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Con una soberbia túnica blanca de lino real y tocado con una peluca ritual, el pupilo único Iker acompañaba al rey en la fiesta de la diosa Useret, la Poderosa, que celebraban las sacerdotisas de Hator bajo la dirección de la reina.

El muchacho se movía en un ininterrumpido sueño. Él, el modesto aldeano destinado a una carrera de escribano público al servicio de los analfabetos, caminaba junto al dueño de las Dos Tierras ante los ojos admirados y envidiosos de los dignatarios de la corte.

Ciertamente, su destino sólo le concedía una pausa muy breve, por lo que disfrutaba plenamente de aquellas horas exaltadoras, asumiendo sus funciones con una naturalidad desarmante para los observadores. A muchos les habría gustado burlarse de él, tratándolo de campesino y de patán, pero Iker tenía el porte de un escriba real educado en palacio. De modo que comenzaba a circular un nuevo rumor: aquel muchacho sólo podía ser un auténtico hijo de Sesostris cuya existencia, por misteriosas razones, había ocultado el rey hasta aquel día.

Iker, por su parte, aguardaba la misión que no dejaría de atribuirle el monarca, misión forzosamente peligrosa en la que tal vez perdiera la vida. Así pues, a riesgo de disgustar al faraón, su hijo adoptivo intentó disipar alguna zona sombría.

—Majestad, ¿existe todavía el «Círculo de oro» de Abydos?

—¿Quién te ha hablado de él?

—Durante un extraordinario ritual de regeneración del ex jefe de provincia Djehuty, vi luz saliendo de dos recipientes. El general Sepi pronunció esta frase: «Tú, que deseabas conocer el “Círculo de oro” de Abydos, míralo actuar.» También Sekari parece conocerlo.

—El «Círculo de oro» es la emanación de Osiris. Cuando se pertenece a él, ya no te perteneces, pues sólo cuenta la función vital confiada a cada uno de sus miembros. El papel no consiste en predicar, ni en convertir, ni en imponer una verdad revelada y algunos dogmas, sino en actuar con rectitud.

El faraón se sentó bajo un dosel. A su derecha, Iker hizo lo propio.

—Has sido iniciado en los primeros misterios de Anubis. ¿Qué sabes del poder divino?

—Único es el dios oculto, más alejado que el lejano cielo, demasiado misterioso para que su gloria sea revelada, demasiado grande para ser percibido —respondió el joven—. Si pronunciáramos su nombre secreto, caeríamos de inmediato muertos de miedo.

—Saludable temor, pero insuficiente para alcanzar el «Círculo de oro» —juzgó el rey—. ¿Has observado ya el centro del cielo?

—Seth reina allí sobre las imperecederas estrellas.

—El cosmos es el cuerpo del Gran Dios; su alma, la energía que lo anima. Seth se limita a una parte de ese cosmos, su fuerza se manifiesta en el rayo, el relámpago, la tempestad y la tormenta. Osiris, en cambio, es el universo entero, recorrido por potencias creadoras, tan numerosas y variadas que el pensamiento humano no podría concebirlas. Cuando se concentran, forman un haz de energía de especial intensidad. Aparece entonces lo que denominamos una divinidad. Cada una de ellas, en su función específica, las transforma en alimentos espirituales, asimilables por nuestro corazón-conciencia. El acto creador es Uno. Al hacerse Dos, consuma el imposible matrimonio. Luego se desvela en forma de Tres, antes de multiplicarse en millones, sin dejar de ser Uno.

—¿Por qué, en escritura jeroglífica, un mástil con una banderola chasqueando al viento, aunque cuidadosamente envuelta, simboliza la divinidad?

—Porque su realidad se transmite por el aire luminoso, estimulado por el soplo del más allá. Se encarna en un eje que debe ser protegido, envuelto, pues, como la momia, soporte del cuerpo de luz. Todo Egipto es la morada amada por las divinidades. Puedes encontrarlas en los templos, en los oratorios campesinos, en una humilde capilla o durante las fiestas. Aprende a discernir su verdadera naturaleza y a comprender cómo tejen la armonía del universo. Las partes de esa totalidad se ensamblan porque Osiris permanece puro y sin mancilla, pues no se mezcla con el desorden ni las calamidades que provoca la especie humana. Sus misterios no se alteran ni en lo aparente ni en lo visible.

A Iker le hubiera gustado preguntarle al rey durante horas, pero la ceremonia comenzó y se hizo el silencio.

Ayudada por las sacerdotisas de Hator, la reina levantó algunos minerales hacia el sol, luego depositó una barca de oro en un altar. En la proa estaba Useret, la Poderosa, capaz de vencer las tinieblas gracias a sus cuatro rostros. El término useret significaba el cuello, el eje, lo que sostiene la cabeza, pero también el poste de tortura al que se ataban los confederados de isefet, la fuerza destructora.

Una sacerdotisa saludó el renacimiento de la luz que la Venerable hacía efectivo en la barca de los millones de manifestaciones. Se insertó entonces un disco de oro, el sol femenino que adoptaba también la forma del uraeus, la cobra hembra que arrojaba su fuego para despejar el camino del faraón.

Iker ya no escuchaba los himnos, ni siquiera se interesaba por los actos rituales.

No apartaba ya los ojos de la joven sacerdotisa, junto a la reina.

Ella.

Ella, la muchacha siempre presente en su pensamiento y en sus sueños, de la que estaba perdidamente enamorado.

Espió cada uno de sus gestos, cada uno de sus pasos, esperando que sus miradas se cruzaran, aunque sólo fuera por un instante. Pero la ritualista permaneció concentrada en su tarea, y la ceremonia, terriblemente corta, llegó a su fin.

Una formidable esperanza invadió a Iker: ya no era un simple escriba provinciano, sino el hijo adoptivo del faraón Sesostris y, como tal, podría hablar con ella.

La hermosa esperanza, sin embargo, cedió en seguida. Todo lo que le diría iba a ser ridículo, soso y sin interés. Si se mostraba demasiado apasionado, ella lo despediría.

La voz grave del rey lo arrancó de sus tormentos.

—¿Has advertido bien la importancia de este ritual?

—No, majestad.

—Sigues siendo sincero. De lo contrario, mi enseñanza cesaría. Debes saber que me era necesario fortalecerte antes de enviarte a tu misión. El fulgor del disco de oro y el fuego del uraeus han penetrado tanto en tu cuerpo como en tu alma.

—Majestad, ¿conocéis a la joven sacerdotisa que ayudaba a la reina?

—Suele residir en Abydos.

—¿Cómo se llama?

—Lleva un nombre ilustre, Isis, el de la esposa de Osiris. Esa muchacha ha consagrado su existencia al templo y a sus misterios.

La revelación del rey lo sumió en la desesperación. La hermosa Isis seguía siendo inaccesible.

Uno de los principales rasgos del carácter de Sekari era la obstinación, sobre todo cuando se trataba de establecer la verdad y de absolver a un inocente. Sin embargo, el porvenir de Sobek el Protector parecía muy oscuro.

Sekari siguió un sencillo razonamiento: quienes habían conseguido mancillar a Sobek debían de estar muy orgullosos de su hazaña. Por lo tanto, se manifestarían de modo más o menos aparente, ruidoso incluso.

El hilo le pareció delgado. Así pues, el agente secreto de Sesostris pidió al visir que le entregara las actas referentes a los incidentes, mínimos incluso, acontecidos tras la inculpación del Protector.

Al ver el volumen de los documentos, Sekari estuvo a punto de renunciar. Finalmente decidió solicitar la ayuda de dos escribas aptos para clasificar los textos según la gravedad de los acontecimientos: peleas en las tabernas, robos en los mercados, disputas conyugales que habían dado origen a una denuncia, discusiones sobre los límites de los campos… Sekari comenzó sus investigaciones por lo peor: un asesinato en Menfis y dos clandestinos muertos al intentar cruzar ilegalmente la frontera del nordeste.

El asesinato era resultado de una violenta disputa entre dos primos, que se habían peleado para obtener la propiedad de un palmeral tres veces centenario. El que mejor manejaba el garrote había destrozado la cabeza del otro.

No tenía relación alguna con el caso Sobek. En cambio, el intento de cruzar la frontera ofrecía un detalle interesante: los clandestinos no intentaban entrar en Egipto, sino salir de él.

Sekari se dirigió al fortín para consultar con el oficial que firmaba el acta. Provisto de unas credenciales del visir, fue bien recibido.

—Cuéntame los hechos.

—Los dos tipos se acercaron sin aparente hostilidad. Sin embargo, mis soldados no recordaban sus caras, ¡y tienen mucha memoria para eso! Evidentemente, eran cananeos. Les pregunté adonde iban. «Volvemos a casa, a Siquem, respondieron, nuestros documentos están en regla.» Y los mostraron con arrogancia. El texto proclamaba: «Muerte al ejército egipcio, ¡viva la rebelión en Canaán!» El tono fue subiendo, los bandidos intentaron huir y los arqueros los mataron. Dos terroristas menos.

Sekari dio un respingo. Aquellos provocadores eran unos suicidas o… ¡no sabían leer! Alguien les había entregado un documento haciéndoles creer que se trataba de un salvoconducto, para que los guardias fronterizos los ejecutaran con toda legalidad.

—¿Sabes cómo se llamaban esos bribones? —preguntó Sekari sin demasiadas esperanzas.

—Por desgracia, no, pero soy aficionado al dibujo. Como se trata del incidente más grave que se ha producido aquí, no dejé de hacer su retrato.

Sekari se sobresaltó.

—Enséñamelos.

—Son obras de aficionado, te lo advierto…

La pincelada del oficial era de notable precisión.

—Me los llevo —dijo Sekari.

Cuando unos policías avanzaron hacia Nariz Afilada, el alfarero alojado en un barrio popular de Menfis tomó un bastón y lo levantó, blandiéndolo.

—¡No os acerquéis o acabo con vosotros!

—Venimos de parte del visir. Desea verte urgentemente.

—¿Quién me dice que no sois falsos policías, como los otros?

—Yo —declaró Sekari.

—¿Y quién eres tú?

—El enviado especial del faraón. Ningún miembro de las fuerzas del orden te pondrá la mano encima estando yo presente.

El alfarero se relajó un poco.

—¿Qué queréis de mí?

—Una comprobación importante, en presencia del visir.

—¿Del visir en persona?

—Te espera.

El alfarero, desconfiado, aceptó sin embargo seguir a Sekari.

Cuando éste lo introdujo en el despacho de Khnum-Hotep, el artesano comprendió que no estaban burlándose de él. No obstante, quiso demostrar de inmediato su determinación.

—Si me pedís que retire la denuncia, ¡me niego! Me agredieron, me apalearon y me robaron la barca. Aunque el culpable sea jefe de la policía y yo un simple alfarero, ¡exijo justicia!

—Ése es precisamente mi deber —recordó Khnum-Hotep—. Sea cual sea la condición social del demandante, la justicia no varía. Sobek el Protector ha sido inculpado y colocado bajo arresto domiciliario hasta que se celebre el proceso.

—Bueno, en eso confío.

—Mira estos retratos.

Khnum-Hotep le mostró al alfarero los dibujos que Sekari había traído de la frontera.

Nariz Afilada agarró el papiro.

—Ellos… ¡Son los dos policías que tanto mal me hicieron! ¡Entonces los habéis encontrado! Quiero verlos en seguida. ¡Van a oírme, los muy canallas!

—Han muerto —reveló el visir—. Eran unos cananeos que se hicieron pasar por policías a las órdenes de Sobek, para comprometerlo. Y tú, Nariz Afilada, fuiste víctima de esa conspiración. ¿Reconoces formalmente a tus agresores?

—¡Claro que los reconozco! ¡Fueron ellos y sólo ellos!

Mientras un escriba redactaba la declaración de manera formal, Sekari corrió a casa de Sobek el Protector.