Dada la rapidez del depredador, Iker ni siquiera había tenido miedo de morir. En el momento en que el enorme cocodrilo se deslizó bajo su cuerpo se agarró al monstruo zambulléndose hacia el fondo del lago.
Tras haber atravesado una zona turbia y gris descubrió un bosque acuático iluminado por un suave sol, y acudieron a su mente las palabras mágicas que componían un himno destinado a apaciguar el furor del dios cocodrilo: «Tú, que te levantas en el agua primordial y dispensas la claridad procedente de las ondas, hazla renacer en tierra, sé el toro fecundador, señor de los alimentos, busca a tu padre Osiris y protégeme del peligro.»
Maravillado por el esplendor de las plantas multicolores que ondulaban con gracia, Iker no pensaba ya en respirar. El viejo cocodrilo volvió a la superficie y depositó su fardo en un soleado cerro.
Sin comprender cómo había sobrevivido, Iker tuvo la sensación de estar provisto de una nueva arma, la fuerza del gran pez.[20]
Ante él, una momia extraordinaria: la cabeza del cuerpo osírico salía del cuerpo de un cocodrilo de bronce, con dientes de oro, y revestido con una capa formada por cobre y electro. El señor de las aguas se presentaba como una barca indestructible, ofrecida al difunto para navegar por las extensiones del más allá. En unos pocos minutos, olvidándose de sí mismo, Iker acababa de vivir el renacimiento de la luz brotada del fondo del lago.
En lo alto del cerro vio una acacia.
Lamentablemente, acababan de quemarla. Ramas y hojas eran ya sólo cenizas, humeantes aún. En el tronco calcinado estaba escrito el nombre de la diosa Neith con tinta roja.
—Cuéntamelo otra vez —exigió Sekari.
—Será la décima ya —protestó Iker.
—¡Por tu causa creí haber cometido un error fatal! Además, tu historia parece tan disparatada que debo memorizar cada uno de sus detalles y asegurarme de que no inventas otros nuevos cuando vuelves a relatarlos.
—¿Y es así?
—Hasta ahora, no, pero ¿acaso somos, nunca, demasiado prudentes?
—El genio maligno que se oculta en las tinieblas ha destruido la acacia de Neith. Se diría que presiente nuestras iniciativas.
—Razón de más para dirigirnos de inmediato a Kahun, detener a Bina y desmantelar su organización.
—Asegurémonos, primero, de la rectitud del alcalde.
—Debes entrar en la ciudad del modo más oficial —recomendó Sekari—. Si te mete en la cárcel, haré que intervenga el ejército. Esperemos que la ciudad no esté en manos de los asiáticos.
Bina estaba preparada. Dentro de tres días, los asiáticos instalados en Kahun tomarían las armas que habían fabricado y ocultado para atacar, luego, los puestos de guardia durante la noche. Con su cómplice Ibcha, tan decidido como ella, la muchacha acabaría después con los escribas para aterrorizar a la población y hacerle comprender que sus nuevos dueños rechazaban la antigua cultura.
Tras la caída de Kahun, Bina emprendería la conquista de las otras poblaciones del Fayum. Ninguna aldea se le resistiría. Llegarían otras caravanas de asiáticos como re fuerzo, y el ejército de Sesostris, inmovilizado en Canaán, tardaría mucho tiempo en reaccionar. Luego, sufriría los ataques de una agotadora guerrilla.
Ésas eran las directrices del Anunciador, que la hermosa morena iba a seguir al pie de la letra. Su victoria se debería a su encanto. Cada tres meses, el alcalde renovaba por completo la guardia de Kahun, pero Bina había seducido al funcionario encargado de las próximas sustituciones. Tanto con sus caricias como con sus ardientes declaraciones, lo había convencido de que se uniera a su causa, proponiéndole un cargo de primera línea en el futuro alto mando. Gracias a aquel ingenuo, que sería el primero en desaparecer, conocía el número exacto de soldados y sus posiciones.
Al cabo de unos pocos minutos, los asiáticos los aniquilarían.
—Nombre y cargo —exigió el guardia que vigilaba la puerta principal de Kahun.
—Iker, escriba y sacerdote temporal del templo de Anubis.
—¿Algo que declarar?
—Mi material de escritura.
El oficial registró las alforjas que llevaba Viento del Norte.
—Puedes pasar. Yo muy pronto habré acabado con este maldito trabajo. Pasado mañana, por fin, el relevo, y entonces regresaré al Delta.
—¿Está tranquila la ciudad? —preguntó Iker.
—Sin novedad alguna.
Precedido por Viento del Norte, que conocía bien Kahun, Iker se dirigió hacia la enorme villa del alcalde, poblada por un importante número de escribas y artesanos.
Uno de los empleados en el correo lo reconoció.
—Iker… Pero ¿dónde has estado?
—¿Está el alcalde en su despacho?
—Nunca sale de él. Te anunciaré.
El muchacho instaló a Viento del Norte a la sombra de un cobertizo e hizo que le proporcionaran forraje. Un escriba condujo al visitante hasta el corazón de la villa.
El alcalde salió de detrás de un montón de expedientes.
—¡Iker, dime que no eres tú…! ¡No puedes ser tú, el que fue nombrado hijo real por el decreto que acabo de recibir!
—Mucho me temo que sí.
—Cuando desapareciste, renuncié a iniciar una investigación. Sin embargo, habrías merecido severas sanciones. Pero sentí que estaba tramándose algo extraño pues, realmente, eras muy distinto de los demás escribas. Apuesto a que has venido en misión oficial.
—Quiero saber a qué dueño servís.
El alcalde se agarró a su sillón.
—¿Qué significa esa pregunta?
—Han intentado asesinar al rey. Aquí mismo, en Kahun, se ocultan los terroristas. Ya no tardarán en actuar.
—¿Te… te estás burlando de mí?
—Conozco a algunos de los conspiradores. La mayoría son asiáticos empleados como metalúrgicos.
El alcalde parecía estupefacto.
—¡No estás hablando de Kahun, de mi ciudad!
—Por desgracia, sí. O sois cómplice de los terroristas o me ayudaréis a erradicarlos.
—¿Qué yo estoy del lado de esos bandidos? ¿Acaso te has vuelto loco? ¿Cuántos soldados quieres?
—Detenerlos a todos al mismo tiempo implica no dar la voz de alarma. Una intervención mal preparada acabaría con excesivos choques sangrientos.
—¿Qué propone entonces el hijo real Iker?
—Reunid a los responsables y organicemos una serie de operaciones bien dirigidas. Tras haber desmontado la conspiración, me procuraréis la lista de los astilleros del Fayum, incluidos los que fueron cerrados y sin olvidar aquel para el que trabajaba el difunto carpintero Cepillo.
—Será laborioso reunir todos esos elementos, pero los tendrás.
—¿Puedo instalarme en mi antigua casa?
El alcalde pareció molesto.
—Imposible.
—¿Acaso la habéis atribuido a otro?
—No, en absoluto… En fin, tú mismo verás.
El herrero empleado en el anexo de la villa del alcalde alegó un insoportable dolor de espalda y dejó la responsabilidad de la forja a su ayudante, para consultar urgentemente con un terapeuta.
En realidad, acababa de reconocer a Iker y debía avisar en seguida a su jefe, Ibcha, capataz del principal taller de fabricación de armas.
Ibcha ordenó que fueran a buscar a Bina, que abandonó de inmediato la limpieza de la lujosa morada del conservador de los archivos, su más reciente patrón.
El trío se encerró en un almacén.
—Iker ha vuelto —reveló el herrero.
—¿Estás realmente seguro? —preguntó Bina.
—Soy muy buen fisonomista.
—Es una catástrofe —deploró Ibcha.
Bina no lo contradijo. Sabía que el comando enviado por Jeta-de-través para matar al rey había fracasado y que Iker se había convertido en pupilo único de palacio; dicho de otro modo, en un fiel servidor del faraón.
Sin embargo, según recientes informaciones, Iker, caído en desgracia y obligado a abandonar la corte, se había dirigido hacia el sur con una esperanza de vida muy reducida, puesto que uno de los agentes del libanés se disponía a eliminarlo.
—Iker sigue gozando de la confianza del faraón —estimó—. Le ha encargado que acabara con nosotros. Sólo queda una solución: huir de inmediato llevándonos el máximo número de armas y sacrificando a nuestros peores elementos, en una refriega que sirva de distracción.
Ibcha se rebeló:
—¡Estamos a pocas horas de la toma de Kahun!
—El hijo real ha ido a casa del alcalde para organizar nuestro arresto. Nos quiere vivos. ¿Acaso olvidas que conoce el emplazamiento del taller de cuchillería y el verdadero papel de los metalúrgicos asiáticos? No tenemos ni un instante que perder. Si vacilamos, estamos perdidos.
Derrumbándose, Ibcha se rindió a las razones de su jefa.
—¿De qué tipo de distracción estás hablando?
—Del ataque a la villa del alcalde.
Iker y Viento del Norte estaban aterrados.
De su hermosa mansión y su soberbio mobiliario sólo quedaban ya ruinas que mostraban los estigmas de un violento incendio.
—No pudimos salvar nada —explicó el Melenudo, escriba oportunista y perezoso, presente siempre en caso de desgracia—. El fuego se inició en plena noche, y no fue un accidente.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque había por lo menos diez focos que se encendieron al mismo tiempo. Por esa razón la ayuda resultó ineficaz. Una anciana vio huir a varios hombres. Ya lo sabes, Iker, te tengo afecto, pero hay envidiosos y malhechores.
—¿Tienes sospechas?
—Concretas, no… ¿Es cierto que te has convertido en el hijo adoptivo del faraón?
—Sí, así es.
—¿Me ayudarás entonces a obtener un ascenso?
—Esa decisión corresponde al alcalde.
—El alcalde no me aprecia demasiado. ¿Me apoyarías si te proporcionara una información fundamental?
—Proporciónamela.
—¿Dónde piensas alojarte?
—En el templo de Anubis.
El asno tomó la dirección del santuario, cuyos permanentes recibieron a Iker con variadas actitudes. A unos les satisfacía volver a verlo, pero otros le reprocharon haber abandonado su puesto de temporal sin avisar a nadie.
El muchacho presentó excusas a los sacerdotes, que agradecieron al hijo real que honrara el lugar con su presencia. Le proporcionaron la mejor habitación, pero el escriba quiso ver de nuevo la biblioteca donde había clasificado y ordenado tantos notables manuscritos que databan de la época de las grandes pirámides.
Su meditación duró muy poco, pues el Melenudo solicitó una entrevista. Iker lo recibió en su habitación.
—¡Tengo tu información! ¿Hablarás con el alcalde?
—Lo haré.
—Pues bien, ésta es: uno de los incendiarios era el herrero asiático empleado en el ayuntamiento. Esta mañana, cuando te ha visto, ha abandonado precipitadamente su puesto por unos dolores dorsales. Según su ayudante, no era cierto, porque corría como una liebre.
Iker había sido descubierto, pues, por uno de los hombres de Bina. O iniciaría muy pronto las hostilidades o precipitaría la fuga de sus acólitos. Puesto que la intervención policial no estaba a punto aún, la joven asiática disponía de una indudable ventaja.
—¡Pronto, Melenudo! Avisemos al jefe de la guardia.
Mientras los dos hombres corrían hacia el cuartel, se oyeron algunos gritos.
—¡Están atacando la villa del alcalde! —aulló un vendedor de jarras abandonando su carga.