Estáis seguro, realmente seguro? —preguntó el hijo real.
—¡Lamentablemente, sí! —confirmó el visir Khnum-Hotep al acabar su relato—. Sepi ha muerto.
Ni Sekari ni Iker pudieron contener las lágrimas.
El general, prudente, había salido siempre de las más peligrosas situaciones.
—¡Unos bandoleros nubios nunca hubieran conseguido hacer caer en la trampa a mi maestro e instructor! —estimó Sekari—. Por lo que se refiere a los demonios del desierto, los dominaba porque conocía las fórmulas capaces de inmovilizarlos o devolverlos a sus ardientes soledades. El asesino de Sepi es, forzosamente, el príncipe de las tinieblas.
—El mismo destructor que ataca al árbol de vida —supuso Iker.
Sekari apretó los puños.
—¡Tienes mil veces razón! Quería impedir que el general encontrara el oro sanador. Pero ¡eso significa que ese monstruo merodea por todas partes!
—Que el dolor no te engañe —recomendó el visir.
—Sepi me lo enseñó todo. Sin él, yo no existiría.
—¿Seguiste sus clases de jeroglíficos? —preguntó Iker.
—A mí me llevaba sobre el terreno. Tracé la escritura en la arena; viví los signos del poder sobre las peligrosas pistas, ante las bestias salvajes y los bandoleros de todo pelaje. No me perdonaba nada, pero me daba armas para defenderme.
El gran tesorero Senankh intentó consolar a su hermano del «Círculo de oro» de Abydos, pero sabía, al igual que él, que la ausencia de Sepi nunca podría colmarse.
—Iker y tú actuasteis bien en Dachur. El general se habría sentido orgulloso de vuestra intervención. De acuerdo con las exigencias de Djehuty, las medidas de seguridad se han reforzado considerablemente. En adelante, el paraje no tiene ya nada que temer.
—Dachur, tal vez, pero ¿y Menfis y las demás ciudades? —se rebeló Iker—. Los terroristas pueden atacar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Ni el visir ni el gran tesorero contradijeron al muchacho.
—Hemos perdido a uno de nuestros pilares —dijo Sekari—. Mostrémonos dignos de él y prosigamos su obra donde la muerte cree haberla interrumpido.
El rostro de Sobek era francamente hostil.
—Lo siento, hijo real, pero me veo obligado a registrarte.
—Como quieras.
Dada la personalidad del visitante, el jefe de todas las policías del reino se encargó personalmente de la tarea.
—Puedes entrar.
Sobek abrió la puerta del despacho de Sesostris.
—Todo en orden, majestad. ¿Deseáis que me quede en la habitación?
—Retírate, Sobek.
En las rodillas del monarca, sentado con las piernas cruzadas y el busto muy erguido, había un papiro desenrollado.
Iker adoptó la misma postura, frente a él.
—Sobek me detesta.
—A su modo de ver, no has dado aún pruebas de tu inocencia y tu fidelidad a la corona.
—Ya lo convenceré.
—Eso forma parte de las misiones que se te han asignado, hijo mío.
—Mis resultados son escasos, majestad. Encontré la acacia de Neith, pero el árbol ha sido quemado. Descubrí el astillero donde se construyó El rápido, pero no obtuve la menor información sobre quién lo encargó. Finalmente, contribuí a impedir que los asiáticos se apoderaran de Kahun y de Dachur, pero no conseguí detener a los cabecillas principales, Bina e Ibcha.
—¿Qué piensas de ello?
—Considero a Ibcha un asesino sin escrúpulos. Llevará a cabo, estrictamente, las órdenes recibidas, aun a costa de su vida. Él atacó Dachur. No se lanzó a un combate de inciertos resultados, y esa actitud me preocupa. Ibcha preservó a sus hombres con vistas a futuras acciones.
—¿No será el cabecilla principal?
—En Kahun obedecía a Bina.
—¿Manda esa mujer al conjunto de los rebeldes?
—Implacable, colérica y astuta, es más bien su mentora, dotada de una formidable capacidad para dañar. Nada la desviará del objetivo que le ha fijado su guía: la conquista de Egipto para Asia.
—Semejante discurso merece atención —reconoció Sesostris—, pero los hechos no lo corroboran. A estas alturas no existe en la región sirio-palestina ningún jefe de clan capaz de llevar a cabo una ofensiva contra nosotros. Si así fuera, el general Nesmontu me lo habría advertido.
—¿Esa revuelta rastrera no se parecerá a un ued, majestad? Durante la mayor parte del año permanece seco, y luego llegan unas lluvias cuya abundancia lo transforma en devastador torrente. Bina e Ibcha, probablemente, se ocultan en Menfis, donde sus aliados se instalaron hace ya tiempo. Aquí, en la capital, piensan dar un golpe decisivo. Y sigue existiendo un enigma: el falso policía que intentó acabar conmigo. No era un asiático. ¿Quién lo enviaba, sino una facción egipcia, decidida sin duda a perjudicaros? Si esas fuerzas negativas se unen, el adversario resultará temible. ¿Acaso no han demostrado su eficacia asesinando al general Sepi?
Sesostris estaba de acuerdo con el análisis de Iker. Ninguno de los dramas recientes era fruto de la casualidad. Un profundo vínculo los unía con la muerte del árbol de vida.
—Sean cuales sean las pruebas, Iker, estaré siempre a tu lado para ayudarte a cumplir un destino que aún ignoras.
El muchacho se quedó atónito.
El rey acababa de enunciar, al pie de la letra, el último mensaje que el viejo escriba de Medamud había dirigido a su discípulo.
—Majestad, yo…
—Descansa un poco. La tensión excesiva no favorece la lucidez.
Nariz-de-Trompeta superaba los veinte anos de servicio. Policía ejemplar, detestaba la brutalidad y aplicaba las consignas con rigor pero con humanidad. Aunque admiraba a Sobek, lo consideraba a veces demasiado severo. ¿No era ser amado por los menfítas tan importante como que a uno lo temieran? Nariz-de-Trompeta resolvía numerosos conflictos de orden doméstico y no encarcelaba a los jaraneros algo ebrios. El mismo, a veces, se abandonaba sin tener la impresión de poner en peligro al reino.
Las últimas órdenes recibidas no le gustaban. Estaba encargado de uno de los accesos de la ciudad, y debía registrar e interrogar a quienes desearan entrar en ella. A la menor sospecha: detención, apertura de expediente y encarcelamiento. Esas trabas a la libertad de circulación disgustaban a la población y complicaban la cotidianidad, por eso Nariz-de-Trompeta, al igual que sus homólogos, no cometía ningún exceso de celo. Se limitaba a saludar a las personas conocidas y a los comerciantes, y molestaba a un mínimo de individuos de sospechosa apariencia.
La hermosa morena que se presentó acompañada por un barbudo de grandes brazos nada tenía de sospechosa, pero tuvo ganas de decirle unas palabras.
—Tú, ¿cómo te llamas?
—Agua-fresca, comandante.
—¿Es tu marido?
—Sí, comandante.
—Nunca os había visto por aquí. ¿De dónde venís?
—Del Delta.
—¿Qué pensáis hacer en Menfis?
—Mi marido está muy enfermo. Nos han dicho que aquí había excelentes médicos. Tal vez lo curen.
—¿Dónde os alojaréis?
—En casa de mi abuelo, un fabricante de sandalias.
Nariz-de-Trompeta debería haber sometido a los dos viajeros a un intenso interrogatorio, pero el hombre parecía estar tan mal de salud que no tuvo la crueldad de insistir. Además, la mujer, con su hermoso palmito, en nada parecía una terrorista ávida de sangre.
Bina e Ibcha cruzaron el puesto de control sin más problemas y se unieron a los demás miembros del comando. También ellos habían entrado en Menfis por el mismo punto de paso, aunque a horas distintas.
Sobek estaba que echaba chispas. Asombrado al no obtener información decisiva alguna sobre asiáticos en situación irregular, inspeccionó personalmente varios puestos de control, dudando de que sus consignas fueran escrupulosamente respetadas.
Tres oficiales no se comportaban realmente como feroces guardianes. Pero el primer lugar correspondía a Nariz-de-Trompeta, que, ante la cólera de su superior, intentó explicarse.
—Es imposible distinguir a los asiáticos peligrosos del resto de la población, jefe. Son gentes como vos y como yo, y…
—No te creo —interrumpió Sobek.
—De todos modos, aquellos a los que interrogué a fondo también pasaron. No había razón para meterlos en la cárcel.
—En cambio, algunos de tus colegas han procedido a hacer arrestos.
—¿Han atrapado a auténticos terroristas?
Sobek no podía mentirle: todos los sospechosos habían sido puestos posteriormente en libertad. El dispositivo adoptado se revelaba inútil.
Inquieto y decepcionado, el Protector aligeró la vigilancia de los accesos a la capital. En cambio, multiplicó las rondas por los barrios y ordenó a las patrullas que le comunicaran el menor incidente.
Sobek no ocultó su fracaso al rey.
—Actué de forma presuntuosa, majestad. Menfis es una ciudad abierta que creí poder cerrar a los indeseables, pero me equivoqué. O los asiáticos se han sentido impresionados por el despliegue de nuestras fuerzas y se han ocultado en el Delta o tienen cómplices que disponen de bases seguras en la capital y que los han acogido. Desgraciadamente, estoy convencido de que la segunda hipótesis es la acertada y que tiene un corolario: los terroristas se agrupan para preparar un atentado. Blanco principal: vos mismo. El enemigo se oculta en las tinieblas, no conozco su rostro, puede golpear en cualquier momento y en cualquier lugar, incluso en el interior de este palacio. Por eso recomiendo que limitéis al máximo vuestros desplazamientos y reforcemos las medidas de seguridad en torno a vuestra persona.
—Postrarse como un animal acosado sería una victoria para nuestros adversarios —objetó Sesostris—. Seguiré asumiendo, pues, plenamente, los deberes de mi cargo con la habitual libertad de movimientos. Tú, Sobek, asumirás los tuyos.
—¡Estoy furioso, majestad, pues me siento privado de ojos y oídos! Nunca había tenido que enfrentarme a tan perversos criminales. Pero haré lo posible, no lo dudéis.
—Desconfías de Iker, ¿no es cierto?
—¿Cómo olvidar que intentó acabar con vos? Aun aceptando que se tratara de una confusión, autorizadme de todos modos a que le vigile de cerca. Si mantuviera contactos con los asiáticos, tendríamos la prueba de su doblez.
—Aprecio tu tozudez, Sobek, pero he nombrado a Iker hijo real, y él te demostrará su lealtad.