30

Iker no dormía.

Tendido en una cama de madera de sicómoro recordaba cada uno de los instantes de aquella increíble noche durante la que tantos espesos velos se habían desgarrado.

El joven escriba flotaba entre dos mundos, el de sus estúpidas ilusiones y el de la realidad que, por la mañana, sólo podía destrozarlo. Aunque hubiera tenido ocasión de huir, habría renunciado, pues merecía su condena. El rey daría un ejemplo gracias a su persona. Único superviviente de los tres asesinos que convergieron, al mismo tiempo, hacia palacio, también él debía morir.

¡Cómo debía de haberse divertido Bina manipulándolo! El único orgullo del muchacho era no haber sucumbido a sus venenosos encantos. Gracias al recuerdo de la joven sacerdotisa, no le había dado ese gusto a la asiática.

Aparecía el alba. En el templo, el faraón celebraba el primer ritual de la jornada.

Iker procedió a sus abluciones en el cuarto de baño contiguo a la habitación y se afeitó con un material digno de un príncipe. ¿Cómo apreciar ese lujo sabiendo que estaba viviendo sus últimos instantes? No desaparecería, al menos, sin haber visto al faraón y haber reconocido sus errores. Gracias al rey, Egipto no abandonaría el camino de Maat.

Llamaron a la puerta.

—Abrid a la guardia.

Resignado, Iker obedeció.

Un nuevo teniente, con uniforme de gala, saludó al muchacho.

—Su majestad os espera. Seguidme.

Iker obedeció.

Mientras una vigorosa claridad iluminaba los corredores, el muchacho recordó la frase de un texto de formación de los escribas: «El palacio es semejante al horizonte. El faraón se levanta en él y en él se acuesta con el sol.»

El teniente lo llevaba hacia una gran estancia, iluminada por varias ventanas, donde se había servido el desayuno del soberano: leche, miel y distintas clases de panes.

—Siéntate, Iker, y prueba estos alimentos. Necesitas ka para afrontar esta jornada.

Era imposible sostener, ni siquiera brevemente, la mirada del monarca sin desfallecer. Añadiéndose a la gravedad de la voz y a la autoridad del ademán, su profundidad ponía de manifiesto la pequeñez del interlocutor.

Pero ¿por qué gozaba Iker del increíble privilegio de compartir aquel instante en vez de pudrirse en una mazmorra?

—Busco a un hombre de corazón libre —reveló Sesostris—, un hombre capaz de percibir, de comprender y de llenar su espíritu de pensamientos justos, un hombre ingenioso, reservado, de palabra eficaz, un hombre que sepa desafiar su miedo y buscar la verdad con peligro de su vida. ¿Eres tú ese hombre, Iker?

—Me hubiera gustado serlo, majestad, pero…

—Creías luchar en favor de Maat, cuando su opuesto, isefet, te manipulaba. Sin embargo, tus intenciones eran puras. ¿Hay algo más noble que liberar a un país del yugo de un tirano? Debes realizar una notable hazaña: liberarte de un cepo reconociendo plenamente tus faltas.

—Majestad, merezco…

—Mereces una tarea que esté a la altura de tus deseos. Te hago la pregunta por última vez: ¿quieres ser el hombre que he descrito?

Iker se inclinó ante el faraón.

—Con toda mi voluntad, majestad, procuraré serlo.

—Si tu voluntad es recta y entera, lo conseguirás. Te será necesaria para llevar a cabo peligrosas misiones. Deseabas ser escritor, ¿no es cierto? Vayamos, pues, a rendir homenaje a tus antepasados; su ayuda te hará mucha falta.

Al salir del palacio, una maravillosa sorpresa aguardaba a Iker: Viento del Norte, con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, cargaba el material del escriba.

Celebrado el encuentro con muchas caricias y una emoción compartida, el asno siguió orgullosamente a su dueño y al faraón, acompañados por una escuadra de arqueros.

Fascinado, Iker descubrió el inmenso territorio sagrado de Saqqara, dominado por la pirámide escalonada del faraón Zoser, gigantesca escalera hacia el cielo.

El rey entró en una morada de eternidad donde estaban representados varios ilustres escribas.

—Escucha las palabras de los antiguos, Iker, recoge sus enseñanzas, lee sus libros.[18] El hombre desaparece, su cuerpo se hace polvo, pero las obras permiten que su ser permanezca. Ninguno de nosotros es superior a quien sabe transmitir, con la escritura, un pensamiento vital, pues los escritos actúan.

Sentado con las piernas cruzadas, ante la pared esculpida, Iker anotaba las palabras del rey.

—Los escribas llenos de sabiduría no proyectaron en absoluto dejar a sus espaldas sucesores perecederos, hijos de carne que conservaran su nombre. Crearon para sí mismos, como herederos, los libros y las enseñanzas. De sus textos hicieron sacerdotes al servicio de su ka; de la paleta, su amado hijo; de la formulación, su pirámide. Su poder mágico alcanza a sus lectores. Si deseas que el destino te sea favorable, Iker, mantente reservado y silencioso, evita la cháchara. Sobre todo, no seas voraz y no cedas a los caprichos de tu vientre. El glotón y el ávido corren a su perdición. El fuego del ardiente lo destruye, el verdadero silencioso busca los lugares donde reina la armonía. Se parece al árbol que crece apaciblemente en el jardín, verdea y da hermosos frutos de inestimable sabor. Su sombra es bienhechora, termina sus días en el paraíso. El sabio escruta el sentido de las antiguas escrituras, desanuda las complicaciones, instruye su propio corazón, sobrepasa lo que realizó la víspera y mantiene la moderación en la acción. Por lo que se refiere a aquel que, en esta tierra, tenga conocimiento de las fórmulas de transformación en luz, saldrá al exterior en todas las formas que desee y volverá a su justo lugar.

Mientras escribía, Iker estaba viviendo unos instantes de deslumbrante felicidad. Recordaba las palabras de su profesor, el general Sepi, sobre las cualidades del escriba deseoso de acceder a la esfera de la creación: escucha, entendimiento y dominio de los fulgores. Hoy, en esa mágica mañana, recibía del faraón en persona una enseñanza destinada a construirlo.

—El objetivo del sabio —prosiguió Sesostris— es alcanzar la plenitud que los jeroglíficos representan con la mesa de ofrendas, hotep, palabra sinónima de «puesta de sol», ese instante inefable en el que la obra concluye antes del inicio de un nuevo viaje. Estamos muy lejos de esa serenidad, Iker, y debemos abandonar la quietud de esta morada de eternidad para enfrentarnos con una realidad angustiante.

Mientras guardaba su material, el escriba pensó en la predicción del capitán de El rápido: «Tu destino es convertirte en una ofrenda.»

El prisionero había escapado al dios del mar, pero ¿acaso no lo acechaban pruebas más temibles aún?

El rey y el escriba dieron un corto paseo por el desierto.

—Egipto corre un grave peligro —reveló Sesostris—. Su mensaje espiritual se expone al riesgo de desaparecer si no se celebran los misterios de Osiris. Han lanzado un maleficio al árbol de vida, a la acacia de Abydos. Gracias a diversas intervenciones, hemos detenido el proceso de degeneración, e incluso hemos conseguido que reverdecieran dos ramas. Insuficiente y mediocre, ese resultado tal vez sólo sea temporal. Sabemos que hay que encontrar el oro curador, pues sólo él salvará a la acacia. Por eso he mandado en su búsqueda al general Sepi.

—¿A mi profesor?

—Un gran escriba sólo se consuma siendo también un hombre de acción sobre el terreno. A pesar de nuestros esfuerzos no hemos conseguido identificar aún al criminal que maneja la fuerza de Seth contra el árbol de Osiris. Decidido a destruir Egipto, ese demonio de las tinieblas aparece como un adversario tan temible como eficaz.

—¿Es acaso el superior de Bina y aquel que, la pasada noche, mandó a dos asesinos para acabar con vos?

—Excelentes preguntas a las que será conveniente dar respuestas concretas. Sin duda, otros incidentes graves, como el asesinato de un controlador de inmigración y la agitación en Canaán, son también obra de ese demonio. ¿Has oído hablar del Anunciador?

—No, majestad.

—Ese sedicioso incitó a la ciudad de Siquem a rebelarse, antes de ser masacrado por sus habitantes. La hoguera parece lejos de haberse apagado. Gracias a nuestro nuevo ejército nacional, el general Nesmontu consigue mantener el orden, pero temo las actividades terroristas de pequeños grupos bien entrenados y difíciles de descubrir. Durante mucho tiempo creímos que el hombre de las tinieblas era uno de los jefes de provincia; ahora, sospechamos de los cananeos o de los merodeadores de las arenas. Éstos sólo piensan en desvalijar caravanas; es difícil prever sus expediciones. Sin embargo, habrá que reducir sus daños y descubrir, entre ellos, a uno o varios cabecillas que hubieran conseguido hacerse con el fuego de Seth.

Iker esperaba que le confiasen una misión precisa y peligrosa. La decisión de Sesostris cayó sobre él como el rayo.

—Te nombro escriba real, al servicio directo del faraón. Ese título te permitirá figurar en la corte.

En Menfis corrían mil rumores, tan enloquecidos como contradictorios. Unos afirmaban que el rey había sido asesinado por un aprendiz de carnicero; otros, que unos cananeos habían atacado el palacio, y otros más, que diversas bandas armadas seguían combatiendo con los guardias en el interior de los aposentos del soberano.

Fue necesaria la aparición de Sesostris en el atrio del templo de Ptah, acompañado por Iker, para que cesaran las habladurías. El monarca no sólo estaba vivo, sino que celebraba, también, personalmente, el ritual de mediodía, asistido por un nuevo escriba real.

Con la cabeza vendada, el maestro carnicero se sintió feliz viendo ascendido, de ese modo, a su ayudante de un día. Convencido de haber sido golpeado por uno de los bandidos que intentaban introducirse en el despacho del faraón, el nombramiento de Iker le alegraba. El muchacho había volado en ayuda del rey, que lo recompensaba así por su valor.

El despliegue de las fuerzas del orden y la llegada de varios dignatarios, entre ellos el Portador del sello real Sehotep y el gran tesorero Senankh, hacían suponer a la población que iba a producirse un hecho excepcional. Muy pronto, curiosos y pasmarotes acudieron a la entrada del edificio con la esperanza de saber la noticia.

Cuando el visir llegó a su vez, nadie dudó ya de la inminencia del acontecimiento.

En el gran patio al aire libre, sacerdotes permanentes, temporales y altos funcionarios se preguntaban por las futuras declaraciones del rey. En primer lugar, ¿estaría del todo indemne? Luego, ¿qué tipo de represión iba a decretar? Sin duda, una más dura ocupación del país de Canaán, tal vez el establecimiento del toque de queda en Menfis, sin olvidar las sanciones contra los policías y los militares incapaces de asumir su seguridad. Finalmente, ¿habían sido identificados y detenidos el culpable o los culpables?

Cuando Sesostris salió del santuario, todas las miradas convergieron hacia el gigante, tocado con la doble corona que simbolizaba la unión del Alto y el Bajo Egipto.

Ningún rastro de herida, ningún signo de debilidad.

—Que el escriba Iker venga a mi lado.

El muchacho, vacilante, se adelantó y se arrodilló.

—Que el visir Khnum-Hotep lo levante.

El primer ministro tomó la mano del escriba, sorprendido al verlo en semejantes circunstancias.

—Nombro a Iker pupilo único de palacio —declaró el faraón—. Recibe la dignidad de hijo real.

Sesostris cruzó el patio, seguido por el visir y por Iker.

El contenido de aquella declaración y su brevedad dejaron pasmada a la concurrencia.

Uno de los espectadores estuvo a punto de caer de espaldas. Medes, el secretario de la Casa del Rey, no creía lo que veía y oía. No podía tratarse de Iker, el pequeño escriba raptado en Medamud para servir de víctima del sacrificio. ¿Cómo aquel chiquillo sin familia, cuya existencia conocían sólo algunos campesinos incultos, había podido sobrevivir y recorrer un camino que llevaba hasta el faraón? Uno de los testaferros de Medes, el falso policía hoy desaparecido, le había jurado, sin embargo, que Iker había muerto. Si se había salvado por milagro, ¿qué iba a contarle al rey? El rapto, el viaje hacia Punt, el naufragio, las agresiones, los vagabundeos… Nada importante, puesto que el escriba ignoraba la presencia de Medes y no tenía indicio alguno que permitiera llegar hasta él.

Iker, un individuo irrisorio y condenado a la nada, ¡hijo real! Para disipar aquella pesadilla sólo había un camino: destruirlo por cualquier medio.