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Vestida con una túnica plisada de manga corta y un corpiño beige, la joven sacerdotisa saludó al árbol de vida y tocó para él el arpa portátil, aunque fuera muy difícil hacerla sonar armoniosamente. El instrumento, hecho de madera de sicómoro y de unos cincuenta centímetros de largo, estaba provisto de cuatro cuerdas. La intérprete apoyaba el extremo inferior en el hueco del hombro y lo mantenía horizontal, para obtener un perfecto equilibrio, bajo la protección de dos pequeñas estatuillas que decoraban el arpa: un nudo mágico de Isis y una cabeza de Maat.

Hizo sonar una melodía muy lenta, pero con mucho ritmo, que apaciguaba las angustias y procuraba serenidad.

Antes de proceder a la libación, el Calvo aguardó a que se apagaran las últimas notas.

—El cielo y las estrellas tocan música en honor del árbol de vida —recordó—. Sol y luna cantan sus alabanzas, las diosas danzan en su favor. Un verdadero músico conoce el plan del Creador, percibe el modo como ordena el universo y pone en consonancia sus componentes.

De este orden nace una música celestial de la que podemos convertirnos en modestos intérpretes. Que tu arte sea un rito.

Al llegar a Abydos, Gergu se sentía deprimido. Testaferro del rico y poderoso Medes, secretario de la Casa del Rey, Gergu había sido ascendido a inspector principal de los graneros. Por este motivo, viajaba por todo Egipto y sometía a chantaje a algunos propietarios, amenazándolos con represalias fiscales si no le concedían, con perfecta discreción, parte de sus bienes.

Gordo, gran bebedor y comedor, aficionado a las mujeres y tres veces divorciado, Gergu debería haber sido encarcelado por haber maltratado a su última esposa, pero Medes lo había sacado de aquel mal paso, y le había ordenado que sólo tratara ya con profesionales.

Gergu era supersticioso, temía los poderes ocultos de las divinidades y los magos, y no viajaba nunca sin una buena cantidad de amuletos. Sin embargo, al poner el pie en el embarcadero del territorio sagrado de Osiris se consideraba expuesto a las agresiones de lo invisible.

Buen marino y experto cazador, detestaba el riesgo inmoderado, pero Medes se lo imponía al enviarlo allí de nuevo. Como nada podía negarle a su protector, regresaba con el pretexto de proporcionar a los sacerdotes géneros que figuraban en una lista oficial.

El verdadero objetivo de su misión era, sin embargo, muy distinto: volver a ponerse en contacto con uno de los permanentes, corromperlo y transformarlo en un aliado seguro con la esperanza de apoderarse de los tesoros de Abydos.

Como consecuencia de su último encuentro, Gergu pensaba que la empresa era factible. Pero, cuanto más pensaba en ello, más presentía que aquel sacerdote estaba tendiéndole una trampa.

Sin embargo, ningún argumento disuadió a Medes de insistir. Y sólo varios litros de cerveza fuerte incitaban a Gergu a salir de su camino.

Como en su anterior visita, le impresionó el despliegue de las fuerzas de seguridad encargadas de vigilar el paraje. ¿Qué ocurría en Abydos? Cada recién llegado era cuidadosamente registrado; cada barco, examinado de arriba abajo.

Gergu no escapó al reglamento. Al ver que se acercaban a él un oficial y cuatro fortachones provistos de garrotes comenzó a sudar. ¡Iban a detenerlo, a encerrarlo en una mazmorra y a interrogarlo!

—Documentos —exigió el teniente.

—Aquí están.

Temblando, le tendió un papiro al militar, que se tomó el tiempo de leerlo.

—Inspector de los graneros Gergu, en misión oficial, con un barco de mercancías perecederas… Verifiquemos si el contenido es el adecuado.

El teniente lo miró con ojos extraños.

—No parecéis sentiros muy bien.

—Debo de haber comido algo en mal estado.

—Hay un médico de guardia en el puesto de mando. Si empeoráis, no vaciléis en consultarle. Mientras mis hombres examinan la carga, os llevaré a mi despacho.

—¿Por qué?

—Porque he recibido consignas especiales sobre vos.

Gergu sintió que las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie. Su suerte estaba echada, era evidente. Dado el número de soldados era imposible huir. Resignado, siguió al oficial hasta una vasta sala donde trabajaban una decena de escribas.

El teniente tomó una tablilla de madera puesta en un anaquel y se la entregó a Gergu.

—Dada la frecuencia de vuestras visitas a Abydos, he aquí vuestra acreditación temporal, aprobada por el responsable de los contactos con el exterior. Llevad siempre este documento encima cuando os desplacéis por el paraje. No os autoriza a circular por el territorio prohibido a los profanos y no os dispensa de control alguno, pero una cara conocida facilita el procedimiento.

Incapaz de decir una sola palabra, Gergu se limitó a esbozar una sonrisa bobalicona.

—Os conduciremos al lugar de vuestra cita.

Pasmado aún, a Gergu le complació esperar en el lugar habitual. Aquella espera le permitió recobrar el ánimo untes de su encuentro decisivo con el sacerdote permanente que parecía dispuesto a la traición.

La duda lo asaltó de nuevo: ¿y si otro ritualista salía del templo cubierto para acusarlo de corromper a uno del os miembros de la cofradía más cerrada de Egipto?

Gergu tenía la boca seca, y se atragantó al beber un poco de agua.

Y el hombre apareció. Era el mismo sacerdote, siempre tan severo y desagradable.

Amargado al no haber sido nombrado superior de los permanentes de Abydos, Bega deseaba vengarse del principal culpable de su estancamiento, el faraón Sesostris. Pero para conseguirlo necesitaba aliados, y ¿cómo encontrarlos si permanecía confinado en el dominio de Osiris?

La llegada de Gergu había sido un verdadero milagro. A pesar de su mediocridad, Bega lo consideraba el emisario, le un poderoso personaje, decidido a conocer los misterios de Abydos, que enviaba a Gergu para saber si existía alguna grieta por la que pudiera introducirse.

Y esa grieta era él, Bega.

Negociaría, pues, los servicios obteniendo su valor máximo y se enriquecería mientras llevaba a cabo su legítima venganza.

—Vuestro estatuto de temporal facilita nuestros contactos —reveló a Gergu—. Naturalmente, continuaré entregándoos listas de género que me habéis de proporcionar y vos seguiréis cumpliendo celosamente esa tarea.

—Claro está —asintió Gergu.

—Antes de que llevemos a cabo nuestra colaboración, me gustaría basarla en una certeza: ¿sois realmente capaz de procurarme las conexiones necesarias para dar salida a lo que tengo para vender?

—Sea cual sea la naturaleza de la mercancía, no hay ningún problema.

—Así pues, sois un dignatario muy influyente, Gergu.

—Sólo un intermediario. El que me emplea ocupa, en efecto, altas funciones.

—¿Forma parte, acaso, del entorno del faraón?

—No estoy autorizado a deciros nada más, antes es preciso que nos conozcamos mejor. En primer lugar, ¿qué es eso tan valioso que tenéis para vender?

—Venid conmigo.

El estómago de Gergu se contrajo. ¿No se trataría de una trampa?

—No temáis —le recomendó Bega—. Voy a concederos un favor que aprecian mucho los temporales que gozan de él. Vais a aproximaros a la terraza del Gran Dios.

Con tanto miedo como asombro, Gergu descubrió un gran número de capillas que flanqueaban un camino de procesión. Compuestas por un santuario precedido por un patio y un jardín con árboles, estaban rodeadas por una muralla.

—¿Quién obtiene el privilegio de ser enterrado aquí? —preguntó Gergu.

—En realidad, nadie.

—Pero entonces…

—Visitemos uno de estos monumentos y lo comprenderéis.

Los dos hombres cruzaron una puerta abierta en el muro y entraron en el jardín de una gran capilla. Al pie de un sicómoro, consagrado a la diosa del Cielo, Nut, había una alberca en la que florecían los lotos. Al lado de las paredes, estelas, estatuas y mesas de ofrenda de diversos tamaños.

—Ningún cuerpo descansa aquí —explicó Bega—. Sin embargo, muchos dignatarios están presentes ante Osiris gracias a esos monumentos que fueron autorizados a mandar a Abydos y que los sacerdotes permanentes animan Mágicamente. Así se efectúa la peregrinación del alma. Tener una estela o una estatua cerca de la terraza del Gran Dios es estar seguro de participar de su eternidad. A menudo, mis colegas y yo hacemos libaciones calificadas de «divino rocío» y difundimos el humo del incienso, «el que diviniza», sobre estas piedras sagradas. Los nombres de los afortunados elegidos quedan entonces regenerados.

Gergu, fascinado por la majestuosidad del lugar, seguía asustado.

—Muy impresionante, pero no veo…

—Mirad mejor.

Gergu se concentró, pero sólo descubrió capillas y monumentos votivos.

El valor de esas estelas, de esas estatuas y de esas mesas de ofrendas es incalculable —señaló Bega—, pues fueron consagradas e impregnadas con el espíritu osírico.

Gergu no se atrevía a comprender.

—No pensaréis…

—Se lleva a cabo un control exhaustivo de todo lo que entra en Abydos, pero no de lo que sale.

—Sacar estas obras…

—No las estatuas, no las grandes estelas, no las de los dignatarios enviados en misión a Abydos por algún faraón, sino sólo las estelas pequeñas. En ciertas capillas son tan numerosas que nadie advertirá alguna que otra desaparición. Vos deberéis encontrar compradores para estos tesoros, cuyo poder protector es inigualable.

«No hay dificultad alguna —pensó Gergu—, y haré subir al máximo los precios.»

—En el futuro —prosiguió Bega— tendré otras mercancías más valiosas aún para negociar, pero ya hablaremos de eso más tarde.

—¿No os fiáis de mí?

—Juego fuerte si no quiero perder. Antes de seguir adelante veamos cómo tratáis este primer asunto.

—¡No quedaréis decepcionado! Mi patrón es eficaz y discreto.

—Eso espero.

—¿Por qué hay tantos militares y policías alrededor de Abydos? —preguntó Gergu.

—Ésa es una de las informaciones que voy a venderos. Tal vez hayan circulado algunos rumores, pero sólo los permanentes y los íntimos del faraón conocen la verdad. Puesto que los hechos son de extrema gravedad, están sometidos al más estricto secreto.

—¿Un secreto que vos estáis dispuesto a violar?

Bega se volvió más gélido aún que de ordinario.

—Ya veremos.

Los dos hombres se alejaron lentamente de la terraza del Gran Dios. El silencio era tan profundo que apaciguaba los nervios de Gergu.

—En vuestra próxima visita os entregaré una primera estela en miniatura —dijo Bega.

—¿De qué modo procederemos?

—No os inquietéis. Si la operación comercial me resulta satisfactoria, exigiré conocer a vuestro patrón.

—No sé yo si…

—Vos, y él a través de vos, sabéis quién soy. Yo debo saber, pues, quién es él, para que nuestros vínculos sean indestructibles y nuestra asociación duradera.

—Le transmitiré vuestras exigencias.

—He aquí la lista de géneros que deben librarse, próximamente, a los permanentes. No os precipitéis y esperad un tiempo prudencial antes de volver.

Al regresar a su barco, Gergu advirtió que no era sometido a control alguno. Conocido ya como temporal, fue saludado por los guardias, y uno de ellos lo ayudó, incluso, a llevar su bolsa de viaje.

A Gergu le extrañaba la audacia y la determinación de aquel sacerdote; era preciso que hubiera acumulado mucho odio y mucho rencor para traicionar así a los suyos. Pero qué ocasión fabulosa… Ni siquiera en sus más locos sueños hubiera imaginado nunca Medes tener semejante aliado en el corazón de Abydos.