Iker no podía rechazar una invitación para cenar en casa de Sehotep.
La elegante morada del Portador del sello real era una maravilla: ramos de flores en cada estancia, sutiles perfumes, muebles refinados, vajilla de alabastro, pinturas que representaban grullas, cigüeñas y garzas, baldosas de delicados matices… En cuanto al personal, a excepción de un cocinero cuya redondez demostraba su gula, se componía de encantadoras muchachas, levemente vestidas con velos de lino y cubiertas de joyas.
—Participar en el gobierno de Egipto es una tarea bastante dura —observó Sehotep—. A cada cual, su método para relajarse un poco: éste es el mío. Tú, hijo real, pareces mucho más serio. ¿Es cierto que te pasas las noches leyendo viejos tratados de sabiduría?
—Marcaron el comienzo de mi educación y siguen ofreciéndome incomparables alimentos.
—Ya sé que a los escribas se les recomienda no embriagarse, pero ¿aceptaría, de todos modos, el ex estudiante de derecho una copa de vino? Este gran caldo procede de mi viñedo de Imau, y el propio rey lo aprecia.
Iker no se hizo de rogar. La cena fue una especie de obra maestra que culminó con unos sabrosos riñones en salsa.
—Sin querer halagarte —dijo Sehotep—, me parece notable tu modo de adaptarte a esta corte tan difícil de descifrar. Ni yo mismo conozco aún todos sus entresijos. Y tú has decidido ignorarlos. Es inútil decir que tu nombramiento levanta tormentas y envidias. Piensa en el número de familias ricas deseosas de ver a su retoño adoptado como hijo real… Y he aquí que un simple escriba provinciano es distinguido por su majestad. Todos esperaban verte triunfante y desdeñoso. Por el contrario, das pruebas de una discreción tan ejemplar que se hace sospechosa. Además, el rey te concede largas entrevistas a solas. ¿Imaginas las suposiciones y las angustias? Cada dignatario teme por su puesto y por sus privilegios. ¿Quieres ocupar el lugar de alguien?
—No.
—Eso es poco verosímil, Iker.
—El faraón me ofrece un inigualable tesoro al abrirme el corazón a realidades espirituales que yo percibía confusamente, sin ser capaz de formularlas. Recoger semejantes enseñanzas es una suerte increíble de la que espero mostrarme digno.
—¿Eres consciente de que hay tormentas que amenazan esa tranquilidad?
—El rey me prepara para duros combates.
A Sehotep le gustó la franqueza y la lucidez de Iker. Al igual que Sobek el Protector, tenía reservas sobre la personalidad del hijo real y quería conocerla mejor.
Ahora se sentía tranquilizado y lamentaba haber dudado de Sesostris.
—¡Por fin, majestad, por fin! —exclamó Sobek—. Sabía que mis hombres conseguirían algún resultado, pero el tiempo se me hacía muy largo. Sospechamos de un peluquero ambulante que trabaja en un barrio cerca del puerto. Uno de mis informadores forma parte de sus clientes regulares, suelen hablar libremente de cualquier cosa. Su última conversación se refirió al peligro que podrían representar unos asiáticos llegados de Siquem que se habían instalado clandestinamente en Menfis. El peluquero los considera buena gente, cuyas recriminaciones están justificadas. ¿No será demasiado dura nuestra ocupación militar? ¿No merece el país de Canaán una total independencia, para desarrollarse mejor?
—Dicho de otro modo, el sospechoso apoya a los terroristas.
—Aunque deplora la violencia, comprende sus reacciones. El tipo juega a ser humanista, como algunos intelectuales decadentes de vuestra corte, cuya única ocupación consiste en seguir la dirección del viento.
—No estás haciendo muchos progresos en el campo de la diplomacia.
—Eso es del todo inútil cuando se persigue a criminales, majestad. Un policía blando, indeciso y quejumbroso pone en peligro la existencia de sus colegas.
—¿Ha dicho ese peluquero otras palabras subversivas?
—Mi informador no hizo demasiadas preguntas, pues advirtió que el charlatán lamentaba haber ido demasiado lejos. Pero por fin tenemos un eslabón de la cadena. Romperlo sería estúpido; utilicémoslo para ir ascendiendo por la jerarquía. Retiraré mi peón del juego; necesito, pues, un hombre nuevo y lo bastante creíble para que el peluquero le diga algo más.
—¿En quién estás pensando?
—Me siento desconcertado, majestad. Ese tipo de malhechores identifican instintivamente a un policía, por muy experto que éste sea. Además, nuestra operación debe llevarse a cabo en el mayor secreto, lo que excluye a un dignatario de la corte.
—Así pues, no queda más que un candidato: Iker. Sigue siendo un desconocido en Menfis.
—Iker, el hijo real…
—Si no me equivoco, ésta es la prueba que tanto estabas esperando.
—Hermosos cabellos, sanos y espesos, muchacho. ¿Qué deseas: la cabeza afeitada, un corte a la moda, ondulaciones?
—Que los dejes cortos, sencillamente.
—Siéntate en ese taburete de tres patas —indicó el peluquero—, y mantén recto el busto.
Sobre una mesa baja estaba dispuesto el material del fornido y simpático artesano: varias navajas de afeitar, de distintos tamaños, pinzas para ondular, tijeras y un bol que contenía agua con natrón.
Iker era el primer cliente de la mañana. Los demás esperarían, prolongando su noche, jugando a los dados o chismorreando un poco.
—Tus cabellos están limpios y no necesito lavarlos. ¿Eres nuevo en el barrio?
—Soy escriba y vengo del sur. He oído decir que aquí, en Menfis, un escribano público se gana bien la vida.
—Con el número de reclamaciones que hay dirigidas a la administración no te faltará de nada.
—¿No desea el visir facilitar el día a día de los más humildes?
—Eso es lo que dice, pero nadie cree en los espejismos.
—Yo creo que tiene las manos atadas.
—¿Por qué dices eso, muchacho?
—Porque nadie puede oponerse a la voluntad de un tirano.
La navaja quedó unos segundos suspendida en el aire.
—No estarás hablando de…
—No es necesario que pronuncie su nombre, ya sabes a quién me refiero. No todos somos corderos baladores, y sabemos muy bien que sólo la revuelta nos devolverá la libertad.
—¡Habla en voz más baja! Palabras como ésas podrían llevarte a la cárcel.
—Otros me sustituirían. Ya escapé de la policía durante la matanza de Kahun.
—¿Estabas allí?
—Ayudé a mis amigos llegados de Asia. Esperábamos apoderarnos del ayuntamiento, pero fuimos traicionados. Yo conseguí escapar. Lamentablemente, muchos de los nuestros cayeron. Los egipcios lo pagarán.
—¿Te buscan, acaso?
—Sobek el Protector sueña con capturarme —confesó Iker—. Y a mí me gustaría encontrar a la joven asiática que estuvo a punto de llevarnos a la victoria. Pero supongo que murió…
—¿Cuál es su nombre?
—Si está viva aún, la pondría en peligro al revelártelo. Tú eres un pobre peluquero y sufres la tiranía como la mayoría de la gente.
—Te equivocas, muchacho. También yo lucho, a mi modo.
—¿Realmente tienes ganas de combatir al déspota?
—¡Y no te he esperado para empezar! Tu joven asiática se llama Bina.
Iker pareció pasmado.
—¿La… la conoces?
El peluquero se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Está viva, entonces?
—Afortunadamente para nosotros.
—¿Dónde puedo encontrarla?
—Me pides demasiado.
—¡Sin Bina estoy perdido! Antes o después seré detenido. A su lado puedo ser útil aún.
—Yo no sé casi nada. En cambio, conozco a alguien que tal vez pueda informarte: el fabricante de maquillaje que hay al fondo de la calleja, enfrente. Dile que vas de mi parte.
El consejo, presidido por el rey, escuchó el detallado informe de Iker.
—Sin duda es una trampa —estimó Sehotep—. Es inútil seguir adelante.
—Al contrario —objetó Sobek—. ¿Por qué no hemos conseguido descubrir la organización de los asiáticos implantada en Menfis? Pues porque están perfectamente aislados unos de otros. El peluquero se mantiene en su papel, es uno de los múltiples peones sin importancia. Pero Iker se ha ganado su confianza y eso le permite seguir tirando del hilo.
—Comparto el análisis —aprobó Senankh.
—¿Y si el peluquero fuera sólo una trampa? —sugirió el visir.
—Iker no tiene el aspecto ni la forma de actuar de un policía —declaró Sobek—. El peluquero y él han dado, cada uno por su parte, un paso hacia el otro, mencionando Kahun y a Bina. De modo que no hay peligro alguno en proseguir esta infiltración.
—¿Qué decides, Iker? —preguntó el rey.
—Continúo, majestad.
El fabricante de maquillaje abastecía a los principales médicos de la ciudad. Combinando sustancias[24] como la galena —sulfuro de plomo—, la cerusa —carbonato de plomo—, la pirolusita —bióxido de manganeso—, la crisocola —silicato de cobre hidratado— y la malaquita obtenía notables productos de belleza. Pero no se limitaba a eso y creaba, también, productos de síntesis, como la fosgenita y la laurionita. Añadía a sus maquillajes virtudes terapéuticas que permitían prevenir o cuidar el tracoma, el leucoma y la conjuntivitis.
Cuando el técnico estaba procediendo a preparar una mezcla, Iker llamó a la puerta de su laboratorio.
—Estoy ocupado.
—Vengo de parte del peluquero.
—¿Quién eres?
—Un aliado de Bina. En Kahun participé en la revuelta contra el tirano. Hasta ahora, he conseguido esconderme en Menfis, pero quisiera reunirme con mis amigos.
—Descríbeme al peluquero.
Iker lo hizo.
—En Kahun, el alcalde vive en una modesta morada —prosiguió el fabricante de maquillaje—. Sin embargo, le gusta ponerse ropa excéntrica y costosa.
—De ningún modo —rectificó Iker—. Vive en una villa inmensa donde trabajan numerosos empleados y viste de un modo tradicional.
—Bina es demasiado vieja para reanudar el combate.
—¡Es muy joven y hermosa!
—Dame la contraseña que te reveló el peluquero.
Una catástrofe.
El peluquero no tenía, pues, confianza alguna en Iker. Debía encontrar de inmediato una contraseña plausible, tal vez «Bina», «Kahun» o «revuelta», pero sus posibilidades de éxito eran ínfimas, por lo que el escriba decidió hacer uso de la sinceridad.
—No me dio ninguna; se limitó a decir que podríais ayudarme.
El perfumista pareció satisfecho.
—Sal de aquí, toma por la segunda calleja a la izquierda y entra en la primera casa a tu izquierda. Luego, espera.
Iker debería haber dado cuentas a Sobek de esa nueva etapa, pero temía ser vigilado por algunos terroristas. Además, el hombre acosado que afirmaba ser no debía perder ni un segundo en dirigirse a aquel lugar.
La puerta se cerró a su espalda.
Sumido en la oscuridad, el vestíbulo de la pequeña casa blanca le pareció siniestro. Si lo agredían, Iker no vería llegar los golpes.
—Sube la escalera —ordenó una voz enronquecida.
Iker fue consciente entonces de su imprudencia. Sobek no sabía dónde se encontraba, ningún policía acudiría en su ayuda.
Y si el joven escriba era confrontado a algunos de los asiáticos a los que conocía, ¿sabría mostrarse convincente?
Nunca había visto al hombre que lo recibía. Bajo, de mediana edad, no parecía muy temible.
—¿Qué deseas, muchacho?
—Reunirme con Bina y mis aliados asiáticos, proseguir con ellos nuestro combate contra el tirano.
—Ya no residen en Menfis.
—¿Adonde han ido?
—A Siquem, con el Anunciador.
—El Anunciador… ¡hace mucho tiempo que ha muerto!
—Nadie puede matar al Anunciador. Propagará el fuego divino por toda la región sirio-palestina. Nosotros, los cananeos, expulsaremos a los egipcios de nuestro territorio, formaremos un inmenso ejército y derribaremos el trono del faraón.