydos. Mientras la acacia de Osiris tenga un soplo de vida, ninguna de nuestras victorias será decisiva. Pero muy pronto alcanzaremos el primer objetivo: lograr que ningún egipcio duerma tranquilo.

Cuando entraba en la sala de interrogatorios del cuartel principal de Siquem, el general Nesmontu recibió una carta de Sehotep en la que éste narraba los dramáticos acontecimientos de Menfis.

Las noticias caldearon la sangre del viejo militar y fortalecieron su deseo de descubrir a los cabecillas de la sedición cananea. Aunque estuviese aparentemente dominada, Nesmontu sentía que el fuego seguía ardiendo bajo las cenizas.

Frente a él, sentado en un taburete con las manos atadas a la espalda, un chiquillo de ojos coléricos.

—¿Por qué lo habéis detenido? —preguntó el general al soldado que lo vigilaba.

—Ha intentado clavarle un cuchillo por la espalda a un centinela. Se han necesitado tres hombres para dominarlo.

—¿Qué edad tienes? —le preguntó Nesmontu al prisionero, mirándolo directamente a los ojos.

—Trece años.

—¿Hablaste de tus intenciones con tus padres?

—Mis padres han muerto. El ejército egipcio los mató. Yo mataré a los egipcios. Siquem se rebelará porque tenemos un jefe.

—¿Cómo se llama?

—El Anunciador.

—Fue condenado y ejecutado.

—¡Tonterías! Nosotros, los cananeos, sabemos que eso es falso. Y tendréis pruebas de ello.

—¡Ah, caramba! ¿Y cuándo?

—En estos mismos momentos, el Anunciador desvalija una caravana al norte de Siquem.

—Pareces muy bien informado, bribonzuelo. Pero mientes como si respiraras.

—¡Veréis como no!

—Una temporada en la cárcel te pondrá la cabeza en su sitio.

—Sólo es un chiquillo —recordó el soldado.

—¡Un chiquillo dispuesto a matar! Aquí se aplica la ley egipcia, que estipula que, a partir de los diez años, un individuo es enteramente responsable de sus actos.

Cuando el general regresaba a su cuartel, su ayuda de campo le entregó un mensaje.

—Ha sido agredida una caravana al norte de la ciudad.

—¿Víctimas?

—Por desgracia, sí, pero también hay supervivientes.

—Tráemelos sin tardanza.

En cuanto llegó a Menfis, Nesmontu solicitó audiencia al faraón, que lo recibió de inmediato. Dada la importancia de las informaciones, Sesostris convocó al visir Khnum-Hotep, al Portador del sello Sehotep, al gran tesorero Senankh, a Sobek el Protector, al hijo real Iker y al agente especial Sekari.

—La investigación realizada por el general Nesmontu ha obtenido unos resultados inquietantes —declaró el rey—. Que exponga las circunstancias de su descubrimiento. Luego, tendremos que tomar decisiones.

—Una caravana acaba de ser atacada cerca de Siquem —revelo Nesmontu—. Los soldados que la escoltaban se han defendido valientemente, pero han sido vencidos por el número. Una patrulla ha ayudado a tiempo a dos supervivientes, un soldado y un mercader.

—El nuevo drama demuestra que es preciso reforzar nuestra presencia militar en toda la región sirio-palestina —estimó Senankh.

—Propongo también que se doblen las escoltas —dijo Sobek—. Eso disuadirá de organizar expediciones mortíferas a los merodeadores de las arenas, que se alían de buena gana con los cananeos.

—Son medidas necesarias —reconoció Nesmontu—, pero lo que los supervivientes me han comunicado podría hacerlas insuficientes. A su entender, el jefe de la banda de forajidos era un hombre de gran talla al que llamaban el Anunciador.

—El Anunciador ha muerto —recordó Sehotep—. Según tu propio informe, la población de Siquem acabó con él, rebelándose contra aquel falso profeta.

—Así lo creí, en efecto, pero es evidente que me equivoqué. El Anunciador parece muy vivo. Comparando los indicios recogidos durante los interrogatorios, tengo la sensación de que se va convirtiendo en el alma de la revuelta cananea. Incluso los niños parecen serle adictos y quieren combatir en su nombre.

—Si existe, se encuentra sin duda en la región sirio-palestina —advirtió Iker, cuya intervención provocó la incendiaria mirada de Sobek.

El jefe de todas las policías del reino nada había podido obtener del cananeo y de sus acólitos, enviados para atraerlo hacia una trampa. Todos habían sucumbido a sus heridas, recibidas durante el asalto.

—El Anunciador dispone, forzosamente, de varios grupos armados —prosiguió el general Nesmontu—. Se desplaza con frecuencia e intenta federar las tribus para formar un ejército dispuesto a enfrentarse a nosotros.

—¿Por qué no consigues detenerlo? —preguntó el visir.

—Conoce el terreno mejor que nosotros lo conoceremos nunca, y algunos espías le informan del menor despliegue de nuestras fuerzas. Sin embargo, he logrado una información fundamental: el mercader superviviente había oído ya al Anunciador predicando la guerrilla contra Egipto. Su verdadero nombre es Amu, y manda una antigua tribu cananea, famosa por su crueldad y su violencia.

—¡Basta con localizarlo, pues!

—Las familias que componen esta tribu nómada entraron en la clandestinidad tras la insurrección de Siquem. Formularon una promesa que toda la región se toma muy en serio: quien denuncie a un partidario del Anunciador al ejército o a la policía será ejecutado con el máximo salvajismo.

—¿Qué propones? —preguntó Senankh.

—Necesito un hombre muy valeroso, que disponga de la entera confianza de su majestad y sea capaz de ganarse la de Amu y sus íntimos. Tendrá que identificar las distintas ramas de la organización terrorista e informarnos con la mayor prudencia. Nosotros intervendremos en el momento propicio y aniquilaremos al enemigo de un solo golpe. Excluyo de antemano a un militar de carrera; son muy fáciles de descubrir.

—Yo soy, pues, el indicado —dijo Sekari.

—De ningún modo —objetó Iker—, sólo yo poseo los argumentos decisivos. ¿Acaso no intenté asesinar al rey?

Sobek dio un respingo.

—Majestad, os recomiendo una vez más que desconfiéis de este escriba.

—Bina y los asiáticos de Kahun no estarán muy lejos del lugar donde se oculte el Anunciador —prosiguió Iker—. No cabe duda de que han abandonado Menfis y preparan desde la región sirio-palestina los próximos atentados. Yo conseguí engañar a las autoridades, pero no a Sobek el Protector. A punto de ser detenido sólo tenía una única solución: huir, reunirme con mis cómplices, comunicarles lo que he sabido sobre palacio y reanudar con ellos el combate contra el tirano.

—¡Por fin confiesas! —exclamó Sobek.

Iker miró al jefe de todas las policías del reino.

—Puesto que no consigo convencerte de mi lealtad, mis actos hablarán por mí. O me reúno con mis cómplices, y acabarás matándome con absoluto júbilo, o me infiltro entre el adversario y transmito valiosas informaciones que permitan a su majestad extirpar el mal.

—Hay una tercera hipótesis que me parece mucho más realista —indicó Sekari—: fracasas y el Anunciador te da muerte entre atroces sufrimientos.

—Soy consciente del peligro que corro —admitió el hijo real—. Pero debo pagar una deuda y quiero ganarme la total confianza de los amigos de su majestad, incluida la de Sobek, cuya actitud no me sorprende. Cometí una grave falta, y ahora debo lavar mi corazón y llenarlo de justicia. Por eso imploro al faraón que me confíe esta misión.

Sesostris se levantó, indicando así el final del consejo.

Todos salieron en silencio, a excepción de Iker.

—Majestad, ¿puedo solicitar un favor antes de mi partida? Desearía volver a ver a Isis y hablar con ella por última vez.