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Furiosa, Bina tenía, sin embargo, que obedecer órdenes. A su modo de ver, habría sido de mayor utilidad en el Fayum que refugiándose en Menfis. Pero nadie, ni siquiera ella, podía discutir una decisión del Anunciador.

Tras haber huido a toda prisa, el viaje en barco había transcurrido bien. Gracias a su rapidez, la muchacha había salvado a los mejores elementos de su tropa, mandando a los menos expertos a una muerte cierta. Se reprochaba a sí misma haber subestimado a Iker; nunca más cometería ese error. Lo consideraba fogoso y decidido, pero creía, sin embargo, que el joven era frágil y manipulable.

Craso error.

Al convertirse en hijo real, Iker se afirmaba como un enemigo irreductible. En vez de ser despedido por Sesostris y devuelto a su provincia natal, el joven escriba se convertía en su brazo armado, al que el faraón había confiado la tarea de reducir a la nada la organización terrorista de Kahun, al margen de un procedimiento convencional.

¡Y pensar que la intervención de Iker había tenido lugar sólo unas horas antes de que los asiáticos tomaran la ciudad! Sin duda, el Anunciador consideraría a Bina responsable de tan mala suerte. Y, en ese caso, sus días estaban contados. Sin embargo, la hermosa morena no temía enfrentarse con él ni explicarse. Acusaría, incluso, a sus aliados de Menfis de imprevisión.

Un pelirrojo de mirada maligna recibió a Bina en el puerto. De acuerdo con las consignas de seguridad, los asiáticos se habían dispersado antes de entrar en la capital, pues la policía buscaría uno o varios grupos de extranjeros.

—Te pareces al retrato que me han hecho de ti, niña.

—Ya no soy una niña. Y tú, oculta mejor tu cuchillo de sílex. Una mirada experta lo descubrirá fácilmente.

Una mueca deformó los labios de Shab el Retorcido.

—Camina unos pasos detrás de mí, niña, y no me pierdas de vista. No es hora de arrullar ante los varones.

Dado el número de ociosos que paseaban por las calles de Menfis no era difícil pasar desapercibido. Bina se metió entre la multitud y siguió a su guía en actitud alerta.

Cuando el Retorcido se metió en una tienda, ella lo imitó.

La puerta se cerró de inmediato a sus espaldas.

—Tengo que registrarte, niña.

—¡No vas a tocarme!

—Son las normas. No hacemos excepción alguna.

Sin bajar los ojos, Bina se quitó la túnica y la ropa interior. Desnuda, desafió a Shab el Retorcido.

—Como puedes comprobar, no oculto arma alguna. Devuélveme mis vestidos.

El pelirrojo se los echó a la cara. La hermosa morena volvió a vestirse lentamente.

—Sube al primer piso —le ordenó, severo.

La irónica sonrisa de Bina desapareció. Su próximo interlocutor sería mucho más peligroso que ese mirón.

La estancia estaba sumida en una oscuridad casi completa.

Inmóvil, nerviosa, la muchacha sintió una presencia. En las tinieblas vio dos puntos rojos.

—Sé bienvenida —dijo la dulce voz del Anunciador—. Sólo divisas mis ojos; yo, en cambio, te veo muy bien. Eres hermosa, astuta y valiente, pero no has dado aún toda tu medida.

—No soy responsable del fracaso de Kahun, señor, pues no fui avisada del regreso de Iker ni de su verdadera misión. Nos resultó imposible apoderarnos de la ciudad según el plan previsto. Decidí preservar nuestros mejores hombres antes que verlos perecer a todos en un combate perdido de antemano.

Siguió un largo silencio.

Temblorosa, con los puños cerrados, Bina aguardó el veredicto.

—Nada te reprocho, muchacha. En tan delicadas circunstancias has dado pruebas de iniciativa y has salvado la mayoría de las armas fabricadas en Kahun por nuestros adeptos. Nuestra organización de Menfis está ahora muy bien equipada y podremos ayudar mejor a nuestros hermanos de Canaán.

Bina respiró con más facilidad, pero no se sintió satisfecha con ese elogio.

—¡Señor, mi lugar no es éste! Podría haber sido más útil dirigiéndome al templo, junto al gran lago. Esa fase de nuestra empresa se anuncia ardua, y no estoy segura de que Ibcha, a pesar de su decisión, sea capaz de llevarla a cabo.

Los puntos rojos llamearon.

—Que tu talento no te arrastre a la desobediencia. Soy yo el que manda, Bina, y sólo yo, pues nadie más escucha la voz de Dios. Él me otorga la amplitud de miras necesaria para dirigir nuestra estrategia según Su voluntad. Tú, como los demás discípulos, debes doblegarte ante ella sin rechistar.

Bina nunca permitía que un hombre la domeñara. Con el Anunciador, en cambio, era distinto. Él se afirmaba como un auténtico jefe, inspirado por una fuerza superior que, tras haber arrasado Egipto, se extendería al mundo entero. Matar, destruir, torturar era algo que no turbaba a la joven asiática, puesto que no había otro medio de hacer triunfar la causa a la que consagraba su existencia. Vengaría, así, a su pueblo humillado.

—Aquí vas a serme más útil —prosiguió el Anunciador—, pues voy a dotarte de nuevos poderes. Hasta ahora, sólo has combatido con tus propias cualidades. No bastarán ante nuestros temibles adversarios. Acércate, Bina.

Por unos breves instantes, ella sintió deseos de huir. ¡Qué vergüenza ceder ante el pánico, tan cerca de un maestro supremo!

Avanzó.

El fulgor de los ojos se intensificó. De pronto, Bina tuvo la impresión de que un pico de halcón se hundía en su frente y unas garras en sus brazos. A pesar de la intensidad del ataque, la muchacha no sintió dolor alguno.

Habría jurado que una tibia sangre corría por todo su cuerpo, de la cabeza a los pies.

—Mi carne está ahora en tu carne, mi sangre en tu sangre. Te conviertes así en reina de las tinieblas.

Incrédulos aún, Medes y Gergu contemplaban el minúsculo tatuaje que representaba la cabeza de Seth, grabada en la palma de su mano.

—De modo que no lo hemos soñado —concluyó Gergu abalanzándose sobre una copa de cerveza—. ¿Creéis que ese Anunciador es sólo un hombre? ¡Es un demonio brotado del corazón de la noche!

—Es mucho más que eso, amigo mío, mucho más. Es el mal, ese mal que me fascina desde siempre y que la ley de Maat intenta ahogar. Hemos dado ya grandes pasos juntos, y la alianza con Bega nos permitía entrever hermosas perspectivas. Pero el Anunciador tiene otra dimensión. Con él llevaremos a cabo prodigios.

—Pues yo dejaría que lo lograse a solas.

—Nos necesita. Por muy poderoso que sea tiene que apoyarse en hombres seguros, buenos conocedores del país y de su administración. Nuestro papel será, pues, primordial. El Anunciador no nos ha elegido por casualidad, y ocuparemos los primeros lugares en el futuro gobierno de Egipto. A él le corresponde correr el máximo riesgo para eliminar a Sesostris; a nosotros, el fruto de la victoria.

Menos optimista que Medes, Gergu temía tanto al Anunciador que obedecería sus órdenes al pie de la letra.

—Ve al puerto —exigió Medes— e intenta saber si está anunciado el navío del faraón.

No comprendía por qué la pareja real, el visir y los principales personajes del Estado habían abandonado Menfis. Mientras él se encargaba de los asuntos en curso, Sobek el Protector garantizaba la seguridad de la capital. Sin duda, éste sabía mucho sobre el objetivo de esa expedición y su duración, pero preguntárselo habría despertado su desconfianza. Medes debía seguir portándose como un perfecto secretario de la Casa del Rey, trabajador, competente y discreto.

De pronto, el palacio se agitó y todo el personal salió de su sopor.

Desde la ventana de su despacho, Medes contempló el regreso de Sesostris y de sus ministros. La Casa del Rey fue convocada en seguida, y su secretario tuvo que dar minuciosa cuenta de su gestión. El visir le hizo numerosas preguntas, y no se le dirigió reproche alguno.

Todo el mundo tenía el rostro grave, marcado por una profunda tristeza.

—¿Qué has sabido? —preguntó Medes a Gergu.

—¡Es curiosa, entre los marinos, esa necesidad de contar sus viajes! El faraón viene de Abydos.

—Ve a ver a Bega. Nos revelará qué ha ocurrido allí.

—Sé que el rey se ha detenido en Khemenu, la capital de la provincia de la Liebre, para celebrar allí los funerales del general Sepi, cuyo cuerpo fue llevado en un barco que procedía del sur.

—Sesostris pierde a un hombre valioso. ¿Se conocen las causas de su muerte?

—Al parecer, cayó en manos de los nubios. Algunos mineros y prospectores asistían a la ceremonia, y Sepi gozó de un sarcófago excepcional.

—Nubia, mineros, prospectores… ¡Seguro que Sepi buscaba el oro sanador! Sólo Bega podrá decirnos si lo ha encontrado.

De acuerdo con el proceso habitual, Gergu se dirigió a Abydos para entregar a los permanentes productos de calidad superior y recibir el nuevo encargo de Bega. El sacerdote había considerado oportuno aguardar el regreso a la normalidad antes de reanudar el tráfico de estelas. Durante la estancia del rey y de sus ministros, el aumento de los efectivos militares y policiales impedía cualquier transacción.

Las informaciones de Bega eran para alegrarse: ninguna de las muestras de oro proporcionadas por Sepi había curado al árbol de vida.

Añadiéndose a ese desesperante fracaso, la desaparición del general debilitaba al monarca, que, según Bega, tenía que limitarse a proteger mágicamente la acacia de Osiris, sin poder salvarla.

Cada vez más, Egipto se parecía a un coloso con el corazón enfermo. Al obligarlo a realizar agotadores esfuerzos, el Anunciador provocaría, antes o después, una crisis fatal. La puerta del templo estaría entonces abierta de par en par, y Medes se apoderaría de sus misterios.

Contempló de nuevo la palma de su mano.

Él, un aliado de Seth, vencería a Osiris.

—¿Sin novedad?

—Ninguna, majestad —respondió Sobek el Protector—. Y eso no me gusta.

—¿Por qué estás tan descontento de tu propia eficacia?

—A través del alcalde de Kahun, el hijo real, Iker, nos avisó de que algunos terroristas se habían dirigido a Menfis. Mis hombres no han interceptado a ninguno. Tres hipótesis: o los asiáticos, especialmente hábiles, se han infiltrado sin ser descubiertos, gracias a una organización instalada en la capital, o se han marchado a otra parte, o Iker ha mentido.

—Tu última hipótesis es una grave acusación.

—Perdonadme, majestad, pero no puedo olvidar que ese muchacho intentó asesinaros.

—Te equivocas, Sobek. Iker no quería matarme a mí, sino a un tirano criminal y sanguinario, decidido a arrebatarle la vida y a sumir al pueblo egipcio en la desesperación. Un maestro de las tinieblas, que actuaba a través de otras personas, manipuló al joven escriba. Yo sabía que Iker iba a venir aquella noche. Tras haberlo visto, durante una fiesta campesina, sabía también que su corazón es grande y recto. Gracias a Sekari fui informado de las peripecias que jalonaron su camino hacia palacio.

Las explicaciones del monarca hicieron dudar al Protector.

—¡Corristeis un riesgo enorme, majestad!

—Ningún razonamiento podría haber convencido a Iker de que renunciara a hacer justicia. Sólo una entrevista podía desgarrar el velo que lo cegaba.

—De modo que realmente confiáis en él…

—El título que lleva no es sólo honorífico, pues sus deberes serán numerosos y abrumadores. Muchas pruebas se anuncian y, sea cual sea el afecto que yo sienta por Iker, no tendré derecho a tratarlo con miramientos.

—Si comprendo bien, preferís mi primera hipótesis.

—Por desgracia, sí.

—¡Lo que implica me parece terrible! Los terroristas gozan, forzosamente, de cómplices entre la población egipcia. Tienen alojamientos seguros y una organización infalible, en la que ninguno de mis informadores ha conseguido introducirse hasta el momento. Y, más asombroso aún, el silencio. Nadie habla, nadie se felicita por desafiar a las autoridades.

—He aquí la prueba de que todos los miembros de la organización tienen miedo; miedo de un jefe supremo que no vacilará en acabar con quien no sujete su lengua. Ese monstruo utilizaba a Iker, y forzosamente lo encontrará en su camino.

—¿Por qué el hijo real no ha regresado a Menfis?

—Porque tú velas sobre la capital y él sigue otra pista. Kahun no teme ya nada, pero probablemente una parte de los asiáticos no ha salido del Fayum. Iker debe descubrir por qué.