27

A Jeta-de-través le gustaba mucho Menfis. Soñaba con expoliar sus almacenes y hacerse muy rico. Lamentablemente, la empresa se anunciaba más difícil que el discreto pillaje de las granjas aisladas, colocadas ya bajo su «protección».

El velludo coloso de enormes brazos daba a sus víctimas suficiente miedo como para que observaran un silencio total y pagaran su diezmo con perfecta regularidad.

Jeta-de-través veía, pues, cómo su pequeña fortuna aumentaba día tras día. Cuando pasaba por Menfis, dando cuenta de sus actividades al Anunciador, no olvidaba gozar de los placeres de la vida.

El barrio donde el gran jefe residía era peinado por sus fieles, que descubrían de inmediato una cara nueva o a un curioso. Jeta-de-través entró en la tienda que administraba un terrorista de rostro simpático. Vendía sandalias, esteras y bastas telas a una clientela popular.

Con una mirada autorizó al recién llegado a subir al primer piso.

En lo alto de la escalera, Shab el Retorcido le cerraba el paso.

—Debo registrarte.

—Déjalo ya, ¿quieres? Soy yo, no un desconocido.

—Son órdenes del Anunciador.

—Cuidado, Retorcido, voy a enfadarme.

—Las órdenes son órdenes.

Entre ambos hombres nunca había reinado un entendimiento cordial. Shab consideraba a Jeta-de-través un bandido depravado que sólo pensaba en sus intereses, y este último detestaba al Retorcido, fiel a su dueño como un perro abandonado y luego recogido.

—Cuando vengo a Menfis, nunca llevo armas. Si la policía efectúa un control, estoy tranquilo.

—Deja que lo verifique de todos modos.

—Si eso te divierte…

Jeta-de-través no mentía.

—Sígueme.

El Anunciador estaba sentado en el centro de una estancia oscura. Cubriendo las ventanas, había unas esteras que sólo dejaban pasar un rayo de luz.

—¿Cómo estás, mi buen amigo?

—¡Muy bien, señor! Los negocios son florecientes. Traigo mi contribución a la causa.

—¿En qué forma?

—Dos de mis hombres me siguen. Depositarán en la tienda piedras preciosas compradas con los pagos de mis protegidos. Podréis cambiarlas por armas.

—Espero que no corras ningún riesgo.

—¡Ninguno, de verdad! Descubro las granjas interesantes, amenazo, maltrato si es necesario y cobro el precio de mi protección sin tolerar el menor retraso.

—Gracias a mí, eres ya rico, Jeta-de-través.

—No exageremos, señor. El mantenimiento de mi banda me cuesta una fortuna.

—¿No tendrán tus guerreros tendencia a engordar?

—¡De ningún modo! Durante el entrenamiento, nadie reprime sus golpes.

—Sobek el Protector ya no es el jefe de la policía. Dada su desorganización, las circunstancias nos son favorables. Muy pronto obtendré informaciones que nos permitirán intervenir en el interior del palacio. Necesito un valiente capaz de matar a Sesostris.

—Mis tipos lo son, todos, pero prefiero a uno: un si río retorcido y rápido. Nadie ha conseguido vencerlo aún. Odia tanto Egipto que de buena gana asolaría el país en tero. Eliminar al faraón será un verdadero placer para él.

El lugar estaba completamente a oscuras. Si Gergu no lo hubiera explorado de día, habría tenido serias dificultades para orientarse en la noche. El sector sería muy pronto demolido para dar paso a nuevos edificios, mayo res y mejor concebidos.

—Déjate ver, Cicatrices.

Sin respuesta.

De pronto, Gergu tuvo miedo.

¿Y si el estibador lo atacaba? Dada la musculatura de aquel tipo, el inspector principal de los graneros no daría la talla en un cuerpo a cuerpo.

—Déjate ver, o me voy.

—Estoy aquí —dijo una voz enronquecida.

Gergu se adelantó y descubrió al libio en la oscuridad. Estaba apoyado en una pared, con los brazos cruzados.

—¿Ha hablado contigo tu hermano?

—Sí.

—¿Aceptas, entonces?

—De ningún modo. A mí nadie me impone nada.

—Peor para tu hermano.

El estibador abrió los brazos.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que la brigada de represión del fraude lo ha detenido y que su destino depende de tu decisión.

—¡Te machacaré los huesos!

—Eso no salvará a tu hermano. Si no me obedeces, morirá.

El libio escupió.

—¿Qué esperas de mí?

—Has matado ya a varias personas, por lo que no creo que te cueste mucho hacerlo de nuevo.

—Es posible.

—Tus hazañas anteriores eran pequeñeces, Cicatrices. ¿Te comprometes a acabar con un personaje importante?

—Importante o no, ¿qué más da? Será sólo un pobre tipo menos.

—¿Incluso si se tratara del faraón?

El libio se pegó al muro.

—¡El faraón es un dios!

—No más que tú y que yo.

—¡Lárgate, no quiero oír nada más!

—Elige entre el rey y tu hermano. Si te niegas, será ejecutado esta misma noche.

—La magia protege al faraón.

—Eso es falso, la situación ha cambiado.

—¿Qué ha sucedido?

—Sobek el Protector ha sido destituido de sus funciones. Sin él, ninguna magia resultará eficaz. El rey ya es sólo un hombre como los demás.

—¿Y los guardias?

—Los que Sobek había formado han sido despedidos. Nos las arreglaremos para dejarte el camino libre hasta los aposentos de Sesostris.

—¿Cuándo y con qué arma?

—Nosotros te proporcionaremos el arma. Cuando el momento haya llegado, te lo haré saber. No abandones tu madriguera y sé paciente.

—¿Y mi hermano?

—Lo retendremos prisionero hasta que hayas cumplido tu misión. Luego, ambos seréis ricos. No tendréis ya necesidad de robar, no tendréis necesidad de ocultaros ni de trabajar. Tu hermano y tú seréis considerados unos héroes. Propietarios de una hermosa villa, tendréis un ejército de servidores. Sin embargo, eres muy libre de negarte.

—Acepto.

Muchacho jovial y laborioso, el ayudante del maestro carnicero aprendía el oficio con sabia rectitud y respetaba al pie de la letra las consignas de su instructor. Gracias a artesanos tan exigentes, la carnicería del templo de Ptali seguía siendo una de las mejores del país.

—Tengo una buena noticia —le reveló a Iker—: pronto me voy a casar. ¡Si supieras qué hermosa es! No ha sido fácil convencer a sus padres. Pero como ha tomado ya su decisión, no pueden hacer más que aceptarlo.

—Te deseo mucha felicidad.

—¿Tú no piensas en el matrimonio?

—Todavía no.

—¿No eres demasiado… serio?

—Para un provinciano, instalarse en Menfis no tiene nada de fácil, y primero deseo avanzar en mis estudios. Luego, ya veremos.

—¡De todos modos, no olvides relacionarte con muchachas!

Mientras el ayudante regresaba a la carnicería, Iker pensaba en la joven sacerdotisa cuyo rostro seguía poblando sus noches. Si no hubiera estado investido de una misión de la que no saldría vivo, se habría lanzado en su busca.

Pero ¿para qué? Encontrarla era imposible. Si un milagro le permitiera volver a verla, ¿no soltaría ella una carcajada al oírle farfullar palabras estúpidas? Con ella habría construido otra vida. Pero alimentarse de sueños e ilusiones no llevaba a ninguna parte. En cambio, Iker conocía el final de su último viaje: el palacio real.

Mientras redactaba su informe semanal, tan elogioso como el precedente, pensaba en el último cerrojo. Ciertamente, podía falsificar la contabilidad y lanzar las sospechas sobre el ayudante, pero eso hubiera sido traicionar a Maat y destruir la carrera de un buen muchacho. Además, quejarse de él ante el maestro carnicero sería igualmente injusto.

Tan cerca del objetivo, Iker se sentía impotente. Un criminal se habría librado brutalmente del molesto obstáculo, pero el escriba no lo era. Simplemente quería liberar a Egipto de un asesino y un tirano. Sólo él debía encargarse de ello.

Mientras dibujaba jeroglíficos con mano segura, Iker buscaba una solución.

Tras haberse asegurado de que nadie le observaba, el aguador entró en casa del libanés en plena noche. El portero tenía orden de abrirle en cualquier momento.

Mientras un criado despertaba a su dueño, el inesperado huésped hizo honor a las golosinas dispuestas en las mesas bajas. Gracias a sus incesantes desplazamientos, él no tenía problema alguno de peso.

Envuelto en una amplia bata apareció un libanés adormilado.

—¿No podías esperar a mañana?

—No.

—Bueno, te escucho.

—Me he hecho amante de una de las lavanderas de palacio, una belleza con la cabeza llena de pájaros, que tiene una inestimable cualidad: habla mucho. Está tan orgullosa de su puesto que ni siquiera he tenido que hacerle preguntas. Desde esta noche conozco prácticamente todo el dispositivo de seguridad.

El libanés ya no tenía sueño.

El aguador nunca había presumido.

—Militares de edad, muy seguros de sí mismos y pretenciosos, sustituyen a los guardias formados por Sobek. Muy disciplinados, obedecen al pie de la letra a sus oficia les, que se suceden cada seis horas. A veces, el rey permanece solo en su despacho, donde cena mientras estudia algunos expedientes. No hay ningún policía apostado en sus aposentos. Pues bien, esta velada solitaria tendrá lugar pasado mañana.

—¡Buen trabajo! Pero de todos modos quedan los guardias.

—No, si los alejamos.

—¿De qué modo?

—Mi encantadora amante me ha dicho el nombre del teniente que estará mañana de servicio, a partir de primera hora de la noche. Tendremos que interceptarlo y sustituirlo por uno de nuestros hombres, que ordenará a los militares que abandonen el palacio para una intervención exterior. Entonces, el camino quedará libre.

El tuerto golpeó el suelo con el puño, reconociendo así su derrota. Normalmente, el sirio debería haber dejado de estrangularlo, pero, por el contrario, apretó con mayor fuerza y crueldad.

—Ya basta, ¡suéltalo! —aulló Jeta-de-través.

El sirio hizo oídos sordos, y su jefe se vio obligado a tirarle del pelo. Finalmente, aflojó la tenaza.

—¡El tuerto ha pedido gracia!

—No lo he visto. Y, además, era un ardid. Este tipo es un tarado. Finge renunciar y contraataca.

El tuerto permanecía tumbado, con el ojo bueno abierto de par en par.

—¡Vamos, levántate!

La orden de Jeta-de-través no surtió efecto.

—Parece que está muerto —afirmó el sirio.

—¡Seguro que lo has matado!

—No será una gran pérdida, combatía cada vez peor.

—Ve a lavarte y a vestirte —ordenó Jeta-de-través—. Tienes una misión.

La mirada del sirio brilló de excitación.

—¡Ya está, de verdad! ¿Y a quién debo matar?

—Al faraón de Egipto.