38

Con su pequeño equipo de prospectores y policías del desierto, el general Sepi acababa de penetrar en Nubia tras haber explorado los parajes desérticos situados a uno y otro lado del valle del Nilo.

Gracias a los mapas proporcionados por las provincias no se había extraviado. En los lugares de explotación del oro, casi todos abandonados, el general había tomado algunas muestras que uno de sus subordinados entregaba al gran tesorero Senankh, de camino hacia Menfis.

La región parecía segura. Sin embargo, los especialistas se mostraban reacios a proseguir hacia el sur.

—¿Qué temes? —preguntó Sepi al teniente—. ¿Acaso no has recorrido cien veces esta región?

—Sí, pero no me fío de las tribus nubias.

—¿Piensas que no somos capaces de meter en cintura a unos pocos bandidos?

—Los nubios son poderosos guerreros, de legendaria crueldad. Necesitaríamos algunos refuerzos.

—Imposible, nos verían desde lejos. He recibido la orden de pasar desapercibido. ¿Qué tipo de enemigo esperáis, concretamente?

—Ya veremos.

—Un monstruo del desierto… ¿Es eso?

—Si se manifiesta, dispongo de las fórmulas adecuadas para dejarlo clavado.

Sepi no era un fanfarrón, por lo que el teniente se sintió tranquilizado.

—¿Por qué en Elefantina no han advertido al faraón de los desórdenes que provocan esos nubios? —preguntó el general.

—Cuando la provincia se consideraba independiente, adoptó malas costumbres, y modificarlas requerirá tiempo.

En cuanto regresara al valle del Nilo, Sepi resolvería el problema sin miramientos. Aunque la gran provincia del sur se hubiera unido a Sesostris, su comportamiento seguía siendo poco satisfactorio.

El pequeño cuerpo expedicionario tomó la pista que recorría el uadi Allaki, hacia el este. Por desgracia, el mapa de Sepi no se adecuaba ya a la realidad del terreno.

El teniente, asombrado, no reconocía el lugar.

—Los vientos desplazan las dunas —recordó—, y las violentas tormentas alimentan los ueds, cuyo curso se modifica. Pero es muy extraño, se diría que unas manos gigantescas han movido las rocas. Será mejor dar marcha atrás.

—Al contrario —opinó Sepi—, no desdeñemos semejante señal. Iremos tan lejos como nos lo permitan nuestras reservas de agua. Tal vez encontremos un pozo.

Al cabo de tres días de marcha divisaron unos edificios de piedra seca que señalaban el emplazamiento de una explotación minera.

Un técnico penetró en una estrecha galería con la esperanza de que contuviera aún filones explotables. Apenas había avanzado cuando el techo se derrumbó.

Sus compañeros intentaron liberarlo en seguida, pero tras varias horas de esfuerzos sólo sacaron un cadáver. Otras entradas de galerías parecían también accesibles, pero Sepi decidió no correr riesgo alguno. Cogió una gran piedra y la lanzó al interior de un pasadizo descendente.

Unos segundos más tarde se oyó un gran estruendo. También aquel techo se había derrumbado.

—La mina entera es una trampa —concluyó el general.

—Volvamos a Egipto —recomendó el teniente.

—Quieren obligarnos a renunciar. Pero el enemigo no me conoce.

—¡Más allá de este lugar no hay nada!

—Tú te quedarás aquí con el equipo; yo, junto con un voluntario, proseguiré. Si descubrimos otro yacimiento, volveremos a buscaros.

Robusto y atezado, el voluntario lamentaba su decisión. Sin embargo, ya hacía mucho tiempo que recorría las pistas del desierto. El calor, la ardiente arena, los ojos inflamados, los espejismos, los insectos… Nada de qué asustarse. Pero respiraba mal. El viento se levantaba de pronto, azotaba la piel y, luego, desaparecía con la misma rapidez, dando paso a un sol devorador. Algunas pulgas le torturaban las pantorrillas, y era la tercera víbora cornuda, muy agresiva, que ahuyentaba tirándole piedras.

—Dejémoslo, general.

—Un esfuerzo más, soldado.

—Esto es el infierno. Aquí sólo hay arena, reptiles y escorpiones, pero ni rastro de oro.

—Yo no lo creo así.

El voluntario se preguntaba de dónde sacaba Sepi tanta energía. Paso a paso, lo siguió.

De pronto, una aparición.

Un hombre de gran talla, con barba y la cabeza cubierta por un turbante.

Sepi se acercó, intrigado.

—¿Quién eres?

—Soy el Anunciador y sabía que te atreverías a llegar hasta aquí, general Sepi. Inútil hazaña, condenada al olvido. Y ahora debes morir.

Sepi blandió su espada y se arrojó sobre el extraño personaje. Creyó poder hundirle la hoja en el vientre, pero unas garras de halcón se clavaron en su brazo y lo obligaron a soltar el arma.

Rozando al voluntario, petrificado, unos monstruos brotaron de ninguna parte. Un enorme león, un antílope con un cuerno en la frente y un grifo se abalanzaron sobre el infortunado general, que fue derribado y desgarrado.

El soldado intentó huir, pero una poderosa mano lo arrojó al suelo.

—A ti te concedo la vida, así podrás contar lo que has visto.

—El pobre muchacho está completamente desquiciado —advirtió el teniente—. El sol le ha calcinado el cerebro.

—¡Los monstruos del desierto existen! —objetó un prospector.

—Pienso más bien en un ataque de los nubios. Aterrorizado, ha abandonado al general Sepi. Deserción… Si no estuviera en ese estado, este asunto le supondría una dura condena.

—Tiene el cuerpo quemado casi por completo, está viviendo sus últimos momentos. Llegar hasta aquí le ha exigido un increíble valor. Recordadlo, teniente: ¡también vos teméis a esos monstruos!

—Tal vez, tal vez… En todo caso, no podemos abandonar en el desierto el cadáver del general Sepi, suponiendo que, en efecto, haya muerto.

—¿No estaréis insinuando que vamos a ir a buscarlo?

—Si volvemos sin el general, y sin poder explicar lo que ha ocurrido, tendremos muchísimos problemas.

El prospector reconoció que el teniente tenía razón. Pero la idea de enfrentarse con las terribles criaturas que destrozaban los huesos de los humanos y bebían su sangre lo hacía temblar.

—Iremos todos —decidió el oficial.

El grupito no tuvo ningún mal encuentro.

Descubrió el cadáver de Sepi en un estado espantoso, lacerado por anchas garras. Sólo su rostro no había sufrido.

—Excavemos una tumba a la entrada del uadi Allaki —ordenó el teniente, conmovido—, y cubrámosla de piedras para que las bestias salvajes no devoren sus despojos.

En cuanto recibió las muestras de oro que llevaba el emisario de Sepi, el gran tesorero Senankh se dirigió a casa del visir Khnum-Hotep. Dejándolo todo, ambos dignatarios solicitaron audiencia al rey.

—Convocad a Sehotep y a Djehuty —exigió el faraón—. Avisaré a la reina y saldremos todos hacia Abydos. En nuestra ausencia, Sobek el Protector se encargará de la seguridad de Menfis. ¿Dónde se encuentra actualmente el general Sepi?

—En Nubia —respondió Senankh—. Pronto tendremos noticias suyas.

—Comprobemos de inmediato el valor de estas muestras.

—¿No tendría que seguir en mi puesto, majestad? —sugirió el visir.

—Ha llegado el momento de ampliar el «Círculo de oro» de Abydos —reveló Sesostris—. Bajo la protección de Osiris y en su territorio, Djehuty y tú viviréis su ritual. Eso aumentará más aún el peso de vuestras responsabilidades, pero fortalecerá nuestra coherencia ante la adversidad.

De acuerdo con las recomendaciones de Sobek, cuyo pesimismo y desconfianza no dejaban de aumentar, cada uno de los ilustres viajeros tomó su propio barco, escoltado por dos navíos de la policía fluvial. Sin embargo, a pesar de las protestas del Protector, el faraón insistió en ponerse a la cabeza de la flotilla.

En cuanto llegaron a Abydos, el paraje quedó por completo cercado. Ninguno de los temporales que acudieron a trabajar durante el día fue admitido.

Acompañado por las sacerdotisas y los sacerdotes permanentes, el Calvo se inclinó ante el faraón. El ritualista encargado de velar por la integridad del gran cuerpo de Osiris despojó a los recién llegados de sus objetos metálicos.

Bega, por su parte, se preguntaba por los motivos de la presencia en Abydos del faraón, la gran esposa real, el visir y los más altos personajes del Estado. Sin duda se había producido un acontecimiento excepcional que justificaba tan espectacular desplazamiento.

—Majestad, la barca de Osiris se ha detenido y no circula ya por los universos donde recoge las energías necesarias para la resurrección —declaró el Calvo—. Pero el árbol de vida sigue resistiendo aún el maleficio.

—Te traigo oro. Tal vez lo cure.

Bega rechinó los dientes. ¿Acaso los fieles del faraón habrían acabado obteniendo lo imposible?

—Dirijámonos a la acacia —ordenó Sesostris.

La procesión se organizó en silencio.

Esperando que el valioso metal fuera eficaz y disipara la pesadilla, Isis entró en primer lugar en el campo de fuerzas delimitado por las cuatro jóvenes acacias plantadas alrededor del árbol de vida y que correspondían a los puntos cardinales.

A sus pies, vertió agua y leche.

Luego, el rey se aproximó y tocó el tronco con el oro procedente del desierto de Coptos. Ninguna reacción se produjo, ningún calor corrió por las venas de la acacia.

El mismo fracaso se repitió con las demás muestras enviadas por el general Sepi.

Mientras que la aflicción se apoderaba de la concurrencia, Bega se alegraba ante aquella derrota, aunque lucía un rostro desalentado.

—Majestad, no sólo necesitamos el oro regenerador para curar el árbol, sino también para fabricar los objetos rituales sin los que los misterios osiriacos no podrían celebrarse con rectitud —recordó el Calvo.

—Las investigaciones que se llevan a cabo en Nubia sólo están empezando. Si alguien puede encontrar ese metal indispensable, ése es Sepi. Ahora, iniciemos a dos nuevos seguidores de Maat en el «Círculo de oro» de Abydos. Que Khnum-Hotep y Djehuty se retiren a una celda del templo de Osiris y allí mediten.

Hacía mucho tiempo que el «Círculo de oro» no se había reunido al completo, en torno a las cuatro mesas de ofrendas que marcaban la inalterable voluntad de sus miembros de consagrar su vida a la transmisión de la espiritualidad osiriaca. Sesostris pensaba en Sekari, que se encargaba de garantizar la seguridad de su hijo adoptivo, en el general Nesmontu, ocupado en consolidar la paz en la región sirio-palestina, y en el general Sepi, cuya misión se anunciaba más difícil aún de lo previsto.

Crueles ausencias, pero el rey sabía que habrían aprobado sin reservas las iniciaciones de Khnum-Hotep y de Djehuty, dos antiguos oponentes que se habían convertido en sus fieles servidores y, más allá de su persona, en los de la institución faraónica, única garantía del mantenimiento de Maat en la tierra.

Pese a los peligros que amenazaban al país y a la profunda decepción provocada por el reciente fracaso, las dos ceremonias se desarrollaron serenamente, como si los participantes estuvieran fuera del tiempo. Khnum-Hotep se colocó en el septentrión, acompañado por Senankh, y Djehuty a occidente, junto al Calvo.

El banquete estaba ya tocando a su fin cuando un miembro de los servicios de seguridad anunció la llegada de un teniente procedente de Nubia. El monarca lo recibió de inmediato.

El oficial habría preferido luchar contra unos guerreros desenfrenados más que comparecer ante el gigante, cuya mirada no se atrevió a sostener.

—Majestad, traigo muy malas noticias.

—No me ocultes nada, sobre todo.

—Las minas de oro de Nubia o son inaccesibles o se han convertido en una trampa. Y, más grave aún, el general Sepi ha muerto.

Como de costumbre, el rey no demostró ni un ápice de su emoción. Aquélla era la primera vez que deploraba la desaparición de un miembro del «Círculo de oro» de Abydos. El sitial de Sepi no sería ocupado nunca más, nadie lo sustituiría. Había cumplido sin desfallecer sus deberes sagrados y había formado a Iker, abriendo su espíritu a las múltiples dimensiones del oficio de escriba. Dotado de una inteligencia excepcional, valeroso hasta la temeridad, Sepi se había mostrado decisivo en el proceso de reunificación de Egipto, impidiendo a Djehuty cometer irreparables errores.

—¿Cuáles fueron las circunstancias de su defunción?

—Majestad, el general prosiguió la exploración hacia el gran sur en compañía de un voluntario. Antes de sucumbir a una insolación, el infeliz nos dio unas confusas explicaciones. A su entender, Sepi fue víctima de los monstruos del desierto. Pero soy de la opinión de que se trata, más bien, de bandidos nubios que han destruido las instalaciones mineras. La región no es segura, no hay posibilidad alguna de encontrarlos.

—Te equivocas —replicó el rey—. Detendré a los asesinos del general Sepi y los castigaré. ¿Protegisteis correctamente sus despojos?

—Por supuesto, majestad. Enterramos el cuerpo a la entrada del uadi Allaki.

—Regresa allí con un momificador y lleva a Sepi a la provincia de Tot.