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Las previsiones de Medes se cumplieron punto por punto.

Aislado y deprimido, Sobek daba vueltas como una fiera enjaulada, temiendo que no recuperaría nunca la libertad. Las puertas se cerraban una tras otra y se sentía privado de su aliento vital: el apoyo del faraón. «No hay humo sin fuego», murmuraba para sí, «incluso en las filas de los policías. Tal vez el comportamiento de Sobek el Protector no fuera irreprochable. Provisto de excesivos poderes, ¿acaso no habría superado los límites de la ley creyéndose intocable?».

El acusado no sabía por dónde buscar: ninguna sospecha concreta, ni la menor pista, ningún medio de investigación ya. Aparte de proclamar una y otra vez su inocencia, Sobek se veía reducido a la inacción. Forzosamente arrojado al lodo en un proceso durante el cual se inventarían nuevos agravios, haciendo que testimoniaran los envidiosos, los decepcionados y los amargados, sería condenado a una dura pena.

Ante semejante injusticia debería haber intentado abandonar el país, pero Sobek no estaba dispuesto a comportarse como un cobarde. Además, aquella actuación demostraría su culpabilidad. Ya sólo podía esperar un milagro.

Herido en pleno corazón, veía cómo destruían el trabajo realizado durante varios años. Los miembros de la guardia personal del soberano, sospechosos de complicidad con su jefe, habían sido destinados a otras unidades y sustituidos por militares de carrera, sin formación ante los ataques terroristas. Además, la rivalidad entre sus superiores, cada uno de los cuales intentaba lograr los favores del visir con vistas a un ascenso, desorganizaba las patrullas, las rondas y la vigilancia de palacio.

Sobek temía lo peor.

Iker y el maestro carnicero se entendían a las mil maravillas. Aunque hubiese comprendido las dificultades y el aspecto ritual de su trabajo, el joven escriba nunca sería capaz de realizarlo. Pero él sólo le pedía que llevara rigurosamente la contabilidad de los pedazos de carne, ninguno de los cuales debía ser desviado del servicio de los dioses.

Un día a la semana el maestro carnicero se ausentaba del taller para participar en las ceremonias que se celebraban en el templo de Hator, acompañado por las damas de la Morada de la Acacia, cuya superiora era la reina.

Mientras degustaban un solomillo, Iker se atrevió a interrogar al artesano.

—¿Conversas a veces con la soberana?

—Cuando reside en Menfis dirige el ritual, pero no se entrega a la charla.

—¿Por qué te unes a esas sacerdotisas?

—Les proporciono la fuerza de Seth, que sólo ellas saben dominar e integrar en una armonía de origen celestial.

¿Acaso ignoras que Horus y Seth cohabitan en el mismo ser, el del faraón? La reina es la única vidente capaz de discernir la unidad de esa dualidad. Al contemplar al rey, lo crea, y al crearlo, le permite conciliar lo inconciliable.

Iker sintió deseos de afirmar que, en Sesostris el tirano, Seth prevalecía sobre Horus, pero consiguió morderse la lengua.

—La tarea de la reina de Egipto parece ardua —afirmó.

—¡Sobre todo en estos momentos!

—¿Qué ocurre?

—Multiplica los ritos de protección de la persona real a causa de la crisis de la policía, cuyo jefe, Sobek, está acusado de abuso de poder. Ha sido un golpe muy duro para el faraón, que confiaba por completo en él. El visir está reorganizando los servicios de seguridad, y eso requerirá tiempo.

—De todos modos, el palacio no permanece abierto a los cuatro vientos.

—¡Casi! El dispositivo perfeccionado por Sobek ha volado en pedazos. Anoche, cuando llevé junto con mi ayudante la comida destinada al rey, comprobé que numerosos controles no se efectuaban ya.

Se imponía una evidencia: Iker debía ocupar el lugar de ese ayudante. La destitución de Sobek el Protector le ofrecía la inesperada ocasión de actuar.

Tras haber saboreado su ración de sal, el Anunciador clavó en el libanés su mirada de rapaz.

—¿Qué debes decirme, amigo mío?

—Excelentes noticias, señor. Sobek el Protector ha sido apartado de todas sus funciones. No cabe duda de que ha caído en una trampa tendida por Medes, aunque no tengo la prueba formal de ello. Me parece preferible no seguir adelante con mis investigaciones.

—¿Quién sustituye a Sobek?

—Nadie. Tenía tantas responsabilidades y competencias que su despido ha abierto un verdadero abismo. El visir se esfuerza por colmarlo, aunque sin demasiado éxito. Así pues, la seguridad del rey está mucho menos garantizada.

—¿Por qué se comporta así Khnum-Hotep?

—A su riguroso modo de ver, la aplicación de la ley pasa por encima de cualquier otra consideración. Según rumores de pasillo, el expediente contra Sobek es abrumador.

—Una especie de arreglo de cuentas…

—Probablemente. Khnum-Hotep fue jefe de provincia. Y no debe de disgustarle prescindir de antiguos adversarios. Supongo que no se detendrá en tan buen camino, y pronto la emprenderá con otras personalidades próximas al monarca.

—¿Sería posible obtener informaciones sobre el interior del palacio y los aposentos privados de Sesostris?

—Cuando Sobek dirigía los servicios de seguridad, os hubiera respondido negativamente. Hoy es distinto. Los guardias y el personal ya no están sometidos a la misma disciplina.

—Trata de averiguar en qué momento preciso será el rey más vulnerable.

—Creéis que…

El Anunciador se expresó con extremada dulzura.

—El destino podría lograr que nuestra causa progresara mucho más de prisa de lo previsto.

Las tabernas estaban atestadas de pequeños truhanes dispuestos a dar un nuevo golpe bajo, aunque dentro de unos límites razonables. Ciertamente, la destitución de Sobek el Protector alentaba a numerosos delincuentes a reanudar sus actividades. Lamentablemente, la mayoría, conocidos de sobra por la policía, no tenían muchas ganas de volver a la cárcel. El visir no bromeaba con la seguridad de las personas y los bienes. Crimen y violación eran castigados con la pena de muerte, y el robo estaba considerado un delito grave. Un ladrón daba pruebas de codicia, la principal manifestación de isefet, el poder destructor opuesto a Maat.

Para encontrar al pájaro, Gergu debía aprovechar el período de vacilación durante el que Khnum-Hotep estaba reorganizando las fuerzas del orden y nombraba nuevos responsables.

Pero el testaferro de Medes seguía mostrándose pesimista.

¿Las tabernas? Se hablaba mucho allí, demasiado. Encontrar sayones como los que solía emplear, y luego reducirlos al silencio, era factible aún; serían olvidados muy pronto y nadie los echaría en falta. Pero el asesino de un faraón… ¡Eso exigía una indudable envergadura! En las casas de cerveza, Gergu no había descubierto a ningún ejecutor potencial.

Exploró metódicamente los barrios modestos de Menfis, donde reinaba, sin embargo, una verdadera alegría de vivir. Ninguna familia sufría la miseria, y la popularidad de Sesostris no dejaba de crecer. Gracias a él, nadie pasaba hambre, todo el mundo gozaba de servicios sanitarios, vivía en paz y no temía ya al futuro.

Cuando el faraón era un buen faraón, todo iba bien.

Durante sus discusiones, Gergu sólo oyó alabanzas del monarca. Despechado, no siguió adelante.

Quedaban los muelles, que tenían dos ventajas: la fuerza física de los estibadores, indispensable para matar al rey, y el carácter cosmopolita de la profesión. ¿No sería mejor que el asesino fuera un extranjero?

Gergu se informó sobre los efectivos, interesándose especialmente por los encargados del mantenimiento de los cereales. Como inspector general de los graneros, tenía acceso al conjunto de los documentos administrativos.

Tras varios días de búsqueda, un detalle lo intrigó. En el muelle dos, el equipo previsto tenía diez estibadores, entre ellos un sirio y un libio.

En realidad, eran once. Ese undécimo trabajador no tenía, pues, existencia legal alguna.

Observando sin ser visto las idas y venidas, Gergu descubrió que un tipo alto con el pecho cubierto de cicatrices robaba de vez en cuando un saco y lo ocultaba en un almacén próximo. A cada operación decía unas palabras al libio.

Al caer la noche, éste apareció acompañado por dos asnos, cargó los sacos y abandonó el puerto. Gergu los siguió. El libio descargó su botín y lo ocultó en una choza cercana a su domicilio, situado en un arrabal tranquilo.

Cuando cruzaba el umbral, Gergu se dejó ver.

—Estate tranquilo, amigo, la casa está rodeada. Si intentas huir, los arqueros acabarán contigo.

—¿Sois… policía?

—Peor aún: servicio de represión del fraude. Con nosotros no hay juicios ni tribunal, sólo sanción inmediata. Lo sé todo sobre tus manejos: robo de cereales, lo cual significa cadena perpetua. Pero tal vez podamos arreglarlo.

—Arreglarlo… ¿Cómo? —balbuceó el libio, asustado.

—Entremos.

La casa era más bien coqueta.

—¡Tu pequeño negocio da beneficios!

—Debéis comprenderme, quería completar mi salario. No volveré a hacerlo, ¡os lo juro!

—¿Quién es tu cómplice?

—Nadie… no tengo ningún cómplice.

—¡Una sola mentira más y se acabó la libertad!

—Entendido, en efecto, hay alguien que me echa una mano. Es… mi hermano.

—¿Un trabajador clandestino?

—En cierto modo.

—¿Por qué no entró en Egipto de modo legal?

—No le convenía demasiado.

—¡La verdad, y en seguida!

El libio agachó la cabeza.

—Mató a un policía que lo había insultado. Mi deber era salvarlo. Como no está inscrito en la lista de los estiba dores asalariados, nos las arreglamos. Los demás aceptan no decir nada.

—¿Dónde vive?

—En una choza, cerca del puerto.

Gergu exigió detalles para poder encontrarlo fácil mente:

—¿Su nombre?

—Cicatrices. Para ser franco, siempre fue muy pendenciero.

—Sin duda no se cargó sólo a un policía, tu buen hermanito.

—¡Bien tenía que defenderse! ¿Vais a detenernos?

—Depende —respondió Gergu, enigmático.

—¿Depende… de qué?

—De vuestro deseo de cooperar, el tuyo y el de tu hermano.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Tú, callar y trabajar normalmente, y explicar a tus colegas que tu hermano ha regresado a Libia.

—¡De modo que lo detendréis!

—Voy a ofrecerle una misión que interesa a la represión del fraude —anunció Gergu—. Si la lleva a cabo, tendrá una autorización de residencia y un permiso de trabajo. Ambos estaréis en regla y dejaréis de comportaros como ladrones. En cambio, si se niega, vuestro futuro se anuncia muy hostil.

—¿Puedo… hablar con él?

Gergu fingió vacilar.

—No es muy reglamentario.

—¡Concededme vuestra confianza, os lo ruego! Cicatrices puede reaccionar mal si no preparo antes el terreno.

—Pides mucho, pero acepto ser generoso. Mañana hablarás con tu hermano, no robaréis ni un saco más y, por la noche, iré a su casa. Trata de ser convincente.

—¡Contad conmigo!