El consejo restringido del faraón no se había perdido ni una sola palabra de las declaraciones de Iker.
—Por eso, Sobek el Protector no conseguía desmantelar la organización asiática implantada en Menfis —concluyó Senankh—. Esa pandilla de malhechores salió de la ciudad hace mucho tiempo y se refugió en Canaán, donde tiene numerosos cómplices.
—Ahora le toca al general Nesmontu resolver el problema —apoyó Sehotep—. Que extinga el deseo de revuelta deteniendo a los émulos de ese Anunciador y que proceda a llevar a cabo ejecuciones públicas, tras un resonante proceso. Mientras la reputación de ese rebelde aliente a los fanáticos, no reinará la paz en la región.
—Gracias al hijo real Iker —observó Khnum-Hotep—, hoy sabemos que Menfis fue sólo un lugar de tránsito para los terroristas, y que han regresado a sus bases de partida. Buena noticia, por una parte; por la otra, una amenaza muy presente. Si el enemigo agrupa sus fuerzas, se volverá temible.
—Yo soy más escéptico —declaró Sobek—. Si la verdad fuera ésa, Nesmontu nos habría comunicado más incidentes en Siquem.
—Su último informe es alarmista —recordó Sesostris—, pero el general espera elementos concretos antes de pronunciarse de un modo claro.
—¿Y si el hijo real hubiera sido manipulado? —preguntó Sobek.
—No minimicemos el éxito de Iker —recomendó Sehotep.
El Protector se mostró huraño.
—La conclusión se impone por sí misma —estimó el visir—. El mayor peligro sigue siendo Siquem. Por prudencia, mantengamos un cordón de seguridad alrededor de Dachur y de Abydos. En cambio, propongo restablecer aquí la libre circulación de bienes y personas.
El rey aprobó las palabras de su primer ministro.
Sobek miró a Iker con ojos desconfiados, como si sospechara que había mentido.
Los discípulos del Anunciador se prosternaron varias veces ante su señor. Luego, al unísono, pronunciaron una repetitiva plegaria a la gloria del dios de las victorias, que les daría la supremacía sobre el mundo.
Mientras que Shab el Retorcido participaba con fervor en la celebración, Jeta-de-través se aburría tremendamente. Aquella comedia le parecía fútil comparada con la única realidad digna de interés: la violencia. Gracias a él y a sus comandos, y sólo a ellos, triunfaría el Anunciador.
Cuando las letanías se extinguieron, Shab el Retorcido permaneció en éxtasis.
Jeta-de-través le propinó un codazo en las costillas.
—¡Vuelve, amigo! ¡No vas a caer, ahora, en ensueños infantiles!
—¿Por qué te muestras tan cerrado a las enseñanzas del Anunciador? ¡Te ofrecerían una fuerza que todos necesitamos!
—La mía me basta.
Cuando los discípulos hubieron regresado a su lugar de trabajo o a su puesto de observación, el Anunciador reunió al trío encargado de preparar el atentado que pondría fin al reinado de Sesostris.
Shab el Retorcido y Jeta-de-través se sorprendieron ante la transformación de Bina. Ya no era una guapa morenita, vivaz y juguetona, sino una temible seductora segura de su encanto. A pesar del desprecio que sentían por el sexo opuesto y de la convicción de su superioridad, los dos hombres hicieron ademán de retroceder ante ella.
—Bina pertenece ahora al primer círculo —reveló el Anunciador—. Le he transmitido directamente parte de mi poder para que se convierta en reina de la noche. Participará, pues, en nuestras operaciones de envergadura.
Ni Shab ni Jeta-de-través se atrevieron a emitir la menor protesta. En la mirada de Bina había un fulgor tan terrible que ni siquiera ellos deseaban provocarlo.
—¿Están preparados tus hombres? —preguntó el Anunciador a Jeta-de-través.
—La leña ha sido escondida en los lugares previstos. Cuando dé la señal, se iniciará la acción.
—Hablé largo rato con el aguador —añadió Shab el Retorcido—. Gracias a su charlatana lavandera, tenemos las informaciones necesarias. Por lo que al libanés se refiere, me entregó los frascos.
El Anunciador tomó dulcemente la mano de Bina.
—Es tu turno. Ahora te toca intervenir a ti.
—Jefe, el peluquero y el fabricante de maquillaje han desaparecido —dijo el policía.
—¡Cómo que han desaparecido! —exclamó Sobek el Protector—. Pero ¿no estaban vigilados?
—Claro que sí, pero de modo muy leve, para que no se sintieran descubiertos. Consiguieron escapar a la vigilancia de nuestros centinelas.
—¡Estoy rodeado de ineptos! —rugió Sobek.
—Jefe, hay algo más.
—¿Qué pasa ahora?
—El cananeo con el que habló el hijo real está preparando su equipaje.
—¡A ése no lo dejaremos escapar! Yo mismo me encargaré.
Sekari estaba entregado a una de sus ocupaciones favoritas: dormir. Sin tener preferencia alguna porque se le pegaran las sábanas, por una larga siesta y por una buena noche, se zambullía siempre en el sueño con ejemplar facilidad y no lo abandonaba de buen grado.
—Despierta —exigió Iker sacudiéndolo.
—¡Ah!… ¿La cena?
—El cananeo me ha mandado un mensaje. Debo reunirme con él al sur de la ciudad. El rey quiere que me sigas.
Sekari se puso en pie de inmediato.
—Eso no me gusta, Iker.
—Tal vez me proporcione un medio de reunirme con mis supuestos aliados.
El guardia le cortó el paso a Bina, impidiéndole entrar en la cantina de los soldados.
—¿Adonde vas con ese cesto?
—Es un regalo del visir.
—Ábrelo.
El soldado descubrió unos frascos.
—Unos contienen aceite de primera calidad para cocinar —explicó Bina—; otros, un ungüento que calma los dolores. Me han dado órdenes de que se los entregue al cocinero.
—¿Desde cuándo trabajas en palacio?
—Desde siempre —afirmó la muchacha, incitante—. A ti, en cambio, nunca te había visto.
—Es normal, acaban de destinarme aquí.
—Deberíamos conocernos mejor, ¿no te parece?
El guardia se estremeció, Bina sonrió.
—Buena idea.
—¿Estás libre mañana por la noche?
—Mañana por la noche… es posible —murmuró ella, haciéndose la remolona.
Bina tomó un frasco, lo destapó, humedeció su índice y lo pasó dulcemente por el cuello del hombre, que creyó deshacerse de placer.
—Hasta pronto, apuesto militar.
Tampoco el cocinero fue difícil de seducir. A Bina le resultó muy fácil derramar aceite en las marmitas donde se cocían los platos destinados a los centinelas que hacían guardia a partir de las primeras horas de la noche. Caerían en un sueño comatoso del que, en su mayoría, no despertarían. En cuanto a los soldados que aún estaban despiertos, los hombres de Jeta-de-través se encargarían de ellos.
—El tipo no está solo, jefe —le dijo un policía a Sobek—. Hay al menos dos más en la terraza. Y, sin duda, otros en el interior. Hemos dado con un nido de cananeos.
El crepúsculo facilitaría el arresto.
Sobek mandó a un explorador.
Cuando se acercaba a la casa sospechosa, una piedra lanzada por una honda le dio en el hombro.
—¡Esos bandidos nos esperaban! —advirtió el Protector—. Que los rodeen. Yo regresaré a palacio y os mandaré refuerzos. En cuanto lleguen, iréis al asalto.
Sobek experimentaba la penosa sensación de haber sido engañado. Si seguía dirigiendo la operación, permanecería demasiado tiempo lejos del rey. Y su instinto lo empujaba a reunirse con él lo antes posible.
—El mensaje, sin embargo, indicaba esa casa —confirmó Iker.
—Parece abandonada —advirtió Sekari.
—En Kahun me reunía con Bina en una choza como ésa.
—Dicho de otro modo: probablemente te ha tendido una trampa. Quédate aquí.
—Sekari…
—No temas, estoy acostumbrado.
Iker no comprendía nunca cómo Sekari, aparentemente tan pesado, se transformaba en un genio volador al que ningún obstáculo molestaba. Desapareció con increíble agilidad y no tardó en salir de nuevo.
—La choza está vacía. El mensaje era sólo una trampa. Han querido alejarnos. ¡Pronto, volvamos a palacio!
Una decena de incendios se iniciaron al mismo tiempo en los alrededores de palacio. La leña ardía a las mil maravillas, y las llamas llegaban hasta muy arriba y sembraban el pánico.
Uno de los focos amenazaba un edificio administrativo y varios guardias, apostados en el exterior, corrieron a echar una mano a los insuficientes aguadores.
—Vamos allá —ordenó Jeta-de-través a sus quince comandos armados con espadas cortas.
A pesar de su valor, el centinela que permanecía ante la entrada principal fue aniquilado muy pronto.
En el interior, el veneno de Bina se revelaba eficaz. La mayoría de los soldados yacían por el suelo del refectorio, y otros, en los pasillos. Algunos seguían de pie aún, medios dormidos; sólo un puñado, que no habían comido, se hallaban en condiciones de combatir.
Frente a la oleada no resistirían largo rato.
Sesostris acababa de tenderse en la cama.
Fueran cuales fuesen las múltiples ocupaciones que llenaban su interminable jornada de trabajo, el monarca no dejaba de pensar en el árbol de vida. Eje que unía la tierra al cosmos y columna vertebral de Osiris resucitado, preservaba los valores fundamentales utilizados como materiales por una cofradía de sabios durante la construcción de Egipto.
Gobernando con rectitud, el rey contribuiría a la salvaguarda de la acacia. Cada acto justo producía un alimento, cada celebración ritual emitía un poder capaz de rechazar las fuerzas del mal.
De pronto se oyeron gritos y ruido de armas que chocaban.
El rey se levantó, tomó una espada y abrió la puerta de su habitación.
En el corredor, el último guardia sucumbía. Sólo dos de los comandos de Jeta-de-través habían caído.
Se hizo un pesado silencio.
Todas las miradas convergieron en el gigante, cuya tranquilidad dejó pasmados a sus agresores.
Incluso Jeta-de-través, que no sabía lo que era el miedo, retrocedió.
—¡Es él —murmuró—, es el faraón!
Los asiáticos inclinaron sus armas.
—¡No es más que un hombre! Está solo, y nosotros somos muchos, no tiene posibilidad alguna de vencernos. ¡Al ataque!
Tras un largo instante de vacilación, uno de los agresores se decidió. Aunque el brazo del faraón apenas se había movido, un sangriento surco se abrió en el pecho del asiático, que cayó pesadamente de espaldas.
Otro asaltante, deseoso de vengar a su compañero, corrió la misma suerte.
Con una cólera mezclada con desdén, Sesostris contemplaba a sus enemigos.
—¡Todos juntos! —aulló Jeta-de-través.
Sus hombres le habrían obedecido si dos de ellos no hubieran sido derribados por Sekari e Iker, que manejaban garrotes tomados de los cadáveres de los guardias.
—¡Larguémonos! —gritó un asiático, convencido de que llegaban refuerzos.
Sin embargo, no fue muy lejos, pues se topó con un Sobek enfurecido cuya lanza lo atravesó de parte a parte.
Jeta-de-través decidió abandonar a su equipo, tomó por un corredor vacío y saltó por una ventana.
Y, aprovechando la confusión general, desapareció en la noche.