37

Militares y policías corrieron hacia la morada del alcalde. Mientras la confusión se instalaba en la ciudad, Bina, Ibcha y numerosos asiáticos salieron de ella, con pesados cestos a cuestas llenos de armas.

—Mantente alejado de la multitud —recomendó Sekari a Iker—. En medio de este jaleo resulta imposible protegerte de algún mal golpe.

En la acrópolis de Kahun rugía el combate. Los mártires designados por Bina habían matado a varios servidores desarmados, pero los artesanos se defendían con sus herramientas. Y, cuando aparecieron las fuerzas del orden, algunos asiáticos, renunciando a su promesa de dar su vida por la causa, se dispersaron como gorriones asustados. Otros, en cambio, lucharon ferozmente pero sucumbieron por su inferioridad numérica.

Se inició entonces una larga y difícil caza del hombre que terminó dos horas más tarde. Ninguno de los terroristas se salvó.

El alcalde, impresionado, consolaba a los heridos.

Iker y Sekari intentaron saber cuántos asiáticos habían escapado y qué dirección habían tomado. Seleccionar los testimonios en los que se mezclaban miedo y exageración no fue fácil. De ellos salieron, sin embargo, dos grandes probabilidades: una parte de los fugitivos hacia el norte de la provincia, otra hacia el Nilo.

—Ya investigaremos luego —decidió Sekari—. Lo más urgente es identificar a sus eventuales cómplices en la propia ciudad, de lo contrario, nos arriesgamos a un nuevo atentado.

Había un solo sospechoso indemne: el herrero que había avisado a los asiáticos. Aunque había intentado aparecer como víctima, nadie creía en su mentira.

Un oficial lo agarró del pelo.

—Dejadme interrogarlo a mi modo. Lo dirá todo, creedme.

—Nada de tortura —decidió Iker.

—En el presente caso, el fin justifica los medios.

—Yo mismo interrogaré al prisionero.

El oficial soltó al artesano; contradecir a un hijo real podía acarrearle graves problemas.

—¿Veías con frecuencia a Bina?

—Como muchos habitantes de Kahun.

—¿Cuál era su plan para apoderarse de la ciudad?

—Yo no sé nada.

—Eso no es muy verosímil —observó Iker—, puesto que ocupabas un puesto de observación privilegiado en la propia villa del alcalde. ¿No debías acabar con él cuando estallara el motín?

—Yo sólo hacía mi trabajo.

Sekari se sentó junto al prisionero.

—Yo, amigo mío, no soy soldado ni policía. El hijo real que te pregunta con tanta amabilidad no ejerce sobre mí influencia alguna, pues mi carrera no depende de él. Lo divertido es que soy más bien experto en materia de interrogatorios. Confidencialmente, puedo decirte que la cosa me distrae. Por tu parte, claro está, te divertirás mucho menos.

Sekari mostró un pedazo de madera puntiaguda.

—Siempre comienzo reventando un ojo. Al parecer, es muy doloroso, sobre todo cuando no se dispone de una buena herramienta. Y eso es sólo un aperitivo. Luego paso a las cosas serias. Si el hijo real tiene la bondad de alejarse para evitar presenciar tan penoso espectáculo…

Iker dio la espalda al herrero.

—¡Quedaos, os lo suplico, e impedid que este loco me torture! ¡Hablaré, os lo prometo!

El escriba regresó junto al artesano.

—Te escucho. Pero te lo advierto: una sola mentira, y el experto se encargará de ti.

—Bina quería aprovechar el relevo de la guardia, mañana. Una vez ejecutados los soldados, habría conquistado fácilmente la ciudad.

—Así pues, ¿tenía un cómplice entre los militares?

—Eso es, pero ignoro su nombre.

—Nos estás tomando el pelo —afirmó Sekari.

—¡No, os juro que no!

Asustado como estaba, el prisionero decía la verdad. Iker y Sekari se reunieron con el alcalde, feliz al disfrutar de la recuperada calma.

—¿Quién es el responsable del relevo de la guardia previsto para mañana? —le preguntó el hijo real.

—El capitán Rechi.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En el cuartel exterior, junto al canal.

El cuartel estaba vacío, pues todos los soldados se habían dirigido a Kahun para garantizar la seguridad. Allí sólo quedaba un centinela de unos treinta años.

—Estoy buscando al capitán Rechi —dijo Iker.

—¿Quién eres tú?

—El hijo real Iker.

—¡Ah!… Rechi está vigilando el canal desde su barco.

—En ese caso, sin duda habrá divisado a los fugitivos. Llévame a ese barco.

—El capitán me ha prohibido que abandone mi puesto y…

—Yo te cubro.

—Bueno, vamos allá.

Los dos hombres se dirigieron rápidamente hacia el canal.

Oculta por la vegetación había una embarcación de buen tamaño, con una cabina central.

—¿Estáis ahí, Rechi? —preguntó el soldado con voz fuerte.

Importunadas, unas aves blancas y negras emprendieron el vuelo.

—Es curioso, no responde. Espero que no le haya pasado nada. Vayamos a ver.

A popa se veían dos arpones utilizados para la caza del hipopótamo.

Cuando Iker empujó la puerta de la cabina, presintió el ataque.

Tratando de evitar que lo dejaran sin sentido, recibió sin embargo un golpe en el hombro y se derrumbó.

—¡Un hurón en exceso curioso! —exclamó Rechi, cogiendo un arpón.

A pesar del dolor, Iker rodó sobre sí mismo para evitar la punta del arma, que se clavó en cubierta, a una pulgada de su cabeza.

Rechi se disponía a golpear de nuevo, con el segundo arpón esta vez, cuando un violento rodillazo en los riñones lo detuvo. Una llave en el brazo lo obligó a soltar el arma y un golpe en la garganta, con el canto de una mano, le privó de aire hasta hacerlo perder el conocimiento.

—Ese cobarde no sabe combatir —advirtió Sekari—. ¿Cómo te sientes, Iker?

—Sólo será un hematoma. Despertémoslo.

Sekari hundió en el canal la cabeza del capitán.

—¡No me matéis! —imploró.

—Eso dependerá de tus respuestas. Sabemos que eres el traidor comprado por Bina, la asiática.

—Nuestra causa triunfará, estamos oprimidos y…

—Tu discurso no nos interesa, y vuestra conspiración ha fracasado. ¿Adonde han ido tus cómplices?

—Debo callar…

Sekari volvió a sumergirle la cabeza en el agua y la dejó así un buen rato. Cuando volvió a sacarla, a Rechi le costó recuperar el aliento.

—Estoy perdiendo la paciencia. O hablas o acabarás en ese canal tu miserable existencia.

El capitán no tomó a la ligera las amenazas de Sekari.

—Los asiáticos se han separado en dos grupos. El primero ha tomado la pista que lleva al gran lago, el otro ha embarcado hacia Menfis.

—¿Para reunirse con quién? —preguntó Iker.

—Lo ignoro.

—¿Otro chapuzón? —sugirió Sekari.

—¡No, piedad! ¡Os juro que os he dicho todo cuanto sé!

—Llevémoslo a Kahun —ordenó el escriba.

El alcalde, agitado y envejecido, recuperaba poco a poco el ánimo. Eliminados los sediciosos y desaparecidas las huellas del combate, Kahun volvía a ser una ciudad tranquila y coqueta.

—Nunca podría haber imaginado semejante tragedia —le confesó a Iker.

—Los terroristas contaban con nuestra imprevisión —estimó Iker—, y están muy lejos de haber sido aniquilados.

—Antes de marcharte, asiste a la fiesta de Sokaris —solicitó el alcalde—. Así tendré tiempo de reunir las informaciones que necesitas.

Iker recordaba que el nombre de aquel dios misterioso figuraba en el canto de los hombres que llevaban la silla de manos: «La vida es renovada por Sokaris.»

Como sacerdote temporal de Anubis, se integró en el equipo que llevó procesionalmente la extraordinaria barca de Sokaris, que encarnaba la fuerza de las profundidades que conduce el alma de los justos por el camino de la resurrección. A proa, una cabeza de antílope, animal de Seth, cuya capacidad de destrucción había sido dominada, sacrificada y, luego, utilizada en favor de la armonía. En las proximidades, un pez encargado de guiar al dios de la luz por las tinieblas de los abismos, y las golondrinas llegadas del más allá. En el centro de la barca, la cabina simbolizaba el cerro primordial donde se manifestó la vida en la «primera vez», revitalizado todos los días. De ella salía una cabeza de halcón, afirmación del poder real y de la victoria de la claridad celestial sobre la oscuridad del caos.

—¿Está Sokaris vinculado a Osiris? —preguntó Iker al ritualista que dirigió la ceremonia en el santuario del segundo de los Sesostris.

—Esta barca aleja a sus enemigos. A Osiris le ofrece un lugar de mutación y de alimento. Por eso, tras la ceremonia, será transportada a Abydos.

Abydos… El paraje sagrado no dejaba de poblar los pensamientos de Iker. ¿Acaso su nueva función no le permitiría, en un porvenir más o menos lejano, ser admitido allí y poder ver de nuevo a Isis? Recogido, el muchacho participó con fervor en la entrada en el templo, oculto a las miradas profanas. ¿Le concedería Sokaris la ayuda que necesitaba?

—Sobre Cuchillo-afilado y Ojo-de-Tortuga no queda ya duda alguna —declaró el alcalde—. Pertenecieron efectivamente a la marina mercante, pero fueron expulsados de ella por robo. Cuando se enrolaron en El rápido, actuaban ya al margen de la ley. Sus colegas, incluido el capitán, probablemente no valían mucho más.

—A barco fantasma, tripulación fantasma —concluyó Iker—. ¿Y la lista de los astilleros?

—He enviado a algunos investigadores para que interrogaran a los responsables y a los artesanos de los astilleros activos hoy en el Fayum. Ninguna anomalía. En cambio, no dispongo de información alguna sobre un lugar que se cerró el año pasado, junto al gran lago.

—¡Es uno de los destinos de los fugitivos!

—Si deseas ir personalmente allí, te proporcionaré una escolta. Suponía que el lugar era apacible, pero tras los acontecimientos…

—Que un mensajero salga de inmediato hacia Menfis, para que su majestad sea avisada del drama de Kahun en el plazo más breve posible.

Iker dudaba de que los asiáticos fueran interceptados antes de llegar a sus cubiles, preparados sin duda desde hacía mucho tiempo. Sobek el Protector debería desmantelar las organizaciones subterráneas, cuyo número y magnitud seguían siendo desconocidos. ¿Proseguiría el enemigo, en Menfis, lo que había emprendido en Kahun?