Djehuty estaba orgulloso de ser el alcalde de la ciudad de los constructores de Dachur. Con el eficaz apoyo del gran tesorero Senankh trabajaba sin descanso para que la pirámide real produjera cuanto antes el máximo de ka. Superficiales al comenzar los trabajos, las instalaciones destinadas a los constructores resultaban ahora confortables.
Djehuty, a pesar de no gozar de muy buena salud, compartía la cotidianidad de los artesanos. Gracias a su silla de manos, se desplazaba fácilmente de un punto a otro de las obras y se aseguraba del estricto respeto a los planos trazados por el faraón. El conjunto arquitectónico del que la pirámide era el centro vital respondía a unas normas simbólicas precisas, gracias a las cuales irradiaba la magia de las piedras.
Friolero y sufriendo reumatismo, Djehuty no quería oír hablar de reposo. Al iniciarlo en los misterios del «Círculo de oro» de Abydos y confiarle una tarea importante, el faraón iluminaba su vejez. En vez de adormecerse en una función honorífica, recurría, día tras día, a unos insospechados recursos. Y aunque muchas mañanas pensaba que no podría levantarse de la cama, finalmente, sin embargo, siempre lo lograba.
—¿Sin novedad? —preguntó al jefe del destacamento encargado de la seguridad del paraje.
—Todo está tranquilo —respondió el teniente de infantería.
Djehuty se dirigió a la morada de eternidad donde descansaría el visir Khnum-Hotep, al norte de la ciudad. Construida con ladrillos recubiertos de cal, estaba animada por unos bajorrelieves y unas inscripciones jeroglíficas que aseguraban la supervivencia de su espíritu. La cámara funeraria, la sala de los canopes y la antecámara estarían terminadas muy pronto. Concediendo a su visir un monumento tan soberbio, el faraón ponía de manifiesto la importancia de su función.
El alcalde contempló el recinto salpicado por bastiones y resaltos, verdadera muralla mágica que protegía la pirámide, piedra primordial y canal por el que circulaba el ka real. Siguiendo las enseñanzas de Zoser y de Imhotep, formuladas en Saqqara, Sesostris reafirmaba los valores fundamentales de la civilización egipcia. Sí, la pirámide encarnaba a Osiris, resucitado y vencedor de la muerte. Sí, Maat podía triunfar sobre isefet. Sí, liberaba al hombre de la prisión de su mediocridad y de su bajeza, siempre que se transformase en constructor.
Los carpinteros acababan de depositar las barcas de madera en unas capillas abovedadas. Barca de día, barca de noche, barca de la luz divina, barca de los millones de manifestaciones de la unidad, todas servirían para el viaje del alma real, que no dejaba de navegar por el universo.
Djehuty recorrió el templo de columnas papiriformes y lotiformes. Colosales estatuas del faraón, de más de dos metros de altura, testimoniaban el permanente renacimiento del rey en Osiris. Magníficos jeroglíficos revelaban los nombres y las cualidades del monarca, colocado bajo la protección del signo de la vida, la cruz egipcia, flanqueada por dos halcones. En la antecámara, dioses y diosas aportaban al soberano vida y potencia; en la cámara de las ofrendas, el faraón coronado recibía la fuerza sutil de los alimentos. Venciendo a los enemigos brotados de las tinieblas, recreando la armonía de Maat, Sesostris celebraba aquí una eterna fiesta de regeneración.
La monumental calzada que conectaba las partes norte y sur de aquel conjunto arquitectónico era, por sí sola, una obra maestra. En cuanto al revestimiento de la pirámide, compuesto por bloques de cal procedentes de la cantera de Tura, éste reflejaría los rayos del sol para manifestar el poderío de la Piedra de Luz, brotada en los orígenes.
El maestro de obras invitó a Djehuty a penetrar en la parte subterránea. Oculta cuando terminaran los trabajos, su entrada daba a un corredor que llevaba a una antecámara, prolongada por un paso que desembocaba en una estancia rectangular. Al este, una capilla revestida de cal admirablemente dispuesta; al oeste, la morada de resurrección, hecha de granito, presidida por un sarcófago de granito rojo cuya decoración evocaba el palacio de los primeros faraones. Se convertiría en la barca del espíritu luminoso del rey en su periplo por el más allá. Por encima de la cámara funeraria, un falso techo comprendía cinco pares de vigas de cal, de seis metros de largo, cada una de las cuales pesaba unas treinta toneladas.
Djehuty meditó largo rato en aquel lugar situado lejos del mundo de los hombres. De acuerdo con la tradición, los constructores modelaban un espacio donde lo invisible podía revelarse sin temer las agresiones profanas. Allí, el faraón partía realmente vivo por y hacia la luz.
Cuando volvió al exterior, Djehuty advirtió que el sol no tardaría en ponerse. Los artesanos habían abandonado las obras, y al alcalde le extrañó descubrir sólo a un guardia en el umbral del templo de la pirámide.
—¿Dónde están tus colegas?
—El teniente ha sido avisado de que acaba de producirse un grave incidente en la ruta del Fayum. Está socorriendo a los heridos.
—Debería haber solicitado mi autorización.
—No se ha atrevido a importunaros.
Djehuty, preocupado, avisó al maestro de obras y a los constructores de que ya no estaban protegidos por las fuerzas del orden, y les ordenó que colocaran centinelas alrededor de la aldea.
Agotado, con las articulaciones hinchadas, regresó a su casa, bebió un poco de agua y se tendió en la cama temiendo no poder levantarse ya.
En la lejanía, bañada por los fulgores del poniente, la pirámide en construcción atraía irresistiblemente la mirada de Ibcha y de los miembros de su comando.
—Nuestro falso mensaje ha alejado a los guardias —advirtió—. Ya sólo quedan artesanos cansados de su jornada de trabajo. Como todos los egipcios, disfrutan de ese momento inigualable en el que el sol se hunde en el occidente. Los invade una sensación de paz, por lo que no serán capaces de defenderse.
Propagando el terror y derramando sangre en el paraje de Dachur, Ibcha cumpliría la misión que Bina le había confiado, siguiendo órdenes del Anunciador: impedir que la pirámide produjera ka y reducirla a un montón de piedras inertes. Gracias a sus revelaciones, los asiáticos comenzaban a comprender que la fuerza de los egipcios no residía sólo en sus armas. Para vencer era preciso destruir sus edificios mágicos, que emitían una energía misteriosa y les permitían cambiar las más comprometidas situaciones.
Transformar Dachur en un campo de ruinas sería una brillante victoria. El faraón vería destruida la obra que destinaba a la eternidad. Sus certidumbres se convertirían en aflicción y temor.
—¿Respetamos a las mujeres y a los niños? —preguntó un terrorista.
—Cualquier debilidad nos llevaría al fracaso —respondió Ibcha—. Que el fuego del Anunciador destruya esos lugares impíos.
Los asiáticos estaban a punto de lanzarse sobre su presa cuando uno de ellos soltó un grito:
—¡Jefe, por allí corre un hombre!
—No malgastes una jabalina, está demasiado lejos.
—¡Otro por allá, con un asno! Huye.
—¡Al ataque! —ordenó Ibcha.
Sekari nunca había corrido tanto. Temía ser derribado de un momento a otro y seguía acelerando.
¡La entrada de la aldea de los constructores, por fin!
Sekari se topó con un artesano armado con un mazo.
—¿Dónde están los soldados?
—Han ido a socorrer a unos heridos en la ruta del Fayum.
—¡Avisad a todo el mundo, van a atacaros!
El cantero reaccionó con rapidez. Sus colegas tomaron sus herramientas y se dispusieron a combatir.
—Defendamos la pirámide —exigió Djehuty, asombrado porque, una vez más, había conseguido ponerse en pie—. Que las mujeres y los niños se encierren en su casa.
—Que el «Círculo de oro» nos proteja y nos dé la fuerza necesaria para luchar contra isefet —murmuró Sekari al oído del alcalde.
Sus manos se unieron por un breve instante.
—Iker traerá al ejército.
—¿Llegará a tiempo?
—Un escriba educado en la provincia de la Liebre no puede llegar tarde. Ponte a cubierto.
—Combatiré como los demás —declaró Djehuty—. Nuestra muerte no importa si salvamos la obra real.
Una primera jabalina hirió en el muslo a un artesano. Sekari replicó de inmediato lanzando un cincel de cobre, muy afilado, que se clavó en la garganta de un asiático.
El alcalde blandió su bastón.
—¡Al templo, rápido!
Agrupándose en el interior del edificio, los artesanos ya sólo dejaban un acceso posible al adversario. Obstruyeron la puerta con bloques contra los que se quebraron lanzas y flechas.
—Esos bandidos escalarán los muros —advirtió Sekari—, y no conseguiremos deshacernos de ellos. ¿Cuál es el lugar de más difícil acceso?
—La tumba real, pero me niego a profanarla. Defenderemos este lugar sagrado sin ceder.
—¡Cuidado, ahí llega uno!
El mazo lanzado por Sekari alcanzó en plena frente al asiático que había aparecido en lo alto del muro, entre dos columnas. Cayó hacia atrás y derribó al tipo que subía tras él.
Aquel fracaso sembró el desorden entre los hombres de Ibcha, inquietos ya ante la idea de invadir un templo y provocar el furor de las divinidades.
Sekari, en cambio, no se hacía muchas ilusiones. A pesar de su valor, los artesanos serían vencidos muy pronto.
Repentinamente, un poderoso rebuzno petrificó a los sitiados.
—¡Es… es la voz del dios Seth! —exclamó un escultor—. ¡Ayuda a los asaltantes!
—Al contrario —replicó Sekari—, nos da el poder necesario para vencerlos.
Ibcha degolló al herido, pues no debía dejar a sus espaldas a ningún combatiente que pudiera hablar.
—Sólo nos ha faltado un poco de tiempo —masculló al observar el regreso de los soldados, que Iker y Viento del Norte dirigían hacia Dachur.
Tras haber perdido a dos hombres, Ibcha prefería preservar el resto de su comando en vez de lanzarlo a un enfrentamiento mortífero del que no estaba seguro de salir vencedor.
Rabioso, disparó una flecha hacia la pirámide y dio orden de batirse en retirada.
Los egipcios se lanzaron tras los asiáticos, pero éstos llevaban demasiada ventaja.
El teniente se presentó ante Djehuty.
—Me han mentido. En la ruta del Fayum nadie necesitaba nuestra ayuda. Yo…
—Que un asiático te haya engañado podría tener excusa, pero has actuado sin mi autorización, violando las consignas de seguridad. Te destituyo de tus cargos y serás juzgado por el tribunal del visir. A la espera del nombramiento de un nuevo oficial, yo tomaré el mando de la tropa.
Djehuty se sentó. Iker le sirvió bebida.
—Has salvado la pirámide, hijo real.
—El mérito os corresponde, y también a Sekari. No olvidemos, tampoco, que el rebuzno de Viento del Norte nos ha ayudado poderosamente.
La paz del anochecer envolvía de nuevo Dachur, como si nada hubiera ocurrido. Pero las manos de Djehuty temblaban aún.
—Esos bárbaros se han atrevido a atacar un paraje sagrado. Ahora sabemos que no retrocederán ante nada y que cometerán los peores crímenes. ¿Quién puede ser su jefe, sino el demonio que intenta matar al árbol de vida?
—Esa chusma se enardece y sale de las tinieblas —añadió Sekari—. Lo que demuestra que se sienten capaces de pasar a la ofensiva. En Kahun, como aquí, estuvieron a punto de lograrlo. Debemos adoptar las medidas necesarias para prevenir los próximos atentados.