El tono del Anunciador hacía temblar a quienes se empapaban de sus palabras. De los bolsillos de su túnica de lana sacó tres pedazos de cuarcita roja.
—La luz no ha dañado estas piedras de Seth —explicó—. De modo que contienen aún el fuego destructor que nos ayudará a combatir a nuestros enemigos. Abrid los tres vuestra mano izquierda.
El Anunciador depositó una piedra en la palma de sus manos.
—¡Ahora, cerrad los dedos y apretad fuerte, muy fuerte!
Los tres hombres gritaron al mismo tiempo. La cuarcita les abrasaba la piel, pero era imposible aflojar la presión.
El Anunciador extendió los brazos y el dolor desapareció.
—Ahora lleváis en vuestra carne la marca de Seth. Sois sus aliados y sus confederados, y me obedeceréis sin rechistar. De lo contrario, vuestro cuerpo se inflamará y moriréis entre atroces sufrimientos.
La cuarcita se había disgregado. Como sus cómplices, Medes vio en la palma de su mano una minúscula cabeza del dios, con su hocico de okapi y sus dos grandes orejas erguidas.
Bega se asfixiaba. Él, el servidor de Osiris, era ahora discípulo de Seth, su asesino.
—Ya nada nos separará —añadió el Anunciador—. Nuestro pacto está sellado.
—¿Con qué tropas atacaremos al faraón? —preguntó Medes.
—¿No acaba de crear un ejército nacional?
—Sí, y lo manda el general Nesmontu. Un temible poderío militar.
—Un enfrentamiento frontal forzosamente nos resultaría desventajoso —reconoció el Anunciador—, pues sólo podríamos oponerle un rebaño de cananeos presuntuosos, lloricas y cobardes. La única solución es el terrorismo.
—¿Con qué armas?
—Mi organización de Kahun las fabrica oficialmente para equipar a las fuerzas del orden egipcias, pero roban una parte para nosotros. Organizaremos acciones esporádicas y sangrientas que hagan vacilar al faraón e instalen el miedo en la población.
—¿No se volverán contra nosotros los civiles inocentes? —se inquietó Gergu.
—No hay inocentes. Estarán con nosotros o contra nosotros. Someterse al faraón y respetar la ley de Maat es ser culpable. En adelante, cada cual en vuestro lugar, la pisotearéis sin descanso. Quiero saberlo todo de Abydos, de Sesostris, de su gobierno, de su ejército y de su policía. Ahora, dispersémonos.
Bega se puso el capuchón y fue el primero en partir. Vacilante, tomó por la pasarela y desapareció entre las cañas.
—¿No habrá tomado Sesostris una decisión extraordinaria? —preguntó el Anunciador, con la mirada perdida en la lejanía.
—Exacto —respondió Medes—, ha elegido a un hijo adoptivo.
—¿Su nombre?
—Iker.
—¿No es ése el joven de Medamud que tú destinabas al dios del mar?
Medes sufrió un nuevo choque.
—Sí, pero… ¿cómo lo sabéis?
—¿Quién te dio el nombre de esa víctima expiatoria?
—Un informador local.
—Actuaba por orden mía. Descubrí en ese muchacho una notable capacidad para resistir las fuerzas del mal. Sacrificándolo, las habríamos recuperado en nuestro benefició. Al escapar del naufragio se alimentó con una fuerza suplementaria.
Jeta-de-través abandonó su reserva:
—¿No será el tal Iker el informador de la policía al que yo creía muerto, abrasado, en la montaña de las turquesas?
—Sobrevivió al incendio y siguió su camino, ajeno al poder que lo guiaba. Hoy recibe las enseñanzas de Sesostris y se sienta junto al faraón.
—Tranquilizaos —intervino Medes—, ha abandonado Menfis como un mediocre a quien el rey hubiera expulsado discretamente.
—¿Su destino?
—El sur. Probablemente regresa a su aldea natal, don de presumirá por algún tiempo, como un héroe, antes de dormirse en sus privilegios. En la capital no volverán a oír hablar de él.
Medes y Gergu abandonaron, a su vez, el barco.
El Anunciador se dirigió al capitán:
—Zarpa hacia el Fayum. Abre bien los ojos y los oídos. Si descubres a Iker, mátalo.
Ninguno de los mapas de los que Iker disponía mencionaba la acacia de Neith, pero los archivos proporcionaban una indicación: se erguía en la isla de Sobek, en el Fayum. Por desgracia, los geógrafos no la habían localizado. Tal vez interrogando a los habitantes de la provincia, el muchacho podría encontrarla.
Desde su partida de Menfis, Sekari vigilaba a Iker. Fingiendo no conocerse, los dos viajeros no se dirigían la palabra. En caso de peligro, Sekari intervendría con tanto vigor como fuera necesario.
Dos campesinos le habían parecido sospechosos, sobre todo cuando se habían acercado a Iker de un modo extraño. Pero sólo deseaban conversar, y no se produjo ningún incidente antes de llegar al puerto que conectaba con la Ciudad del Niño Real[19], donde los constructores ampliaban un templo en honor del dios carnero Heryshef, «El que está sobre su lago», responsable de la crecida en el Fayum y de su correcta irrigación por el gran canal que zigzagueaba entre una abundante vegetación.
Había obras por todas partes: desecación de marismas, fundación de aldeas y templos, construcción de pequeñas presas, de esclusas y canales de drenaje… Buena parte de la región parecía un inmenso bosque, un paraíso para la flora y la fauna.
Satisfecho con el viaje, Viento del Norte trotaba alegremente. Tras haber llevado a cabo su representación habitual, gimiendo y revolcándose por el suelo para que Iker no cortara sus cascos, tan duros como madera de ébano, recuperaba el aspecto altivo y provocaba la admiración de los conocedores.
—Sabes muy bien que es necesario ocuparse de tus cascos tres veces al año, igualando su superficie con un raspador —le recordó Iker.
El asno prefirió no responder y prosiguió su camino hasta el peaje de la Ciudad del Niño Real.
—¿Alguna mercancía que declarar? —preguntó el encargado.
Iker mostró su material de escriba.
—De acuerdo, puedes pasar.
—Busco un antiquísimo lugar sagrado donde se yergue una acacia dedicada a la diosa Neith. ¿Quién podría informarme?
—El mejor conocedor de la región es el vigilante de los diques.
El funcionario le indicó al viajero el emplazamiento de la casa del especialista. Como si hubiera comprendido el itinerario mejor que el hijo real, Viento del Norte marchó por delante, sin equivocarse de camino.
El vigilante tomaba el fresco en su jardín, a la sombra de una pérgola. Iker lo saludó, se presentó y formuló su petición.
—La acacia de Neith… Sí, he oído hablar de ella. Crece en un rincón perdido que sólo frecuentan unos escasos pastores y las bestias salvajes. Dirígete hacia el noroeste, dejando a tu derecha el obelisco de Sesostris Primero. En lo alto hay un disco solar que simboliza el nacimiento de la luz, brotando de las aguas primordiales. ¿Por qué te interesa ese árbol sagrado?
—Estoy localizando los antiguos parajes de esta provincia para incluirlos en un mapa.
Por la noche, en el albergue, el vigilante no dejó de relatar esa entrevista a sus amigos. La descripción de Iker y su asno llegó a los oídos del capitán que el Anunciador había enviado con una misión. Ya no soltaría su presa.
La lujuriante naturaleza no tenía sólo cosas buenas. Sin una pomada antimosquitos, de la que también se beneficiaba Viento del Norte, los dos exploradores habrían dado marcha atrás. Según las indicaciones de un anciano que encontraron en una aldea, el árbol de la diosa no estaba ya muy lejos, pero era preciso desconfiar al flanquear el lago de los cocodrilos, poblado por verdaderos monstruos, uno de ellos de ochenta años que, al ocaso, se tendía al sol.
Iker se preguntó si Sekari lo seguiría todavía a distancia por aquel dédalo.
Tras haber apartado unas ramas de tamarisco entrecruzadas, el escriba descubrió una extensión de agua oculta en plena vegetación y cuyo extremo se perdía en un bosque de sauces. En la orilla, un pastor asaba una perca.
Iker se acercó.
—¿Está lejos de aquí la isla de Sobek?
—Posiblemente no.
—Soy el escriba Iker y busco el emplazamiento de la acacia de Neith.
Hirsuto, mal afeitado, el capitán parecía uno de aquellos solitarios malhumorados que no apreciaban en absoluto la compañía de los humanos pero que conocían perfectamente su territorio.
—La acacia de Neith —repitió—. ¿Qué quieres de ella?
—Situarla en mi mapa.
—Los mapas son inútiles. Es mejor fiarse del propio olfato.
—¿Querrás ayudarme, de todos modos?
—Primero tengo que terminar mi almuerzo. ¿Tienes hambre?
Los dos comensales comieron en silencio. Luego, el falso pastor se levantó.
—La isla de Sobek se encuentra en un extremo del lago —explicó—. Tomaremos mi barca.
Apartó las cañas y soltó la amarra.
—Agárrate a mi brazo —le recomendó a Iker—. Con el número de depredadores que merodean por aquí será mejor que no caigas al agua.
Iker hizo mal confiando en su guía. Precisamente cuando el escriba se mantenía en equilibrio, el capitán lo empujó con violencia.
Al chocar con la superficie del lago, el hijo real hizo brotar grandes salpicaduras. Transcurridos unos instantes, para sobreponerse y nadar hacia la orilla, vio lanzarse hacia él al viejo cocodrilo, dueño del lugar, de ochocientos kilos de peso, que, apoderándose de Iker, se hundió en las profundidades.
—¡Misión cumplida! —rio el capitán.
El asesino no tuvo ocasión de alegrarse más pues, surgiendo de una espesura, Sekari le propinó un cabezazo en los riñones y lo lanzó también al lago.
—¡Socorro —aulló el capitán—, no sé nadar!
Aunque Sekari hubiese querido ayudarlo, no habría tenido posibilidad alguna de lograrlo. Dos cocodrilos más se encargaban ya de aquella gesticulante presa. El primero tomó el cuello entre dos mandíbulas provistas de setenta colmillos perforadores, el segundo se encargó de la pierna izquierda. Coléricos, los monstruos destrozaron al enviado del Anunciador.
Sekari se sentía furioso consigo mismo.
—¡Me ha parecido un pastor de verdad! Aunque desconfiaba de él, no creí que agrediera a Iker antes de llevarlo hasta la acacia.
Viento del Norte miraba fijamente el agua, enrojecida por la sangre del capitán.
—¡No puedo abandonar a Iker, voy a zambullirme!
Pero el asno se plantó ante Sekari y levantó la oreja izquierda.
—¿Cómo que no? Tal vez esté sólo herido, tal vez…
En los grandes ojos del animal, Sekari leyó una inquebrantable determinación. Y, desalentado, se sentó en la ribera.
—Tienes razón, sólo conseguiría que me devorasen a mí también.
Ahora, numerosos cocodrilos combatían entre sí, procurando todos ellos obtener parte del festín.
Sekari lloró.
—No he podido salvar a mi mejor amigo. Ha muerto por mi culpa.
Viento del Norte levantó la oreja izquierda. Sekari lo acarició.
—Tu bondad me caldea el corazón, pero me detesto a mí mismo. Vamos, marchémonos de aquí.
El asno se interpuso de nuevo.
—Se ha terminado, Viento del Norte. Todo ha terminado.
Firmemente erguida, la oreja izquierda desmentía esa afirmación.
—¿Quieres seguir esperando?
Le tocó entonces a la oreja derecha señalar el cielo, con gran vigor.
—Esperar… Pero ¿qué debemos esperar?
Viento del Norte se instaló cómodamente en el suelo, sin apartar los ojos del lago.