Con diecisiete años de edad, rápidos como el viento y flexibles como la caña, los dos exploradores del general Nesmontu no le tenían miedo a nada. Conscientes de la importancia de su misión, estaban decididos a correr todos los riesgos que fueran necesarios para obtener información sobre el sistema de defensa del jefe de provincia Khnum-Hotep. El éxito del asalto dependería en gran parte de los datos que le proporcionaran a su superior. Primero, el Nilo. Desarmados y vestidos con un pobre taparrabos que olía a pescado, se hicieron pasar por pescadores. Y lo que vieron los asombró: Khnum-Hotep había reunido ante el puerto de su capital una verdadera flotilla compuesta por embarcaciones variadas; a bordo, decenas de arqueros. Cuando un barco se lanzó sobre su modesta barca, se guardaron mucho de huir.
—¿Por qué merodeáis por aquí? —interrogó un oficial.
—Bueno… pescamos.
—¿Por cuenta de quién?
—Bueno… por la nuestra. Bien hay que alimentar a la familia.
—¿Ignoráis las órdenes del señor Khnum-Hotep? Ninguna barca debe circular ya por esta parte del río.
—Vivimos en la aldea, allí, y acostumbramos a pescar aquí.
—En estos momentos está prohibido.
—¿Cómo vamos a comer, entonces?
—Id al puesto de control más cercano, allí os darán víveres. Si vuelvo a veros por aquí, os detendré.
Los dos exploradores se alejaron sin apresurarse, como dos buenos pescadores molestos por el nuevo reglamento. Atracaron ante el puesto de control y se internaron en la espesura de papiro por la que pululaban serpientes y cocodrilos. Indiferentes a las picaduras de insectos agresivos, llegaron hasta el lindero de las tierras cultivadas.
También allí Khnum-Hotep había tomado sus precauciones. Ocultas por ramas cubiertas de tierra, había profundas fosas excavadas que harían caer a los asaltantes. No eran campesinos los que ocupaban las cabañas de caña, sino soldados, y lo mismo ocurría con las granjas. Los dos muchachos descubrieron también algunos arqueros encaramados a los árboles. Prosiguiendo con su exploración se sumergieron en un canal que conectaba con la capital y nadaron bajo el agua, cogiendo aire de vez en cuando. A buena distancia descubrieron sólidas fortificaciones ocupadas por un imponente número de milicianos.
El dispositivo de Khnum-Hotep no ofrecía ningún punto débil. Los exploradores sabían ya bastante, pero quedaba lo más difícil: regresar sanos y salvos y transmitir la información recogida.
Entonces, oyeron silbar una flecha.
En cuanto el rey cruzó la puerta de su palacio, el ex jefe de provincia Djehuty salió a su encuentro. Vestido con un gran manto que atenuaba la penosa sensación de frío que sentía, el viejo dignatario quería olvidar su edad y su reuma y rendir homenaje al soberano, del que era fiel súbdito ya.
—Os aguardaba con impaciencia, majestad.
—¿Malas noticias?
—He reforzado las fronteras de la provincia y desplegado todas mis tropas para aislar a Khnum-Hotep, pero todos los días temía un intento por su parte de forzar el bloqueo. Puesto que su milicia es más numerosa que la mía, yo no habría resistido mucho tiempo.
—La desgracia no ha sucedido, seguimos teniendo esperanzas.
—Soy pesimista aún, majestad. No me fío demasiado de mis propios hombres. Muchos de ellos protestan ante la idea de luchar contra los hombres de Khnum-Hotep. Y os recomiendo que no otorguéis confianza alguna a los soldados de las milicias que se han unido recientemente a la corona. Su compromiso es demasiado reciente, y la reputación del jefe de la provincia del Oryx los hace temblar. La mayoría piensan que saldrán vencedores de cualquier confrontación. En realidad, sólo podéis contar con vuestras propias fuerzas.
—Gracias por hablarme con tanta franqueza.
—Sin duda sois el gran faraón que nuestro país tanto necesita, pero el obstáculo que se levanta ante vos parece insuperable. Aunque venzáis en este combate, las heridas serán imborrables.
Djehuty se preguntó si el rey tomaba en serio sus observaciones. Reintegrar al regazo de Egipto las provincias rebeldes, a excepción de la de Khnum-Hotep, había sido toda una hazaña; sin embargo, la reconciliación efectiva exigiría tiempo, mucho tiempo. Al reclamar una victoria total, ¿no se arriesgaba Sesostris al desastre? Pero, si se demoraba, se debilitaría frente a Khnum-Hotep, que no dejaría de sacar partido de ello.
Sobek el Protector, jefe de la guardia personal de Sesostris y de todas las policías de Egipto, no dormía ya desde que el rey residía en la provincia de la Liebre. Atlético y nervioso, todavía no dominaba los datos de la seguridad en aquel territorio demasiado vasto. Además, tenía que contemporizar con los milicianos de Djehuty y formar equipos mixtos que no le inspiraban mucha confianza. Al menos, imponía con firmeza la presencia de sus mejores hombres en torno a los aposentos del soberano. Era evidente que Khnum-Hotep intentaría eliminar al monarca antes de que éste llevara a cabo el asalto. Las tropas de Sesostris, privadas de su jefe, se unirían sin duda al adversario. ¿Dónde y cuándo se produciría el intento de asesinato?
En Khemenu, la capital provincial, la atmósfera se estaba volviendo sombría. Ninguno de los exploradores enviados por el general Nesmontu al otro lado del frente había regresado. Sesostris ignoraba pues todo sobre el sistema de defensa de Khnum-Hotep. Atacar a ciegas sólo podía conducir al fracaso. Desde el amanecer, Sobek registraba personalmente a los empleados de palacio. Desconfiaba incluso de los ancianos aparentemente inofensivos, y se dirigía a las cocinas, donde los pinches probaban los platos en su presencia. Cuando se tomó tiempo para comer una torta rellena de habas, uno de sus adjuntos se acercó vacilante, con la cabeza gacha.
—¿Algún problema?
—No, jefe, en realidad, no… Pero como nos ordenasteis que os lo indicáramos todo.
—Explícate.
Sobek dejó su torta, que un perro, de patas cortas pero excelente observador, acechaba desde hacía largo rato. El animal se apoderó de su presa y corrió para degustarla en algún rincón tranquilo.
—Habéis visto, jefe…
—Estoy esperando.
—Bueno, es un incidente menor. El peluquero oficial de palacio entró anoche, un poco antes de que se pusiera el sol, y nadie lo ha visto volver a salir. Normalmente, debería haber terminado sus servicios antes del desayuno.
—¡Se ha ocultado, pues!
—Tranquilizaos, tengo su material. Nadie está autorizado a circular por palacio con una arma o un objeto peligroso.
—¡Imbécil, habrá escondido una navaja en alguna parte!
Sobek y su adjunto corrieron hacia los aposentos de Sesostris. En el corredor que llevaba a éstos, el adjunto descubrió al peluquero.
—¡Es él!
El hombre se detuvo, aterrorizado; en la mano llevaba una pequeña bolsa de cuero. Sobek se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo. El adjunto le ató las manos y los pies con una cuerda que se hundió en sus carnes.
—¡De modo, muchacho, que querías asesinar al rey!
—¡No, no, os juro que no!
—Vamos a verlo.
Sobek abrió la bolsa. En el interior no había una navaja, sólo un soberbio escarabeo de cornalina.
—¿Lo has robado?
El peluquero agachó la cabeza.
—Sí, es cierto.
—¿A quien?
—A una camarera.
—¿Y te has ocultado, esta noche, para llevar a cabo tu fechoría?
—Pensaba que nadie me vería. Tenéis que perdonarme, yo…
—Te prometo el máximo de años de cárcel.
Mientras Sesostris examinaba el plan de ataque del general Nesmontu, Sobek los avisó de que dos exploradores heridos, acababan de llegar a la primera línea de infantería. Desconfiado, el jefe de la policía pidió a Nesmontu que identificara a esos hombres antes de que comparecieran ante el faraón.
Uno de los dos jóvenes tenía una punta de flecha clavada en el hombro izquierdo; el otro, la pierna derecha ensangrentada. Orgullosos de haber cumplido con éxito su misión, se negaron a ser curados antes de hablar con el monarca y el general, que los escucharon con atención.
Nesmontu los felicitó y los ascendió al grado de oficial. Los dos héroes no pudieron contener una lágrima cuando el rey, que les sacaba más de una cabeza, les dio un abrazo.
Una vez hubieron sido transferidos al hospital militar, Sesostris reunió a su consejo restringido compuesto por los generales Nesmontu y Sepi, el Portador del sello real Sehotep y Sobek el Protector.
Con gravedad, Nesmontu resumió las informaciones recogidas. Un largo silencio siguió a su exposición.
—El dispositivo de Khnum-Hotep es infranqueable —juzgó Sepi—. Necesitaríamos un ejército tres veces más importante para derribarlo, a costa de gravísimas pérdidas. Y, en el actual estado de nuestras fuerzas, no hay posibilidad alguna.
—Reconozco que esta operación será delicada —admitió Nesmontu—. Sin embargo, no se trata de retroceder. Me pondré a la cabeza de mi unidad de élite y atravesaremos las defensas del adversario.
—Te batirás con valor —concedió Sehotep—, pero perderás la vida. Cuando nuestros mejores soldados hayan desaparecido, ¿qué esperanza nos quedará?
—Conocer las posiciones del enemigo nos procura una considerable ventaja. Si sabemos aprovecharla, tal vez el destino nos sea favorable.
—¡Vano sortilegio! —protestó Sobek—. Tú mismo acabas de explicarnos por qué estábamos vencidos de antemano.
—Intentemos negociar aún —propuso Sehotep—. Me considero capaz de domesticar a Khnum-Hotep.
—Te tomará como rehén —predijo el general Sepi—. La cabeza de ese jefe de provincia es más dura que el granito. Khnum-Hotep no negociará, pues no cederá ninguna de sus prerrogativas.
Nadie contradijo a Sepi.
—No tenemos elección —afirmó Nesmontu—. Sean cuales sean los riesgos, debemos atacar. De lo contrario, el prestigio del faraón quedará mortalmente herido.
—Yo abogo por el statu quo —dijo Sehotep—. Aislemos a Khnum-Hotep, condenémoslo al hambre y obliguémoslo a rendirse.
—¡Pura utopía! Su provincia es lo bastante rica para alimentarlo durante meses, años incluso. Si renunciamos a actuar, actuará él.
—La seguridad del rey es prioritaria —recordó Sobek el Protector—. Durante la ofensiva, su majestad no deberá exponerse.
—Así lo creo yo —asintió Nesmontu—; yo me pondré a la cabeza de mis soldados. Sesostris se levantó.
—La decisión última me corresponde tomarla a mí. La conoceréis mañana por la mañana, tras la celebración del ritual en el santuario de Tot.