La reunión de urgencia se celebró en plena noche, bajo la dirección de Bina.
—Iker ha abandonado la ciudad —reveló a los metalúrgicos llegados de Asia para fabricar armas en Kahun.
—¡Nos denunciará a todos! —se preocupó Ibcha, el jefe de los artesanos.
—Si ésa hubiera sido su intención, ya estaríamos en la cárcel.
—¿Por qué, entonces, esta súbita huida?
—Los nervios han podido más que él —explicó la muchacha—. Quiere actuar solo y golpear al tirano cuando le parezca, sin avisar a nadie, ni siquiera a mí.
—¡No tiene ninguna posibilidad!
—Ese escriba no es un muchacho ordinario. En su interior arde un fuego que nadie podría apagar. Por eso no lo considero vencido de antemano.
—¿Sabes el número de obstáculos que deberá sortear antes de llegar frente al rey?
—¡Ha superado ya muchos obstáculos! Y conseguí convencerlo de que Sesostris era un monstruo implacable al que había que derribar por cualquier medio, para salvar Egipto.
—¿Y te creyó, el muy ingenuo?
—Iker sabe que el mal existe, y piensa que Sesostris es su fuente. Si hay que sacrificarse para que deje de manar, no vacilará.
—A mi entender, será eliminado. Si lo logra, ¡mejor para nosotros!
—Existe otro motivo de preocupación —reconoció Bina—: el desconocido que intentó, en vano, matar a Iker. Los cocodrilos devoraron su cadáver.
—Si se trataba del emisario de una red organizada, sus colegas no se habrían quedado así —estimó Ibcha—. ¿Se han producido desde entonces otros incidentes dignos de mención?
—No. En Kahun, el asunto no tuvo ninguna resonancia. Diríase, incluso, que no ocurrió nada.
—¿Sienten celos de Iker?
—Claro que sí, por su capacidad de trabajo y su rápido ascenso.
—Pues no busques más: es un simple ajuste de cuentas. Tu protegido se libró de un competidor molesto. Eso me tranquiliza. Si sabe combatir, tiene un poco más de posibilidades.
A los treinta y dos años, el Portador del sello real Sehotep tenía fama de ser uno de los más temibles seductores de Menfis. Único heredero de una rica familia, escriba excepcional, de un ingenio rápido y nervioso y vestido siempre a la última moda, Sehotep engañaba con frecuencia a la gente. Solían considerarlo un enamorado de los placeres de la existencia, poco dado a trabajar durante horas, lo que significaba olvidar sus ojos fulgurantes de inteligencia y su extraordinaria facultad para asimilar en un mínimo de tiempo complejos expedientes. Superior de todas las obras del rey, encargado de velar por el respeto del secreto de los templos y la prosperidad del ganado, se ocupaba simultáneamente de esas abrumadoras tareas con una aparente desenvoltura que ocultaba un perfecto rigor.
Los cortesanos detestaban a Sehotep, cuya existencia parecía una sucesión de fáciles éxitos. El mismo avalaba esa reputación, dando a entender que nunca se enfrentaba con dificultad alguna y que se libraba fácilmente de cualquier problema. No se perdía, claro está, ninguna de las grandes citas mundanas de la capital, ni de los suntuosos banquetes organizados por los notables. Todos hablaban allí de buena gana, Sehotep escuchaba y recogía todas las informaciones posibles.
El Portador del sello real, invitado a la inauguración de la nueva escuela de danza de Menfis, honraba con su presencia aquella ceremonia profana. La maestra de baile estaba tan ebria como sus jóvenes artistas, que vestían un taparrabos lo bastante corto como para que no impidiera sus evoluciones.
Una hermosa morena ofreció a Sehotep su más bella sonrisa. Él se la devolvió. Luego, la muchacha se integró en el grupo, que desplegó una serie de figuras acrobáticas que dejaban sin aliento. Levantando muy arriba la pierna echada hacia adelante, con el pie a la altura del hombro y el busto muy erguido, las danzarinas se inclinaban y brincaban con pasmosa rapidez. A continuación, efectuaron una serie de peligrosos saltos, con el cuerpo arqueado, apoyándose sucesivamente en las manos, con los dedos tensos, y en la punta de los pies. Sehotep tuvo la impresión de que formaban un círculo, pero su mirada se concentró cada vez más en la hermosa morena.
Terminada la demostración, la maestra de baile se acercó a Sehotep con inquietud.
—¿Estáis satisfecho?
—Notable actuación. Me gustaría felicitar a las artistas.
—¡Qué inmenso honor!
Sehotep se demoró junto a su preferida.
—¡Cuánta flexibilidad y cuánto ritmo! Supongo que debiste de aprender el oficio cuando eras muy niña.
—En efecto, señor.
—¿Tu nombre?
—Olivia.
—¿Y tu edad?
—Dieciocho años.
—Debes de estar prometida.
—No… Bueno, en realidad, no. La directora del cuerpo de baile es muy severa.
—Tal vez podríamos cenar juntos. ¿Qué te parece esta misma noche?
Muy cargado de alcohol y saturado de aromas, el vino cocido de los oasis llegaba a los dieciocho grados. Acompañaba una suculenta comida cara a cara, pues Sehotep había despedido a la servidumbre. Olivia, deslumbrada por la maravillosa villa de su anfitrión, demostraba tener buen apetito mientras evocaba las dificultades de su arte.
Cuando Sehotep tomó tiernamente su mano, ella no la retiró. En sus ojos brillaba el deseo.
La desnudó lentamente y la llevó hasta su alcoba.
—Ni tú ni yo deseamos tener un hijo, ¿no es cierto? Sé buena, pues, y utiliza esta pomada anticonceptiva.
Olivia untó con ella el sexo de su amante. A base de espinas de acacia machacadas, la pomada era aromática y untuosa.
A la danzarina no le gustaban demasiado los preliminares, de modo que Sehotep no perdió el tiempo en interminables caricias. Adivinando los gustos de su amante, se empleó en satisfacerla pensando sólo en el placer de la hermosa muchacha. Y de ese modo ejecutaron un ballet en el que rivalizó su talento.
Tendidos uno junto a otro saboreaban los dulcísimos momentos que seguían al éxtasis compartido.
—¿En qué consiste el trabajo de un Portador del sello real?
—Si te describiera todas mis tareas, no me creerías. ¿Sabías, por ejemplo, que me ocupo de la próxima llegada de bueyes cebados para el templo de Hator? Se prepara un gran ritual con vistas a la iniciación de nuevas sacerdotisas, que terminará en un banquete. También superviso la restauración de las puertas del templo y de su santuario.
—¿Acaso eres arquitecto?
—Empleo a todos los del reino y controlo cada paraje, sobre todo en circunstancias excepcionales.
—¿Y es éste el caso?
—También velo porque se respete el secreto de los templos —dijo Sehotep, sonriendo.
—¿Realmente es tan importante?
—Si conocieras la magnitud del tesoro que se entregará al santuario de Neith, no lo dudarías.
—¡Los tesoros me hacen soñar! ¿De qué se compondrá éste?
—Secreto de Estado.
—¡Excitas más aún mi curiosidad! ¿No puedes decirme algo más?
—Lo que ese tesoro contiene es tan valioso que las propias divinidades quedarán encantadas.
Las caricias con que Olivia gratificó a su amante despertaron su deseo. Se lanzaron, pues, a una nueva danza amorosa.
Terminados sus retozos, la muchacha saltó del lecho.
—¿Y si fuéramos a la terraza? ¡Debe de tener una vista magnífica!
Sehotep asintió.
Desnudos y abrazados, contemplaron Menfis, iluminada por la luna llena.
—Qué hermoso es —murmuró ella—. ¡Nunca había pensado que hubiera tantos templos! Allí, ese tan grande, ¿es el de Ptah?
—Eso es.
—Y el otro, el más alargado, al norte, ¿a quién pertenece?
—A la diosa Neith.
—¿La destinataria del tesoro?
—A decir verdad, sólo lo albergará temporalmente.
—¿Adonde irá luego?
—A un lugar inaccesible para los profanos.
—¿Lejos de aquí?
—En Abydos.
—Abydos, el territorio sagrado de Osiris… ¿Lo conoces tú?
—¿Quién puede presumir de conocer Abydos?
Ella se estrechó más aún contra Sehotep.
—Mañana por la noche el ballet actuará durante un banquete. Pero pasado mañana estoy libre.
—Yo no.
—¿Nos veremos, pues, la semana que viene?
—Debo partir para examinar los bueyes cebados que se destinan al ritual. Cuando regrese, el tesoro estará ya a resguardo en el templo de Neith. Lo transportaré hasta Abydos. Luego, volveremos a vernos.
Ella lo besó con ardor.
En menos de una hora, Olivia sufrió por tercera vez los embates de Gergu. Era gordo y brutal, pero le pagaba bien. Sin duda, ella habría preferido hacer el amor con Sehotep, delicado y atento. La danzarina recordaría siempre aquella deliciosa noche, durante la que había sido tratada como una princesa.
—¿Has terminado?
—¡Me has agotado, hermosa mía! Contigo nunca quedo decepcionado.
—¿Y cuándo llega tu patrón?
—Ya no puede tardar. Sobre todo, cuéntaselo todo sin omitir el menor detalle. Si está satisfecho, la recompensa prometida se verá aumentada.
Cuando Medes entró en el salón adonde Gergu llevaba sus conquistas, Olivia lo consideró feo y gordo. Pero ¿a qué hombre podían encontrar gracia sus ojos después de Sehotep?
—¿De modo, jovencita, que sedujiste al Portador del sello real?
Por el tono de voz, Olivia advirtió que el interrogador era peligroso. Habría que jugar duro con él.
—Gergu me ha prometido un lote de ropa de lujo.
—¿Te recibió bien Sehotep?
—¡Mejor de lo que esperaba!
—Hermosa como eres, no se te resistiría por mucho tiempo… ¿Conseguiste alguna confidencia?
—Después de hacer el amor, a algunos hombres les gusta presumir de su trabajo. Por fortuna, Sehotep forma parte de ellos.
—Te escucho, bonita. Se te pagará en función del valor de tus informaciones.
—Sehotep habló del valor de sus múltiples funciones: las grandes obras, los…
—Ya sé todo eso. ¿Describió una tarea concreta, en un futuro próximo?
—Va a examinar bueyes cebados y los traerá a Menfis.
El detalle intrigó a Medes, pues ninguna gran fiesta estaba prevista de inmediato.
—¿A qué se destinan esos animales?
—A la celebración de un ritual y un banquete en el templo de Neith.
—Te tomó el pelo, pequeña. El edificio está restaurándose.
—Sehotep supervisa las obras. Y sé también por qué se organizará esa fiesta.
—¡Habla, entonces!
Olivia hizo algunos arrumacos.
—¿Y si concretáramos mi remuneración?
Medes pareció divertido.
—Eres hábil e inteligente, pero no fuerces tu talento.
—Si me amenazáis, no sabréis nada más.
—¿Cuál es tu mayor sueño?
—Una hermosa mansión en el centro de la ciudad.
—¡Exorbitante!
—No lo creo.
—Bueno, veamos qué tienes para vender. Si la mercancía es de calidad superior, estoy de acuerdo con la casa.
—Procedí por etapas para que Sehotep se confiara realmente. Vanidoso y orgulloso de su importancia, no resistió el deseo de deslumbrarme. Si no me hubiera mostrado curiosa, se habría extrañado, pero preguntarle demasiado lo habría alarmado. Puesto que nuestro entendimiento fue perfecto y sin una nota desafinada, se abandonó y me reveló la existencia de un tesoro que se depositará muy pronto en el santuario del templo de Neith. Con ocasión del acontecimiento se organizará una fiesta.
—Un tesoro… ¿De qué clase?
—Según sus propias palabras, «tan valioso e importante que las propias divinidades quedarán encantadas».
Sehotep no hablaba a la ligera; de modo que la fórmula sorprendió a Medes.
—¿Nada más concreto?
—El tesoro llegará a Menfis la semana próxima.
—Sin duda, una estatua destinada a embellecer el templo de Neith —estimó Gergu, decepcionado.
—De ningún modo —negó Olivia.
—¿Por qué estás tan segura? —preguntó Medes.
—Porque el tesoro sólo estará allí algún tiempo.
—¿Acaso sabes su verdadero destino?
—Al respecto de mi futura casa, me gustaría obtener un documento en toda regla.
—Gergu, tráeme un papiro.
Medes dictó a su segundo un certificado de propiedad, en la forma debida, a nombre de la danzarina Olivia.
—¿Te parece bien así?
—Sólo falta vuestro sello.
—Aún no conozco el destino del tesoro…
La muchacha advirtió que no debía tensar demasiado la cuerda.
—Abydos.
Medes contuvo una exclamación.
—¿Estás segura?
—Sehotep añadió, incluso, que allí el tesoro sería inaccesible para los profanos.
El oro… ¡El oro era capaz de curar la acacia! El descubrimiento de Olivia valía mucho más que una hermosa casa en el centro de Menfis.
—¿Cuándo debes volver a verlo?
—Cuando haya regresado de Abydos, donde habrá entregado el tesoro.
Con el plexo dolorido, Medes se obligó a caminar de un lado a otro para calmarse.
—Buen trabajo, Olivia, muy buen trabajo.
Rompió nerviosamente el papiro.
—¡Qué significa eso! Me habéis prometido…
—Ya tienes tu casa. Esta misma noche puedes instalarte allí. Y ésa es sólo la primera parte de tu remuneración.
—¡Os estáis burlando de mí!
—Gergu te llevará a tu nuevo domicilio, pero tú tendrás que seguir trabajando para mí si deseas obtener el documento de propiedad definitivo y varias ventajas más.
—¿Qué más exigís?
—Quiero ese tesoro, y tú me ayudarás a conseguirlo.
—¿De qué modo?
—Haciéndote pasar por una sacerdotisa de Neith y penetrando en el santuario.
—¿Y si fracaso?
—Lo lograrás.
—¿Y cuál será mi recompensa?
—Lo bastante para vestirte y alimentarte durante numerosos años, un criado y una sierva pagados por mí y a tu entera disposición.
La danzarina comenzó a soñar con una existencia dorada.
—Sabré en qué momento quedará depositado el tesoro en el templo de Neith. Serás avisada de inmediato y actuarás.
—¿Sola?
—No, uno de mis hombres te acompañará para suprimir eventuales obstáculos. Él sacará el tesoro del santuario.
—¡La empresa supone serios riesgos!
—No más que los de una carrera de bailarina. Una lesión grave, y tu futuro quedará roto.
Olivia comprendió la amenaza. Ya no podía dar marcha atrás.
—Esperaré, pues, vuestras noticias… ¡en mi casa!
—Llévatela, Gergu. La segunda casa de la primera calleja en la esquina nordeste del templo de Ptah. En la puerta hay un cuchillo pintado en rojo. El guardián de la morada de enfrente te dará la llave. Dile que vas de parte de Bel-Tran.
Con aquel nombre sirio, Medes poseía varias casas en Menfis y las utilizaba como almacén para depositar mercancías procedentes de sus diversos tráficos. Ésa, la última que había adquirido, estaba aún vacía.
Mientras la pareja se alejaba, Medes digería la emoción. La inmoderada afición por las mujeres había perdido a Sehotep. Sesostris lo consideraría responsable del robo del inestimable tesoro, y la Casa del Rey se desharía de él. Aquélla sería la feliz consecuencia de la maniobra que iba a convertir a Medes en el propietario del oro curativo.