21

Desde que fue nombrado jefe de todas las policías del reino, Sobek el Protector no dormía ya demasiado. Obsesionado por la seguridad del faraón, deploraba que éste se desplazara con tanta frecuencia y corriera demasiados riesgos. Sobek habría preferido que no saliese nunca de palacio. Pero Sesostris ignoraba los prudentes consejos, y era necesario acomodarse a la situación, por incómoda que ésta fuera.

A pesar de su función, Sobek seguía entrenándose, por lo menos una hora diaria, con los policías de élite que formaban la guardia personal del soberano. Poco numerosos, rápidos y eficaces, no se separaban del rey en sus desplazamientos, y sabían reaccionar ante cualquier tipo de agresión.

Aquella mañana, Sobek estaba de mal humor. Ciertamente, no parecía fácil implantar una buena red de informadores en un Egipto reunificado, especialmente en las provincias antaño hostiles a Sesostris, pero ¿por qué la policía no obtenía información alguna sobre uno o varios individuos orgullosos de su disidencia? Los criminales nunca permanecían largo tiempo agazapados en las sombras, pues les gustaba que se hablara de ellos. Poner en peligro al país atacando su centro espiritual era una hazaña de la que apetecía alardear.

Y, sin embargo, nada.

Sobek lamentaba no poder ofrecer pista alguna al faraón, de modo que convocaba a menudo a los responsables de las distintas fuerzas de seguridad e investigaciones para que intensificaran sus esfuerzos. Aunque fueran cómplices de los demonios, él o los culpables no podían ser invisibles.

Como consecuencia del drama acaecido en el templo de Neith, Sobek y el Portador del sello real, Sehotep, hablaron en el domicilio del segundo.

—¿Conocías tú a la tal Olivia antes de encontrarla en la escuela de danza?

—No. Como sucumbió con demasiada rapidez a mis encantos, sospeché que actuaba por orden de alguien. ¿Has interrogado a la maestra de baile?

—A ella y a las demás danzarinas: no tienen nada que ver. Corres demasiados riesgos, Sehotep. Supón que esa muchacha hubiera tenido la intención de asesinarte.

—No era su estilo. Tras los problemas de Senankh, yo estaba convencido de que intentarían comprometerme, también a mí, y deshonrarme. Alguien ha decidido emprenderla con los miembros de la Casa del Rey y destruir el entorno inmediato del faraón. ¿Qué has sabido sobre la tal Olivia?

—Lamentablemente, nada de interés. Al parecer, quería hacer carrera de bailarina.

—¿Amante fijo?

—Amiguitos de paso. Hemos encontrado a los dos últimos, pero su interrogatorio ha resultado infructuoso. En apariencia, la tal Olivia era una chiquilla sin historia.

—En apariencia sólo, pues alguien la contrató.

—Ya lo sé, Sehotep. Y no se colabora por casualidad con un redomado bandido como Mentón-prominente.

—Sin duda, él no actuó por iniciativa propia.

—Claro que no, pero es imposible identificar a su patrón. Mentón-prominente se entregaba al mejor postor y trabajaba contrato a contrato.

—Había recibido la orden de acabar con Olivia, ¿no crees?

—Es probable.

—En cualquier asociación de malhechores, forzosamente existe un eslabón débil.

—Cada vez lo dudo más, Sehotep.

—¿Muertos ambos, estás seguro? —preguntó Medes, inquieto.

—Completamente —respondió Gergu.

—¿Tuvo la policía tiempo de exprimirlos?

—Por la cólera de Sobek el Protector, ciertamente no. Como buen profesional, Mentón-prominente cumplió con su contrato y suprimió a la bailarina. Intentó huir y entonces fue derribado. Si queréis mi opinión, hemos pasado a dos dedos de la catástrofe.

—Subestimé a Sehotep —reconoció Medes—. ¿Cómo suponer que ese mujeriego iba a tendernos una trampa tan retorcida?

—Senankh, Sehotep… dos fracasos —advirtió Gergu, severo—. Los miembros de la Casa del Rey resultan tenaces.

—El faraón no los eligió al azar, acaban de probar su valor. Pero sólo son hombres, terminaremos descubriendo sus puntos débiles.

Gergu se derrumbó en un sillón bajo.

—Somos ricos, considerados, influyentes… ¿Y si nos contentáramos con nuestra fortuna?

—Quien no avanza, retrocede —objetó Medes—. No te hundas en la depresión por esos albures. Es indispensable desestabilizar al rey.

Gergu se sirvió bebida.

—Ahora, sus íntimos estarán en guardia.

—¡Mostrémonos más astutos! Sé dónde propinar un golpe decisivo.

Medes expuso su plan. Exigía muchas gestiones, pero parecía factible. En caso de éxito, Sesostris quedaría, en efecto, muy debilitado.

Una vez más la reunión de los principales responsables de la policía era estéril. Ningún servicio disponía de una pista seria. En las tabernas, ningún informador había descubierto a ningún sospechoso que presumiera de hazañas susceptibles de poner en peligro al rey.

Uno de los adjuntos de Sobek parecía turbado.

—Me han llegado varias denuncias molestas —indicó—. Proceden de cuatro provincias, una en el norte y tres en el sur.

—¿Quiénes son los denunciantes?

—Mercaderes ambulantes que, al parecer, fueron detenidos de modo injustificado, una mujer de negocios de Sais y un granjero de Tebas, maltratados por la policía.

—No tiene importancia.

—De todos modos, jefe, ese tipo de incidentes se producen pocas veces y eso parece una epidemia.

—Inicia una investigación administrativa. Si realmente ha habido falta, impondré sanciones.

Cuando salía de su despacho, Sobek se topó con un enviado de Khnum-Hotep.

—El visir quiere veros urgentemente.

«Tal vez tiene algún indicio serio», pensó Sobek.

Hubiera preferido encontrarlo él mismo, pero no estaban las cosas para vanidades profesionales. Viniera de donde viniese, una información válida sería bienvenida.

Por el hosco rostro del visir, el jefe de la policía comprendió que no se trataba de una buena noticia.

—Su majestad te tiene en mucha estima —recordó Khnum-Hotep—, y yo también, pero…

—Pero no obtengo resultado alguno y merezco una reprimenda. Sin embargo, te aseguro que mis hombres buscan sin descanso por todas partes.

—Lo sé, y en ese punto no te hago reproche alguno.

—¿Qué más hay, entonces?

—¿Eres el responsable de la libre circulación de las personas?

—Eso es.

—Acabo de recibir una serie de detalladas denuncias referentes a varios casos de trabas injustificadas a esta libertad.

—¡Menudencias!

—En absoluto. Desde la reunificación de Egipto no existen ya barreras entre las provincias, y todo el mundo debe poder dirigirse de un punto a otro con total seguridad. El papel de la policía consiste en tranquilizar, no en imponer controles minuciosos. El número y la gravedad de estas denuncias demuestran que tus subordinados cometen deplorables excesos de autoritarismo.

—He ordenado una investigación.

—Que concluya lo antes posible y se traduzca en sanciones ejemplares. Olvidaré estos errores, siempre que no se repitan.

En el barco que lo llevaba a Menfis, Iker desconfiaba de todos los pasajeros, desde el capitán hasta un hirsuto campesino, que dormía sobre sus fardos. El muchacho ni siquiera apreciaba la belleza de los paisajes, tan concentrado estaba su espíritu en el objetivo que debía alcanzar: suprimir al monstruo.

Hoy, se felicitaba por haber recibido un entrenamiento militar durante su estancia en la provincia del Oryx, pues, en el momento fatídico, necesitaría fuerza, valor y decisión, al modo de un soldado en el combate.

Iker se sentía incapaz de matar a un ser humano a sangre fría. Pero no debía aniquilar a un individuo ordinario: aquel rey se comportaba como un tirano sanguinario, y conducía a su país a la desgracia y a la ruina. ¿Cuántos asesinatos había cometido para sostener su horrible poder?

—Dime, amigo, ¿es tuyo este hermoso material?

El anciano miraba el equipo de escriba que Iker había depositado a sus pies.

—Sí, me pertenece.

—¡Sabes, entonces, leer y escribir! Era mi sueño. Pero estaba la tierra, y luego la boda, los hijos, el rebaño… En resumen, mi existencia ha pasado como una sola jornada y no he tenido tiempo de estudiar. Hoy, viudo, he legado el dominio a mis hijos. Yo me he instalado en Menfis, en una casita junto al puerto. ¿Vas también a la capital?

—En efecto.

—Apuesto a que te han destinado allí. ¡Ah, qué suerte… la más hermosa ciudad del país! Debes de conocerla ya, supongo.

—No.

—¡Caramba, tu primera estancia en Menfis! Recuerdo la mía, ¡me deslumbró! Prepárate para mil y un descubrimientos. Dime, ¿aceptarías hacerme un favor?

—Depende.

—¡Oh, nada complicado! Me veo obligado a escribir una carta a la administración acerca de mis impuestos. Como soy un jubilado, tendrían que disminuir, pero ignoro las fórmulas adecuadas.

—Existen escribanos públicos que…

—Lo sé, lo sé, pero puesto que estamos aquí y tienes tiempo sería más sencillo. Cuidado, no soy un ingrato: te alojaría gratuitamente en mi casa hasta que encontraras algo mejor.

La oferta era inesperada, pero ¿no se trataría de una trampa tendida por la policía? Sin embargo, el escriba lo pensó mejor y no creyó posible que la policía utilizara los servicios de un anciano como aquél, por lo que decidió aventurarse.

—Acepto.

—¡Me facilitas la vida! ¿Empezamos?

Iker abrió su bolsa de viaje y sacó de ella un pedazo de papiro y un pincel. Tras haber diluido un poco de tinta negra escuchó atentamente la petición del anciano, le preguntó algunos detalles y redactó una misiva llena de aquellas fórmulas que el fisco apreciaba. Al comprobar que procedía de un escriba conocedor de las leyes y las costumbres, el supervisor aceptaría el deseo del contribuyente.

—¡Escribes extraordinariamente bien, muchacho! He tenido suerte. Si te divierte, te acompañaré a visitar la ciudad. Conozco todos sus rincones. Pero tal vez estés demasiado ocupado…

—No, dispongo de varios días libres antes de ocupar mi puesto.

—¡No lo lamentarás! Gracias a mí, muy pronto te habrás transformado en un menfita.

Prudente, el anciano hizo que Iker redactara una segunda carta dirigida al superior de su supervisor, para que vigilase las actitudes de su subordinado. El texto fue delicado de escribir, pues el escriba tuvo que encontrar fórmulas adecuadas para no ofender a nadie.

El jubilado era un charlatán impenitente. Le gustaba contar su vida, de absoluta trivialidad, con muchos detalles que sólo le interesaban a él, sin temer repetirse.

Al acercarse a Menfis parecía haber rejuvenecido.

—¡Bueno, ya llegamos! Admira el puerto, con sus interminables muelles y sus centenares de barcos. Todas las riquezas llegan aquí. Y los almacenes, ¡los mayores de Egipto! Observar a los estibadores es fascinante.

El lugar parecía un hormiguero.

—No vivo muy lejos. ¿Te importaría llevar mi equipaje?

El anciano, elegante, se abrió camino a través de la multitud, e Iker lo siguió.

Solo en una ciudad desconocida, ¿cómo se las habría arreglado? El destino acudía en su ayuda.

Su compañero de viaje vivía en un barrio popular donde las pequeñas casas de dos pisos alternaban con moradas más ricas. Los niños jugaban en la calle, las amas de casa intercambiaban recetas y chismorreaban, un vendedor de tortas vendía su mercancía.

—Aquí es —dijo el anciano, empujando una puerta en la que se había pintado, en rojo, un Bes barbudo y risueño, encargado de rechazar los malos espíritus.

Tras cruzar el umbral, Iker se contrajo.

Había alguien en el interior.

El escriba dejó el equipaje. ¿Cuántos hombres lo aguardaban? ¿Conseguiría escapar?

Con la escoba en la mano, apareció una robusta sesentona.

—Es la mujer de la limpieza —indicó el anciano—. Cuida la casa en mi ausencia.

—¿Es uno de vuestros hijos? —preguntó ella, suspicaz.

—No, un escriba que viene a ocupar su nuevo puesto en Menfis. Lo albergaré durante algún tiempo.

—Espero que sea limpio, bien educado y que no lo ensucie todo.

—Contad conmigo —prometió Iker.

—Siempre se dice eso, pero con el trato, ya veremos…

—Tu habitación está en el primer piso —indicó el anciano—. Instálate y, luego, iremos a cenar a una buena taberna.

En cuanto se quedó a solas, Iker sacó el puñal de su túnica, lo depositó sobre la cama y lo contempló durante largo rato.

Nada le haría olvidar su misión.