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El capitán del carguero de cereales estaba dándose un festín con un puré de garbanzos con ajo. Al cabo de menos de cuatro horas habría llegado a Menfis, donde lo aguardaba una mujer bastante acogedora que adoraba las historias de marinos.

—Jefe, la policía fluvial a la vista —lo avisó su segundo.

—¿Estás seguro?

—Nos da la orden de que atraquemos.

El capitán, furibundo, abandonó su almuerzo y acudió a proa.

Una embarcación rápida con una decena de hombres armados a bordo les cerraba el paso.

—Inspección obligatoria —gritó el oficial.

—¿Por orden de quién?

—Del jefe de policía, Sobek el Protector.

El capitán conocía la reputación del personaje, por lo que sabía que era mejor no bromear, de modo que realizó de inmediato la maniobra de atraque y dejó que los representantes del orden se desplegaran por su navío.

—¿Qué ocurre?

—Las reglas de navegación se han modificado —respondió el oficial—. Debes esperar hasta mañana para dirigirte a la capital.

—¿Me estás tomando el pelo? ¡Tengo unos horarios que respetar!

—Además, debemos inspeccionar la carga.

—Mi documentación está en regla.

—Ya veremos… salvo si te niegas.

—No es mi estilo.

—Entonces, muéstramela mientras mis hombres hacen su trabajo.

El capitán obedeció.

Al ponerse el sol se pronunció el veredicto.

—Has cometido infracciones —afirmó el oficial—. Mal estado de tu embarcación, carga excesiva, personal insuficiente. Podrás, sin embargo, navegar, pero se te impondrá una fuerte multa.

Cuando los policías hubieron partido, el capitán golpeó la borda con el puño.

—¡Esto no terminará así! Sobek no tiene derecho a cambiar el reglamento a su antojo. Advertiré a la oficina del visir.

El anciano no dejaba de hablar, pero era un guía muy valioso. Iker no ignoraba ya nada de Menfis. Había recorrido el barrio del puerto, el centro de la ciudad, los arrabales norte y sur, había admirado los templos de Hator, de Ptah y de Neith, había merodeado por Ankh-tauy, «la vida de las Dos Tierras», donde se levantaba el santuario a la memoria de los faraones difuntos, navegado por los canales, recorrido la antigua ciudadela de blancos muros y cenado en los mejores albergues a cambio de cartas administrativas redactadas para su anfitrión y sus relaciones.

Varias veces, el escriba y su mentor habían contemplado de lejos el palacio, de cuya seguridad se encargaban numerosos militares.

—¿Acaso teme un atentado el faraón? —preguntó Iker.

—El Egipto reunificado goza de una paz sólida, pero eso no complace a todo el mundo. A las familias de los ex jefes de provincia no les gusta mucho nuestro soberano. Por su culpa han perdido gran parte de sus privilegios. El visir Khnum-Hotep les hace cerrar el pico, y el pueblo le es favorable. Un rey como Sesostris es tina suerte para el país.

Iker comprendió que no podía formular la menor crítica contra el tirano, puesto que el jubilado pertenecía a la cohorte de los hechizados.

—La tarea del jefe de la policía debe de ser un espanto —aventuró.

—¡Eso lo pensamos todos, muchacho! Pero Sobek el Protector tiene los hombros fuertes. Cuando estás frente a él, estarías dispuesto a confesárselo todo, incluso delitos que no has cometido. Mientras el faraón esté bajo su protección, nada tendrá que temer. Tengo sed… ¿tú no?

El jubilado tenía una capacidad de absorción muy por encima de la media, y al joven escriba le costaba seguir su ritmo. Puesto que el alcohol lo hacía charlatán, Iker iba convirtiéndose, gracias a él, en un aguerrido menfita.

Todas las noches los mismos recuerdos revoloteaban en sus sueños: el mástil de El rápido, al que estaba atado, el naufragio, la isla del ka, la serpiente preguntándole si sería capaz de salvar su mundo, el ilusorio país de Punt, el falso policía que debía matarlo, su viejo maestro que le hablaba de un destino indescifrable y, luego, ella, la joven sacerdotisa, tan bella, tan luminosa, tan inaccesible.

Despertaba sobresaltado y apretaba el mango del puñal para tranquilizarse.

Él conocía su porvenir.

Iker se presentó en el templo de Ptah, rodeado de numerosos edificios administrativos, talleres, almacenes y bibliotecas. El encargado de la seguridad lo llevó ante el intendente general.

El joven decidió ser franco.

—¿Tu nombre?

—Iker.

—¿Tus referencias?

—Escriba y sacerdote temporal del templo de Anubis en Kahun.

—No es poca cosa… ¿Qué deseas?

—Puesto que me encargué de las funciones de bibliotecario, me gustaría perfeccionar mi formación jurídica al tiempo que soy útil.

—¿Deseas alojamiento?

—Si es posible.

—Voy a presentarte a un reclutador. Él te someterá a un examen.

A pesar de algunas trampas que Iker había aprendido a evitar mientras seguía las clases del general Sepi, fue una simple formalidad. De modo que el joven fue contratado por un período de tres semanas, seguido de dos días de descanso. Si su trabajo era satisfactorio, le prorrogarían el contrato.

En contacto con los libros, Iker disfrutó de serenidad. Zambullirse de nuevo en los textos fundamentales, religiosos, literarios o científicos le procuró una profunda alegría. Encargado de verificar un antiguo inventario, de rectificar eventuales errores y añadir las nuevas adquisiciones, apreció la riqueza de la biblioteca. Iker sintió clavada en él la mirada inquisidora del supervisor, que evaluaba la capacidad del nuevo empleado. Sin embargo, la olvidó muy pronto, puesto que su tarea lo apasionaba sobremanera.

Cuando el funcionario le palmeó el hombro, el joven se sobresaltó.

—La jornada ha terminado hace mucho rato.

—¿Ya?

—Superar el horario habitual exige una autorización especial que no estoy en condiciones de darte. Si trabajas demasiado y con excesiva rapidez, provocarás los celos de tus colegas. Debes aprender a mantenerte en tu lugar.

Sin emitir la menor protesta, Iker se levantó y siguió al supervisor, que lo llevó a su pequeña habitación, en el edificio reservado a los sacerdotes temporales.

—Mañana participarás en la distribución de las ofrendas cuando hayan sido consagradas. Puesto que la hora de la cena ha pasado ya, te deseo buenas noches.

De su material de escriba, que nunca lo abandonaba, Iker sacó el puñal y lo apretó contra su pecho. Todas las noches fortalecía así su decisión.

Afeitado, purificado y perfumado, Iker recibió de manos de un sacerdote permanente unos panes redondos de dorada corteza que ofreció a cada uno de los oficiantes que se encargaban del ritual de la mañana. Él fue el último en probar aquella delicia, acompañada de leche fresca.

—Eres nuevo —advirtió un treintañero algo encorvado—. ¿Tu especialidad?

—El derecho.

—¿Dónde lo aprendiste?

—En la provincia de la Liebre.

—La ciudad de Tot da una buena formación, pero tienes muchos datos que revisar. Ahora no existen ya jefes de provincia. El visir dirige el conjunto de las jurisdicciones aplicando la ley de Maat.

—¿Dónde puedo estudiar?

—En la escuela de juristas, junto a las oficinas del visir.

—Supongo que es indispensable una recomendación.

—Si trabajas correctamente, la obtendrás.

En las siguientes semanas, el comportamiento de Iker fue ejemplar. Se fundió entre los sacerdotes temporales, y no cometió falta ni exceso de labor algunos. Provisto de la recomendación concedida por su superior, se presentó en la escuela. Sus compañeros no mostraron simpatía ni animosidad para con el recién llegado, que asistía a las clases con aplicación. Era evidente que tenía el nivel necesario y no sería despedido, pues, como muchos de los postulantes.

No lejos del aula se levantaba el palacio real, protegido siempre por un impresionante dispositivo de seguridad.

En una pausa, un estudiante flaco y vivaracho se acercó a Iker.

—¿Eres originario de Menfis?

—No, de la región tebana.

—Un paraje magnífico, al parecer.

—Tebas es mucho más pequeña que Menfis.

—¿Te gusta estar aquí?

—He venido a aprender.

—¡Pues no quedarás decepcionado! Los profesores nos hacen dura la vida, pero nos imparten una excelente formación. Los mejores alumnos accederán a la alta administración, y no será una ganga, pues el visir ha reorganizado todos los servicios del Estado, que, en adelante, tienen que dar prueba de eficacia. No se trata de holgazanear en los despachos o de dormirse en los laureles. Nadie es nombrado escriba de modo vitalicio, y más vale evitar la cólera de Khnum-Hotep. Puesto que tampoco el faraón se muestra más tolerante, es inútil contar con su clemencia.

—¿Reside el rey a menudo en Menfis?

—A menudo, sí. Todas las mañanas, el visir le somete los expedientes importantes. Desde la reunificación del país no falta el trabajo.

—¿Has visto alguna vez a Sesostris?

—Dos veces, cuando salía de su palacio. No puedes perdértelo: ¡realmente es el mayor de los egipcios!

—¿Y por qué hay tantos policías y soldados alrededor del palacio?

—Por Sobek el Protector, responsable de la seguridad del faraón. ¡Es un verdadero maníaco! Sin duda teme que algunos dignatarios decepcionados la tomen con su majestad. Y, además, la situación se envenena en la región sirio-palestina. El general Nesmontu parece controlarla, pero, con los terroristas, nunca se sabe. Uno de ellos podría ser lo bastante loco como para intentar matar al rey.