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En el barrio de Menfis donde residía su jefe supremo, los discípulos del Anunciador permanecían en estado de alerta. Panaderos, vendedores de sandalias y peluqueros se habían mezclado tan bien con la población que nadie podía suponer que pertenecieran a una organización latente.

Desde la llegada de Bina, Ibcha y sus hombres, puestos de inmediato a cubierto en casa segura, los centinelas se habían multiplicado y vigilaban los alrededores, tanto de día como de noche. Ni un solo policía se aventuraba por el dominio del Anunciador sin ser descubierto de inmediato. Y el aumento de las rondas no preocupaba a los asiáticos, puesto que inocentes paseantes se relevaban para anunciar su paso.

En el primer piso de la tienda donde se vendían esteras y cestos, el Anunciador no dejaba de predicar. Por turnos, los discípulos recogían sus palabras sin estar autorizados a hacer la menor pregunta. Como único intérprete de un dios decidido a conquistar el mundo, profería una verdad absoluta y definitiva.

El Anunciador, tomando un poco de sal entre dos sermones, machacaba un discurso repetitivo, destinado a penetrar poco a poco en los espíritus de admirados oyentes. No tendrían otra educación ni otra cultura, pero aquélla les bastaba ampliamente para combatir hasta el triunfo final.

Shab el Retorcido bebía las palabras de su maestro, sobre todo cuando anunciaba el exterminio de los blasfemos y la absoluta sumisión de las mujeres, demasiado libres en la sociedad egipcia. Como perfecto perro guardián, Shab no olvidaba filtrar a los bienaventurados a quienes se permitía recoger las enseñanzas. Ante la menor duda, sujetaban al sospechoso y lo entregaban al Anunciador.

La voz suave y hechicera se apagó, y los discípulos se retiraron.

—Llama a Jeta-de-través —ordenó el Anunciador al Retorcido—. Por fin aprovecharemos las numerosas jornadas de entrenamiento de sus guerreros.

—¿Golpearemos… en la cabeza?

—Exactamente, amigo mío.

—¿Seremos lo bastante numerosos?

El Anunciador esbozó una sonrisa indulgente.

—No te pongas nervioso y ten fe. Gracias a nuestros nuevos aliados, dispondremos de las informaciones necesarias. Por nuestra parte, provocaremos tal espanto en la ciudad que desaparecerán la mayoría de los obstáculos. Haz que recojan leña seca y trapos, para distribuirlos luego a nuestros fieles. Muy pronto, el fuego de Seth caerá sobre esta impía ciudad. Ahora, perfeccionaré la formación de Bina.

El Retorcido hizo una mueca.

—Maestro…

—¿Qué ocurre, Shab?

—Maestro, no tengo la menor intención de discutir vuestras decisiones, pero la tal Bina…

—¿Qué le reprochas?

—Que sea una mujer.

El Anunciador posó suavemente la mano en el hombro del Retorcido.

—Dios nos enseña que las mujeres son criaturas inferiores y deben permanecer confinadas en sus casas para servir a sus maridos y a sus hijos. Pero estamos en guerra y utilizo múltiples armas, incluso las más sorprendentes. Bina es, precisamente, una de ellas. Los egipcios son tan ingenuos que no pueden concebir que una hermosa muchacha sea más peligrosa que un ejército bien entrenado. Pero aún debo terminar su transformación.

El Anunciador entró en la estancia oscura donde Bina permanecía encerrada desde su llegada a Menfis. Por sus venas corría ahora una sangre nueva, cuya cantidad debía aumentar aún para que se convirtiera en una asesina implacable al servicio de la causa. Nadie sería más feroz que aquella fiera.

—Bina, despierta y mírame.

Inanimada, replegada sobre sí misma, la morena comenzó a revivir al oír la voz de su señor. Echó la cabeza hacia atrás y se irguió lentamente, con la mirada perdida en el infinito, y permaneció petrificada en el centro de la habitación.

El Anunciador hizo girar el muro del fondo y sacó de su escondrijo el cofre de acacia que contenía la reina de las turquesas.

—Tras haber expuesto al sol esta valiosa piedra procederé a tu última animación —indicó—. Luego, me pertenecerás en cuerpo y alma, y tu obediencia será total.

El Anunciador corrió una cortina, formada por dos esteras unidas.

Un rayo de luz hirió a la reina de las turquesas, cuyo fulgor iluminó el rostro de Bina.

—Reina de las tinieblas, ¡sé la leona terrible, ávida de carne y de sangre, recorre la estepa y el desierto!

Las uñas de Bina se hicieron tan aceradas como zarpas; sus dientes, poderosos como colmillos.

El Anunciador estaba orgulloso de su obra.

Cerró la cortina y colocó de nuevo la piedra en el cofre.

—No lo olvides, Bina, hembra fiel a tu dueño: sólo serás leona cuando yo te lo ordene.

La hermosa morena pareció salir de una profunda pesadilla.

—Quítate la túnica —exigió el Anunciador.

La fascinaba tanto como la asustaba, e incapaz de resistirse, se desnudó y dejó que abusara de ella.

A pesar de las protestas de Sobek, el rey llevó a Iker fuera de Menfis. Ciertamente, los mejores hombres del jefe de la policía vigilaban al monarca y al hijo real. Pero ¿conseguirían salvar a Sesostris en caso de atentado? Dada la amenaza que planeaba sobre sus cabezas, el momento parecía mal elegido para correr semejante riesgo.

Un halcón los guió, y el rey lo siguió en silencio hasta un sombreado canal. Contempló el follaje de los sauces y caminó a lo largo de la ribera. Una paz profunda reinaba en aquel lugar.

—Rebaño de Dios, los humanos han sido bien provistos —recordó Sesostris—. ¿Acaso no creó el cielo y la tierra para ellos, el aire como soplo de vida, puesto que son sus imágenes, brotadas de su ser? Brilla en el sol, hace crecer la vegetación y les da toda clase de alimentos. El Creador no concibió nada viciado; ningún mal figuraba en el orden de su creación. Pero los humanos se rebelaron, y no es posible arrebatar el veneno a la serpiente, ni el mal al ser malvado. Cuando Dios rio, los dioses fueron; cuando lloró, nacieron los hombres. Preñado de injusticia y de crueldad, el hombre es el más temible de los depredadores. La función faraónica mantiene y prolonga en la tierra la obra divina, liberando al hombre de la mano del hombre. Creer que podemos actuar en favor de los humanos es siempre vanidad; el faraón actúa en favor de su padre, el señor de los dioses. No existe espiritualidad alguna para el perezoso, ningún hermano espiritual para quien no escucha a Maat, ningún día de fiesta para el ávido. No desees nunca lo que pertenece a otro, Iker, no ambiciones lo que no eres capaz de consumar tú mismo, pues la envidia procura la decadencia. El ávido es un muerto viviente. Ése es también el deber del rey: luchar sin cesar contra la avidez de los humanos.

—¿No triunfó al final de la época de las grandes pirámides?

—Se prefirieron las tinieblas a la luz, nadie obtuvo ya las enseñanzas de las leyes celestiales, nadie respetó ya las leyes terrenales, el mal fue llamado bien, el criminal considerado como un justo, la inmoralidad como una virtud, la perversión como norma, el prudente como un loco, el exaltado como un modelo que había que imitar, y fueron apagadas las voces de los dioses. Entonces reinó isefet, que es injusticia, violencia, avidez, pereza, olvido, descomposición, caos y ley del más fuerte, que permite gobernar a los asesinos y a los ladrones. Si su triunfo perdurara, el suelo se volvería estéril, el aire irrespirable y el agua envenenada. Y el fuego del cielo devastaría nuestro mundo. No basta con luchar a cada instante contra isefet. Es preciso, sobre todo, afirmar a Maat, ritualizando el tiempo que fluye. Cada reinado debe ser la repetición consciente del proceso de creación, de «la primera vez», para rechazar las fuerzas del caos y establecer a Maat. ¿Qué sabes de ella, Iker?

—Cuando Maat está en su lugar, el país sigue firme y el cielo favorable, majestad. Hija de Ra, compañera de Tot, presente siempre en la barca solar, es el piloto que indica el buen camino.

—Gracias a Maat, el universo funciona —precisó Sesostris—, y los mundos estelar, solar y terrenal coexisten en coherencia. Sin Maat, nuestro espacio sería inhabitable. Mi voluntad es Maat, pues sólo la justicia de corazón se adecua al faraón. Mi fuerza es la justicia. Si me apartara de ella, sería el final de mi reinado, pues los monumentos de un destructor están condenados a la destrucción. Mi primer deber consiste en elevar a Maat hacia sí misma, en ser el mediador entre mi pueblo y ella, en poner en consonancia el orden social y el orden cósmico.

»El Estado que carece de dimensión celestial y no hace ofrenda a Maat no conoce justicia, ni reciprocidad, ni solidaridad. Se empantana en los conflictos humanos y las luchas de poder. Maat ordena: actúa para el que actúa. ¿Eres tú, Iker?

—Ése es mi deseo, majestad.

Sesostris llevó a Iker hasta el lindero del desierto. A lo lejos se veía la pirámide escalonada de Zoser.

—¿Conoces el verdadero nombre con el que los profanos designan una necrópolis?

—¿No es acaso «la tierra de Maat»?

—Grande, duradera y radiante es la Regla de Maat. Nunca fue turbada desde el tiempo de Osiris. Ciertamente, el mal, la iniquidad y sus aliados operan sin cesar en este mundo y acumulan gran cantidad de fechorías. Pero mientras algunos seres respeten a Maat, el mal no logrará atravesar el río de la vida para llegar a la otra orilla. Y cuando llegue el final de los tiempos, Maat prevalecerá.

El monarca se dirigió hacia una pequeña morada de eternidad que databa del Imperio Antiguo. En el dintel, una inscripción.

—Lee, Iker.

—«Pronuncia Maat, no seas pasivo, participa en la creación, pero no sobrepases la Regla.»

—¿De qué se compone tu ser, más allá de tu cuerpo?

—De mi nombre y mi corazón.

—Tu nombre, Iker[23], indica que eres portador de un cumplimiento y de la perfección de una obra destinada a renovarse sin cesar. Que tu corazón se llene de Maat para que tus acciones sean justas. Pero también es necesario alimentar tu ka, esa energía vital procedente del otro mundo y hacia la que regresarás si superas la prueba del tribunal de Osiris. Que tu ba, la capacidad de tu espíritu para moverse más allá de lo visible, vaya a buscar en el sol la luz capaz de guiarte por las tinieblas. ¿Serás capaz de convertirte en un akh, el ser de luz al que la muerte no alcanza?

Iker se sentía deslumbrado. Tantas puertas como se abrían, tantas percepciones nuevas… Las revelaciones del rey le producían vértigo.

—Contempla esta piedra, hijo mío. Tiene la forma de un zócalo de estatua…

—¡Es uno de los jeroglíficos que sirven para escribir el nombre de Maat, majestad!

—Las estatuas son seres vivos, nacidos de Maat. Sube a este zócalo, Iker.

El muchacho no vaciló.

—¿Qué sientes?

—Un fuego brota de esta piedra, un fuego se vierte en mi interior. Mi mirada… ¡mi mirada es más penetrante!

—En la guerra que libramos contra la potencia de las tinieblas, la supervivencia de Osiris y la de su civilización están en juego. Por eso debemos obtener armas en lo invisible. Hoy, hijo mío, ha comenzado realmente tu iniciación a los misterios. En adelante, ocurra lo que ocurra, no abandones el camino de Maat.