La reunión de los miembros de la Casa del Rey acababa de terminar. Sehotep salió de la sala del consejo y, con paso firme, fue al despacho de Medes. Éste dejó inmediatamente de dictar su correo y ordenó a sus ayudantes que abandonaran el lugar.
—Estoy a vuestra disposición, Portador del sello real. ¿Cuántos decretos ha formulado su majestad?
—Uno solo. Esta vez no tendrás mucho trabajo. Pero el texto debe estar redactado hoy mismo, y los mensajeros del correo real tienen que partir mañana para difundirlo por las provincias. Si es necesario, dobla los equipos.
Una vez más, Medes era uno de los primeros informados de una decisión de Sesostris. Dada la urgencia, no podría beneficiarse de ello.
—El texto es muy corto —dijo Sehotep—: el faraón concede plenos poderes al general Nesmontu y le encarga que ahogue cualquier intento de revuelta en Canaán. De ese modo, ningún habitante de la región dudará de nuestra decisión.
—¿Acaso tememos un nuevo levantamiento?
—Según el último informe de Nesmontu, el Anunciador no estaría del todo muerto.
—No comprendo…
—Aquel enfermo mental fue efectivamente ejecutado, pero han sobrevivido algunos discípulos y lo reivindican con la intención de sembrar disturbios entre la población. Por eso Nesmontu debe dar pruebas de una firmeza ejemplar.
—Conociendo al general, podemos estar tranquilos.
—Afortunadamente, Medes.
—Me gustaría contratar a nuevos mensajeros y aumentar el número de barcos de transporte para mostrarme más eficaz aún. Mejorar la rapidez de nuestras transmisiones me parece esencial.
—Defenderé tu causa ante el gran tesorero Senankh.
—Os lo agradezco.
La información no carecía de interés. Así pues, el general Nesmontu se topaba con graves dificultades en Canaán. Mientras hacía creer en su desaparición, el Anunciador seguía debilitando al ocupante.
Aquel decreto real parecía un reconocimiento de debilidad. Incapaces de erradicar la guerrilla, el rey y el general intentaban aterrorizar a la población. Si la región se inflamaba, ¿qué quedaría del prestigio de Sesostris?
Según su costumbre, Medes llevó a cabo su tarea con rigor y diligencia. Todos sus empleados conocían su intransigencia: al primer error, despido. De modo que el servicio del secretario de la Casa del Rey era puesto como ejemplo, incluso por el visir.
Mientras Medes iniciaba la redacción definitiva del decreto, utilizando la terminología oficial, se presentó un visitante inesperado: Iker, el maldito escriba que debería haber desaparecido desde hacía mucho tiempo.
Medes se levantó y se inclinó.
—¡Esta visita me honra, hijo real!
—Vengo en misión oficial, por orden de su majestad.
—Trabajamos todos, y en todas las circunstancias, con la firme voluntad de darle satisfacción. ¿Puedo añadir, a título personal, que me satisface mucho vuestro nombramiento? La corte no podrá impedir las críticas, pero sus chismes perderán fuerza muy pronto. Cuando me necesitéis, no vaciléis ni un instante en decírmelo.
—Vuestra amistad me es muy valiosa, Medes. El rey me ha pedido que le llevara el nuevo decreto a Djehuty, el alcalde de la ciudad de la pirámide de Dachur, y que compruebe las medidas de seguridad.
—Han corrido muchos rumores sobre el último incidente. Espero que la pirámide real no haya sufrido daños.
—El ataque de los terroristas fracasó. El monumento está intacto, y su construcción concluirá muy pronto.
—Algunos afirman que os comportasteis como un héroe.
—Se equivocan, Medes.
—¡No os subestiméis, Iker! Muchos fanfarrones que proclaman su valor huyen ante el menor peligro. ¡Vos os enfrentasteis con temibles bandidos!
—El mérito de la victoria corresponde a Djehuty. Gracias a su sangre fría evitamos lo peor.
El muchacho no mencionaba la decisiva intervención de Sekari por necesidad de respetar el secreto. Muy pocos conocían el papel real de su amigo.
—Tendré el documento a vuestra disposición mañana por la mañana —prometió Medes—. Felicitad de mi parte a Djehuty y deseadle que se mejore. La construcción de la pirámide de Dachur será uno de los numerosos hitos del reinado.
Cuando Iker se hubo marchado, Medes rumió su cólera.
Sabía juzgar a sus adversarios, y éste era especialmente peligroso. Naturalmente, el secretario de la Casa del Rey se comportaría como un perfecto cortesano y no dejaría de halagar al hijo real, pero esa técnica sería sin duda insuficiente. Habría que arrebatarle poco a poco el crédito ante los dignatarios, haciéndoles comprender que aquel escriba era sólo un intrigante, un provinciano ambicioso carente de competencia y de envergadura y, peor aún, que dañaba la reputación del monarca. Actuando poco a poco, Medes iría destilando un eficaz veneno.
De momento tenía algo urgente que hacer: ponerse de nuevo en contacto con el libanés.
El aguador podía estar satisfecho de su trabajo de hormiga. Semana tras semana había conseguido contratar a algunos informadores eficaces, especialmente, miembros del personal de limpieza de palacio. Una de las mujeres del servicio observaba las idas y venidas de Medes. Por lo que se refiere a la rica morada del secretario de la Casa del Rey, estaba bajo vigilancia desde hacía mucho tiempo.
Por orden del Anunciador, el libanés comprobaba que Medes se comportase como un aliado leal. Al anunciarle su visita, el comerciante no se sorprendió. Las últimas turbulencias no debían de tranquilizar al alto dignatario, que persistía en seguir el procedimiento habitual con la máxima prudencia.
—Queridísimo amigo, ¿cómo os encontráis?
—¿Qué ocurrió en Dachur?
—Sentaos, Medes, y probad algunas golosinas.
—¡Quiero saberlo, y en seguida!
—No perdáis los nervios.
—Para que nuestra colaboración sea duradera excluyo entre nosotros la menor sombra.
—Estad tranquilo, el Anunciador no lo entiende de otro modo. Dachur fue atacado por un valeroso comando, pero, por desgracia, una inesperada resistencia no le permitió alcanzar su objetivo: dañar la pirámide. Así pues, seguirá produciendo energía. Dadas las recientes medidas de protección, un nuevo ataque, al menos inmediatamente, sería una locura.
—Iker, el hijo real, fue el responsable de ese fracaso. El muchacho perjudica nuestros intereses. Es preciso suprimirlo.
El libanés esbozó una leve sonrisa.
—¿Suprimirlo o utilizarlo?
—¿De qué modo?
—Al Anunciador le gusta mucho el ardor que anima a ese escriba y sabe cómo manejarlo. Este problema quedará resuelto.
—¿Cuándo volveré a ver al Anunciador?
—Cuando él lo decida. Está en lugar seguro y mantiene la situación bajo control. ¿Y si nos felicitáramos por nuestros éxitos, mi querido Medes? Nuestro comercio de madera preciosa funciona muy bien y, según creo, os proporciona una suculenta fortuna.
El alto dignatario no lo negó. El sistema funcionaba a la perfección.
—Ha llegado la hora de deciros algo más sobre mis decisiones —prosiguió el libanés—. Cuando conozcáis sus razones, quedaréis definitivamente implicados en nuestra encarnizada lucha contra vuestro propio país.
Sin dejar de ser untuoso, el tono del libanés se preñó de amenaza.
—No tengo la intención de renunciar a ello —afirmó Medes.
—¿Ni siquiera cuando sepáis que los productos importados están destinados a causar la muerte de vuestros compatriotas?
—He eliminado ya a algunos aguafiestas. Puesto que ése es el precio que hay que pagar para derrocar a Sesostris y modelar el país con el que soñamos, no habrá vacilación alguna.
El libanés esperaba mayor resistencia, pero el secretario de la Casa del Rey parecía haber ahogado cualquier sensibilidad para lograr mejor sus fines. En adelante, adepto incondicional de isefet, activo compañero del Mal, cuyo poder y necesidad no discutía ya, Medes no retrocedería.
—Hablemos primero del láudano que tanto gusta a vuestros perfumistas —prosiguió el libanés—. Algunos de nuestros frascos no sólo contienen el valioso producto, sino también una droga que acabará con algunos obstáculos. Pasemos, ahora, a los frascos de embarazo, que por lo general están llenos del aceite de moringa con el que se untan las mujeres preñadas. Nuestras dientas pertenecen a la mejor sociedad, llevan en su seno la futura élite del país. ¿Por qué dejar que prospere cuando disponemos de un medio para aniquilarla antes incluso de que nazca?
Medes, estupefacto, dejó de mirar al comerciante como un vividor cálido y simpático.
—No vas a decirme que…
—Cuando el Anunciador lo haya decidido, sustituiremos el aceite de moringa por otra sustancia que provocará un importante número de abortos. ¿Os contraría, acaso, tan hermoso proyecto, Medes?
El secretario de la Casa del Rey tragó saliva. De pronto, su combate tomaba un giro inesperado. Aquella violencia no entraba en sus planes, pero ¿no debía prevalecer la eficacia? Aliarse con el Anunciador daba otra dimensión a la guerra subterránea contra el faraón.
—No estoy escandalizado en absoluto.
—Lo celebro, querido aliado. ¿Comprendéis ahora por qué organicé este comercio? Y eso no es todo. Los ritualistas, los escribas y los cocineros egipcios utilizan distintos aceites. No pensamos, pues, restringir nuestra acción a las mujeres preñadas.
¡Perspectivas vertiginosas pero extremadamente fascinantes! Herida de muerte, la sociedad faraónica se derrumbaría por sí misma ante la asustada mirada de las impotentes autoridades.
—El éxito exigirá coordinación y destreza —precisó el libanés—. Nuestras redes serán operativas en un futuro próximo, pero no olvidemos a nuestro temible adversario: el faraón. Mientras siga reinando, encontrará la energía necesaria para afrontar las peores pruebas.
—Por desgracia, Sobek el Protector ha regresado —recordó Medes—. Creí haberle asestado un golpe fatal, pero ese maldito policía tiene la piel dura.
—Somos perfectamente conscientes de ello y no desdeñamos su capacidad para perjudicarnos. Sin embargo, hoy parece posible tener éxito donde fracasamos.
—¿Un atentado contra Sesostris? ¡No puedo creerlo!
—Los métodos clásicos resultarían inútiles, lo acepto. Pero estoy hablando de armas nuevas. Sea cual sea el número de guardias, conseguiremos librarnos de ellos. Necesito vuestra ayuda, Medes. Me hace falta un plano preciso del palacio, informaciones sobre las ocupaciones del monarca y el dispositivo de seguridad que lo rodea.
—¿No sospecharán de mí si el faraón sobrevive?
—No hay riesgo alguno, dejaremos rastros que permitan identificar a los culpables. Cuando os revele la fecha y la hora, procurad que se os vea muy lejos de palacio, y forjaos una buena coartada. Si Sesostris desaparece, nuestra conquista será más rápida de lo previsto.