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El general Nesmontu detestaba la ciudad de Siquem y también a los cananeos. Si hubiera podido mandar más al norte a toda la población y transformar la región en reserva natural, habría obtenido una tranquilidad ilusoria, pues el viejo soldado no se engañaba: la calma impuesta era sólo aparente. Cada familia tenía uno o varios disidentes que soñaban con exterminar a los egipcios.

Por décima vez intentaba poner en marcha un gobierno local encargado de administrar la ciudad y las aldeas de los alrededores. Pero en cuanto un cananeo disponía de un espacio de poder, por mínimo que fuera, pensaba de inmediato en instalar su propio sistema de corrupción, sin importarle en absoluto el bienestar de sus compatriotas. En cuanto tenía pruebas de una malversación, Nesmontu encarcelaba al culpable y elegía a un nuevo responsable, que muy pronto resultaba ser tan deshonesto como el precedente. El general debía contar también con los innumerables clanes que estaban constantemente en conflicto para obtener las máximas ventajas del protectorado.

Si de él hubiera dependido, Nesmontu habría cortado por lo sano, pero ejecutaba las órdenes del faraón, preocupado por apaciguar las tensiones. Según él, una paz duradera sólo se lograría a partir de la prosperidad.

El viejo general no creía en ello. Con los cananeos no había respeto alguno de la palabra dada ni de los contratos firmados. El mejor amigo de la víspera se convertía en enemigo a la mañana siguiente, y la única regla que se aplicaba constantemente era la mentira. A veces, Nesmontu conseguía echar mano a algunos ladronzuelos, pero no había obtenido aún información alguna sobre el hombre que había atacado al árbol de vida.

—General, ha llegado un mensaje del faraón —dijo su ordenanza.

Cifrado, en efecto, el texto tenía la caligrafía de Sesostris. Las escasas líneas sumieron a Nesmontu en una profunda tristeza, pues le comunicaban la muerte de Sepi. En el seno del «Círculo de oro» de Abydos, él demostraba lucidez y decisión. Cuando la reunificación parecía lejana, imposible incluso, se había lanzado de cabeza a aquel combate, seguro de que Sesostris sería un gran faraón.

La acacia de Osiris, privada del oro sanador, seguía siendo muy frágil. Sepi había dado la vida para salvarla, y su sacrificio no sería inútil, pues sus hermanos en espíritu proseguirían la lucha, costara lo que costase.

—General, nos comunican algunos que hay disturbios al sur de Siquem —añadió el ordenanza—. Un rebelde ha incendiado varias casas y se ha refugiado en un granero vacío.

—Allá voy.

Hacía mucho tiempo que no se había producido un incidente tan grave. ¿Acaso preludiaba una tentativa de levantamiento? De ser así, Nesmontu la cortaría de raíz.

A la cabeza de un regimiento con cuarenta arqueros y cuarenta lanceros corrió hacia el barrio en cuestión. Los más jóvenes apenas pudieron seguir el ritmo impuesto por el general, que olvidaba su edad en cuanto iniciaba una maniobra.

Al paso de la tropa se cerraron puertas y ventanas.

Las casas acababan de arder. En un montón de basura yacía el cadáver de un empleado de la administración egipcia.

—¡Me las pagará! —exclamó Nesmontu, trepando a grandes zancadas por la escalera del granero, mientras sus hombres se desplegaban.

Cuando el general abrió la trampilla, el cananeo oculto en el silo vacío esgrimió su puñal. Jeta-de-través le había prometido que Nesmontu sería el primero en llegar al lugar y que podría acabar con él sin dificultad.

El veterano soldado vio salir el arma destinada a matarlo, y en un acto reflejo se arrojó hacia un lado. La hoja le rozó el hombro izquierdo, trazando un surco sanguinolento.

Los arqueros egipcios rodearon al herido y apuntaron al agresor.

—¡No disparéis! —ordenó Nesmontu—. Sacad a ese cobarde de su agujero y aseguraos de que no queden otros por aquí.

Temiendo por su vida, el cananeo aullaba.

—No le hagáis daño —indicó el general—. Yo mismo lo interrogaré.

Mientras un médico militar curaba a Nesmontu, el veterano soldado observaba al hombre que había intentado matarlo. Bajo, con las mejillas y el mentón cubiertos por una incipiente barba rojiza, lo miraba con un odio perceptible. Un oficial comprobaba, también, que los pies y las manos del terrorista estuvieran fuertemente atados.

—No eres más que un tipo mediocre —afirmó Nesmontu—. Yo, a esa distancia, nunca hubiera fallado el blanco. Y el que te paga es aún más estúpido que tú. Cuando se decide acabar con el comandante en jefe del ejército egipcio, se utiliza a gente competente.

—¡No sobreviviréis mucho tiempo! —eructó el cananeo.

—En cualquier caso, más tiempo que tú, pues serás ejecutado antes de que hayan acabado de vendarme.

El cananeo abrió unos ojos como platos.

—¿No… no me interrogáis?

—¿Para qué? O no responderías o me mentirías. Aunque quisieras decirme la verdad, ¿qué puede saber un miserable de tu especie?

—¡Os equivocáis, general! Soy un verdadero resistente a vuestra innoble ocupación, ¡y otros muchos centenares proseguirán mi justo combate!

Nesmontu soltó una carcajada.

—Te equivocas en las cuentas.

—¡El número no importa! Conseguiremos expulsaros de Canaán.

—Lo que sigue sorprendiéndome, entre escuerzos de tu especie, es vuestra vanidad. Eso me facilita la tarea: sois cobardes, miedosos, incapaces de montar una operación de envergadura.

—¡El Anunciador nos llevará a la victoria!

El rostro de Nesmontu se endureció.

—Tu Anunciador ha muerto.

El cananeo rio, sarcástico.

—¡Eso es lo que creéis, perros egipcios!

—Vi con mis propios ojos el cadáver de tu Anunciador.

—Nuestro jefe está vivo y muy vivo. Muy pronto seréis carroña sin sepultura. ¡Y él triunfará!

—¿Dónde se oculta tu gran jefe?

—No lo diré, ¡ni siquiera si me torturáis!

Con una sola mano, Nesmontu agarró el mentón del cananeo y lo levantó.

—Si siguiera mis impulsos, te colgaría del garfio de un carnicero para facilitar nuestro diálogo. Pero el faraón exige humanidad, incluso con chusma de tu calaña. Por eso te confío a unos especialistas en interrogatorios.

El cananeo sólo dijo los nombres de sus padres, muertos desde hacía mucho tiempo, y el de un cómplice que había caído en la primera revuelta de Siquem. Registrar su domicilio no produjo resultado alguno.

La ejecución se llevó a cabo en la mayor plaza de la ciudad, en presencia de una numerosa multitud. Atravesado por las flechas, el cuerpo del terrorista fue enterrado sin ceremonia alguna. El discurso de Nesmontu, cuya buena salud todos comprobaron, fue tan breve como preciso: cualquier embrión de revuelta sería castigado con la mayor severidad.

Los investigadores se mostraron unánimes. El cananeo era un desequilibrado que actuaba solo, sin el apoyo de una banda organizada.

Sin embargo, el veterano general siguió dudando.

De acuerdo con su olfato, aquel incidente no debía tomarse a la ligera. No le extrañaba demasiado que intentaran acabar con él, y sin duda ésa no sería la última vez. En cambio, el discurso del agresor lo intrigaba. Desde que Siquem estaba bajo control, era la primera vez que un rebelde aludía al loco que, antaño, había levantado a la población. ¿Significaba eso que otro demente había recogido la antorcha?

A priori, parecía inverosímil.

Pero ¿acaso la aparición del tal Anunciador no había sido, también, inverosímil?

Nesmontu convocó a los oficiales superiores, les ordenó que pusieran a sus tropas en estado de alerta en toda la región sirio-palestina e interrogaran exhaustivamente al conjunto de los sospechosos. Los informes le Llegarían directamente y los cabecillas detenidos serían llevados de inmediato a su presencia.

—Los asiáticos no se mueven desde hace dos días —deploró Sekari—. Se diría que esperan refuerzos.

—Tal vez dudan sobre la ruta que deben seguir —insinuó Iker.

—Me extrañaría. A mi entender siguen un plan preciso. Aquí, a medio camino entre el Fayum y el valle, se aseguran de que no han sido descubiertos. No son aficionados, créeme.

—¿Por qué no avisamos al ejército?

—Lo verían llegar y desaparecerían. Si queremos descubrir sus verdaderas intenciones, no debemos perderlos de vista. Correr semejantes riesgos me divierte tan poco como a ti. Preferiría ser el comensal en un banquete, antes de pasar la noche con una moza soberbia. ¡Ah, las bonitas siervas de Kahun y las sábanas de lino de tu hermosa casa!

—Representabas perfectamente tu papel de servidor —recordó Iker.

—¡No estaba representando! Mis padres eran gente humilde, soy un hombre del pueblo. Ser sirviente no me molesta.

—¿Cómo se fijó en ti el faraón?

Sekari sonrió ampliamente.

—Uno de mis innumerables oficios fue el de pajarero; aprendí a hablar el lenguaje de los pájaros. Cuando el intendente de palacio me ponía a prueba para un eventual contrato, una abubilla salió de la pajarera real, tan asustada que hubiera acabado haciéndose daño. Silbé unas notas apaciguadoras y conseguí calmarla. Sesostris presenciaba la escena y me llamó. El rey en persona, ¿lo imaginas? Si supieras el miedo que pasé… Ante aquel gigante, me sentí más débil que un bebé. Y la cosa no ha cambiado demasiado, créeme. No dudo en absoluto que el faraón está en contacto con los dioses.

—¿Has ido a menudo a Abydos?

—Abydos, Abydos… ¡Estás obsesionado con Abydos!

—¿Acaso no es el centro espiritual de Egipto?

—Posiblemente, pero tenemos otras preocupaciones.

Iker pensaba en Isis, que vivía en aquel paraje sagrado, lejana, inaccesible. ¿Se le presentaría la ocasión de volver a hablar con ella y de abrirle, por fin, su corazón?

—Se mueven —observó Sekari.

Viento del Norte y los dos hombres se encogieron, ocultos por los tamariscos.

Los asiáticos volvían a ponerse en camino.

Ibcha siempre había fabricado armas. Cuando vivía en Siquem, tenía una forja clandestina cuya débil producción servía para equipar a unos grupúsculos que no escapaban largo tiempo a la policía egipcia.

Luego había aparecido el Anunciador. Escuchando sus enseñanzas, Ibcha había comprendido que sólo la violencia permitiría al pueblo cananeo expulsar al ocupante y convertirse en una gran nación, más poderosa que Egipto. Puesto que era preciso matar, mataría. Puesto que era preciso sacrificar combatientes para hacer reinar una sensación de inseguridad en el adversario, formaría a algunos y morirían con júbilo. En Kahun, Bina y él habían estado a punto de lograrlo. Ahora, numerosas ciudades temerían un atentado.

Con su comando, Ibcha destruiría uno de los principales símbolos del poder del faraón y le quebraría el alma. Sesostris era sólo un coloso con los pies de barro, que confiaba demasiado en su fuerza armada, inmovilizada en Canaán, donde se multiplicaban las acciones esporádicas. Gracias al Anunciador, la revuelta triunfaría muy pronto.

Seguro de no haber sido descubierto, Ibcha siguió de nuevo el plan dictado por Bina. Tomando difíciles pistas aumentaba la duración del recorrido pero evitaba cualquier control.

En uno de los altos reveló a sus hombres el objetivo de su expedición.

—A los faraones les gusta construir monumentos a su gloria, y Sesostris no es una excepción a la regla. Está construyendo su pirámide en Dachur, donde piensa descansar durante toda la eternidad. Mancillaremos este edificio y su templo infligiéndoles los mayores daños. Tras semejante injuria, el paraje quedará inservible, abandonarán la pirámide y Sesostris sabrá que ninguna parcela de su país está a cubierto de nuestros ataques. El pueblo perderá la confianza en él y se dividirá. Surgirán nuevos jefes de provincia y reinará el caos.