Rudi, un flamante treintañero, era uno de los policías más temidos de Menfis. Nombrado por Sobek el Protector para un puesto especialmente delicado, el atlético supervisor de la inmigración asiática llevaba a cabo su tarea con extremado rigor.
Trabajador, meticuloso y de naturaleza desconfiada, Rudi seguía sin digerir la revuelta cananea de Siquem, durante la que había muerto su mejor amigo. Encantado con la eliminación del cabecilla, un loco que se hacía llamar el Anunciador, el supervisor no dejaba por ello de estar alerta.
Cada vez que una caravana de extranjeros solicitaba autorización para entrar en Egipto, él se encargaba personalmente del asunto y consultaba el expediente de cada comerciante. En caso de sospecha acudía al puesto de aduanas situado al norte de Menfis, donde se retenía a los sospechosos, a quienes interrogaba.
A Rudi no le gustaban los cananeos ni los asiáticos; a su modo de ver, rivalizaban en bellaquería y eran excelentes en la mentira y los golpes bajos. Así pues, rechazaba a cuantos podía, con la certeza de contribuir al mantenimiento de la seguridad necesaria para vivir.
—Jefe —lo llamó su adjunto—, hemos interceptado a dos tipos sospechosos cerca del templo de Ptah. Dicen que son mercaderes de sandalias, pero no llevan ninguna para vender.
—Me encargaré de ellos en seguida.
—¡Jefe, es la hora del almuerzo!
—Primero el deber.
—El camino parece libre —estimó Shab el Retorcido.
Precediendo al Anunciador por el dédalo de las callejas situadas detrás del puerto de Menfis, Shab se comportaba como una fiera cazada. Intentaba percibir el menor peligro, y nadie que lo siguiera habría logrado esquivar su vigilancia. Además, apreciaba la capacidad de su jefe para transformarse en rapaz y desgarrar las carnes del adversario.
Shab se detuvo frente a una casa destartalada y examinó los alrededores.
No había ningún sospechoso a la vista.
Llamó con cuatro golpes a una pequeña puerta. Desde el interior le respondieron con uno solo. El Retorcido dio dos golpes más, muy seguidos.
La puerta se abrió.
Desconfiado aún, Shab fue el primero que entró en una estancia con el suelo de tierra batida sobre el que estaban acuclillados dos hombres con barba.
Consideró que no había peligro e hizo una seña al Anunciador, que entró a su vez.
La puerta se cerró con sequedad.
—Ve a buscar a los demás —ordenó el Anunciador al portero.
Cuatro hombres imberbes, de unos treinta años de edad, no tardaron en aparecer, y se postraron ante su jefe.
—¿Por qué se han dejado crecer la barba estos dos?
—Señor —respondió el inquilino oficial del lugar—, nuestros compañeros no consiguen acostumbrarse al modo de vida de esta maldita ciudad. No escatiman esfuerzos, pero ver circular libremente a todas esas mujeres impúdicas está por encima de sus fuerzas. De modo que prefieren permanecer aquí y respetar nuestras costumbres.
—¿Y qué resultados has obtenido tú?
—No mucho más satisfactorios, me temo. Mis compañeros y yo nos hemos hecho estibadores, pero los egipcios nos miran con malos ojos. Beben alcohol, cuentan historias licenciosas, se ríen en voz muy alta y se divierten con mujeres de mala vida. ¿Cómo ser amigos de esa gente? ¡Nos repugnan! Deseamos regresar a Siquem, en Canaán, y reanudar allí la lucha contra el opresor.
Shab el Retorcido tuvo ganas de escupir al rostro de aquel inútil, pero era el Anunciador quien debía tomar una decisión.
—Comprendo vuestros tormentos —dijo con dulzura—. Egipto es una tierra depravada que hay que devolver al camino de la virtud.
Todos se sentaron y el Anunciador se lanzó a una larga prédica en la que fustigó la lujuria, la escandalosa libertad de las mujeres y la institución faraónica que Dios le había ordenado destruir. Varias veces, los cananeos inclinaron simultáneamente la cabeza. Permaneciendo firmes en sus posiciones, su jefe los reconfortaba.
—Venceremos —predijo—, y seréis los primeros en llevar a cabo una hazaña de la que hablará con orgullo todo el país de Canaán.
Las miradas se levantaron, dubitativas.
—Para propinar un golpe mortal al tirano es indispensable que una caravana en la que vayan nuestros aliados llegue a Kahun —explicó—. Ahora bien, un funcionario egipcio llamado Rudi está levantando un obstáculo insuperable. Vosotros, mis valerosos discípulos, seréis los encargados de eliminar este obstáculo.
—¿De qué modo? —preguntó uno de los barbudos.
—Tenderemos uña trampa al tal Rudi de la que no saldrá vivo. Y el mérito de esta hazaña será vuestro.
Los cananeos escucharon con atención las explicaciones del Anunciador.
—Hasta que yo os ordene entrar en acción exijo silencio absoluto —concluyó—. Si uno de vosotros abriera la boca, todos estaríamos en peligro.
—No nos moveremos de aquí —prometió un barbudo— y obedeceremos estrictamente vuestras órdenes.
Shab el Retorcido inspeccionó la calleja.
Nadie.
El Anunciador podía salir de la madriguera de los cananeos. Cuando regresaban a su domicilio, el Retorcido no pudo morderse la lengua por más tiempo.
—Son unos cobardes y unos incapaces, señor. A mi entender, no debéis contar con ellos.
—No te equivocas.
—Pero… ¡Acabáis de confiarles una misión de gran importancia!
—Es cierto, amigo mío, pero va a ser la única.
—De modo que sois mercaderes de sandalias —dijo Rudi.
Los dos detenidos se arrodillaron.
—Eso es —respondió el de más edad—. Mi hermano es mudo, por lo que yo hablaré por los dos.
—Intenta no seguir mintiendo, de lo contrario perderé los nervios.
—Os juro que…
—No te obstines. ¿Cómo has entrado en Egipto?
—Por los Caminos de Horus.
—De modo que has dejado huellas de tu paso en uno de los fortines. ¿Cuál?
—No lo recuerdo ya.
—Tú y tu cómplice habéis entrado fraudulentamente en nuestro territorio. ¿Con qué intención?
—Egipto es rico, nosotros somos pobres. Esperábamos hacer fortuna.
—Vendiendo sandalias…
—Eso es, eso es.
—¿Fabricándolas tú mismo?
—Claro está.
—Voy a llevaros a los dos a un taller y allí vais a mostrarme cómo lo hacéis.
—De acuerdo… No sabemos nada de sandalias.
—Volvamos a empezar desde el comienzo, muchachos, y esta vez no quiero ni una sola mentira. De lo contrario, dejaré que mis hombres te interroguen a su modo.
—¡En Egipto no se maltrata a nadie!
—Cuando hayan terminado contigo, nadie te reconocerá.
Los dos hermanos se encogieron.
—Si hablo, habrá problemas.
—Y si no hablas, serán peores.
—En verdad, no sé gran cosa… y, sobre todo, no quisiera complicaciones. Si os lo digo todo, ¿nos concederéis la libertad, a mi hermano y a mí?
—Pides demasiado, ¿no? He aquí el trato, y no es negociable: tú me lo dices todo y yo os hago expulsar.
—¿Palabra?
—Palabra.
—Entonces, ahí va: mi hermano y yo procedemos de la ciudad de Siquem, en Canaán. Fuimos invitados a Menfis por un compatriota que se instaló aquí el año pasado. Nos prometía trabajo y alojamiento. De hecho, quería convertirnos en criminales.
—¿De qué modo?
—Proyectaba desvalijar uno de los almacenes del puerto, y no habría vacilado en eliminar a los guardianes. ¡No quisimos ni oír hablar de ello! De modo que nos satisface mucho regresar a nuestro país. Ya está, ya lo sabéis todo.
—Falta un detalle: ¿dónde vive ese cananeo?
—En una casa con un guardián, tras el templo de Ptah, frente a tres palmeras. El hombre es muy desconfiado.
—¿Contraseña?
—Venganza.
—Tu hermano y tú saldréis de Egipto hoy mismo.
Rudi debería haber advertido a su superior, Sobek, pero prefirió organizar solo esa banal operación policial. Así podría interrogar al cananeo y obtener los nombres de los miembros de su organización. No era apropiado molestar al jefe de las fuerzas de seguridad para poner fuera de circulación a una pandilla de pequeños malhechores.
Prudente, sin embargo, Rudi llevó consigo a cinco policías, pues los cananeos se habían vuelto unos maestros en el arte de escapar y no deseaban dar posibilidad alguna a su jefe.
La casa no fue difícil de descubrir. Rudi dispuso a sus hombres y se dirigió al portero, adormilado en el umbral. Lo despertó palmeándole el hombro.
—¿Está tu patrón?
—Es posible. ¿A quién debo anunciar?
—Venganza.
—Voy a ver.
Arrastrando los pies, el servidor abrió la puerta, tomó una pequeña avenida arenosa, entró en la morada, permaneció allí unos instantes y reapareció sin cambiar su ritmo.
—Os aguarda.
A su vez, Rudi recorrió la avenida. Salió a su encuentro uno de los cananeos afeitados que el Anunciador había hecho ir allí la víspera, justo antes de mandar a dos cómplices hacia el templo de Ptah. Su comportamiento no dejaría de intrigar a la policía, Rudi los interrogaría y, gracias a las informaciones que le proporcionarían, intervendría personalmente el controlador.
La trampa funcionaba a las mil maravillas.
—¿Podéis repetir la contraseña? —preguntó el cananeo.
—Venganza.
—¡Tú vas a sufrir esa venganza!
Por detrás, el portero sujetó a Rudi mientras los demás fieles del Anunciador salían de la casa y herían al egipcio a puñaladas. En el suelo, tuvo, sin embargo, fuerzas para pedir ayuda, y sus hombres intervinieron con rapidez.
Tras una feroz reyerta, sólo un policía sobrevivió, aunque gravemente herido. Se arrastró hasta el exterior, llamó a un viandante y se desvaneció.
De acuerdo con el código convenido, Shab el Retorcido llamó a la puerta de la destartalada casa. Uno de los dos barbudos cananeos, que habían permanecido allí, le abrió. El Retorcido entró, seguido por el Anunciador.
—¿Han tenido éxito los nuestros? —preguntó el otro barbudo, que estaba sentado bebiendo leche.
—El controlador Rudi ha muerto.
—¿Se han marchado ya hacia Siquem?
—No, hacia un destino mucho más lejano.
El barbudo se levantó.
—¿Queréis decir que…?
—Ofrecieron su vida por nuestra causa. Dios los acogerá como héroes y gozarán por fin de todos los placeres.
—Y nosotros… ¿podemos abandonar ya Menfis?
—¿No deseáis convertiros también en héroes?
Shab el Retorcido estrangulaba ya al primer barbudo con una correa de cuero. El segundo intentó huir, pero el Anunciador posó una mano en su pecho y lo detuvo.
El cananeo aulló.
Una garra de halcón se clavó en sus carnes y le arrancó el corazón.
—¿Qué hacemos con los cadáveres? —preguntó Shab.
—Dejémoslos a la vista y no cerremos la puerta a nuestra espalda. Algún viandante descubrirá los cuerpos y avisará a la policía. Las fuerzas de seguridad estarán encantadas de descubrir el refugio de los cananeos, a los que, probablemente, asociarán con los asesinos del controlador Rudi. Una nueva represión caerá sobre Siquem, lugar de origen de los terroristas. El faraón hará vigilar más estrechamente aún el país de Canaán, convencido de que allí se encuentra la fuente del mal. Y nosotros actuaremos entonces con total libertad.