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La acacia de Osiris iba a morir.

Si el árbol de vida se extinguía, los misterios de la resurrección no podrían celebrarse más, y Egipto desaparecería. Incapaz de lograr que el secreto esencial irradiase, ya sólo sería un país como los demás, entregado a la ambición de algunos, a la corrupción, a la injusticia, a la mentira y a la violencia.

Por eso, el faraón Sesostris, tercero de su nombre, lucharía hasta el último instante para preservar la inestimable herencia de sus antepasados y transmitirla a su sucesor. Con más de dos metros de altura, el coloso de cincuenta años y mirada penetrante libraba un difícil combate del que, a pesar de su innata autoridad, su valor y su determinación, tal vez no saliera victorioso.

Con los ojos hundidos en las órbitas, hinchados los párpados, los pómulos prominentes, la nariz recta y fina, la boca arqueada, el rostro de Sesostris era indescifrable. ¿No se afirmaba, acaso, que gracias a sus anchas orejas podía oír la menor palabra pronunciada en lo más profundo de una gruta?

El faraón vertió agua al pie del árbol, la Gran Esposa real derramó leche. El rey y la reina se habían despojado de sus brazaletes y sus collares de oro y plata, pues la Regla de Abydos no toleraba metal alguno en el territorio de Osiris.[1]

Abydos, el centro del universo espiritual de Egipto, la tierra del silencio, el dominio de la rectitud, la isla de los Justos sobrevolada por las almas-pájaro y protegida por las imperecederas estrellas. Aquí reinaba Osiris, el Ser perpetuamente regenerado, nacido antes de que existiera el nacimiento, creador del cielo y de la tierra. Triunfador de la muerte, resucitaba en forma de gran acacia que hundía sus raíces en el Nun, el océano de energía del que brotaban todas las formas de vida. Pequeña emergencia perdida en el seno de esa inmensidad, el mundo de los humanos podía verse sumergido en cualquier momento.

Ante la gravedad de la situación, Sesostris había construido un templo y una morada de eternidad para producir una energía espiritual destinada a salvar la acacia. El proceso de degradación se había interrumpido, pero sólo una rama del árbol de vida había reverdecido.

Las investigaciones emprendidas para encontrar la causa de aquel desastre así como a su instigador pronto darían resultado, puesto que él faraón ya no tardaría en llevar a cabo un ataque decisivo contra el jefe de provincia Khnum-Hotep, sospechoso de ser el autor de aquel crimen.

Provisto de la paleta de oro, símbolo de su función de superior de los sacerdotes de Abydos, el faraón leyó en voz alta las fórmulas de conocimiento que ésta llevaba. Tras él se encontraban los escasos permanentes autorizados a residir en el interior del recinto sagrado, adonde iban a trabajar, todos los días, algunos temporales, filtrados y vigilados por las fuerzas de seguridad.

El Calvo, representante oficial del rey, no tomaba decisión alguna sin el acuerdo formal del soberano. Responsable de los archivos de la Casa de Vida, el Calvo había pasado toda su existencia en Abydos, y no sentía deseo alguno de conocer otro horizonte. Grosero, incapaz de ser siquiera mínimamente diplomático, sólo pensaba en la perfecta ejecución de las tareas confiadas a los permanentes y no toleraba la menor laxitud. Tener la suerte de pertenecer a ese restringido colegio excluía cualquier debilidad.

—¿Son venerados los antepasados? —preguntó el rey.

—El Servidor del ka cumple con su oficio, majestad. La energía espiritual de los seres de luz nos llega aún, los vínculos con lo invisible siguen siendo sólidos.

—¿Están provistas las mesas de ofrenda?

—El que hace la libación de agua fresca ha cumplido todos los días con su tarea.

—¿Está intacta la tumba de Osiris?

—El que vela por la integridad del gran cuerpo ha verificado los sellos puestos en la puerta de su morada de eternidad.

—¿Se transmite ritualmente el conocimiento?

—Aquél cuya acción es secreta y que ve los secretos no traiciona su función, majestad.

Uno de los cuatro permanentes no pensaba ya con sinceridad en el cumplimiento de sus sagrados deberes. Decepcionado al no obtener el puesto de Superior tras una carrera que, sin embargo, él consideraba ejemplar, el sacerdote había decidido enriquecerse utilizando el saber adquirido durante sus años de formación. Puesto que Sesostris no reconocía sus méritos, se vengaría del rey y de Abydos.

—La puerta del cielo se cierra —deploró el Calvo—. La barca de Osiris[2] no navega ya por los espacios estelares. Poco a poco, también ella se degrada.

Ésas eran las palabras que el faraón temía escuchar. El debilitamiento del árbol de vida provocaría una serie de catástrofes, luego el derrumbamiento del país entero. Sin embargo, habría sido indigno y cobarde taparse los oídos y velarse la cara.

—Haz que vengan las siete sacerdotisas de Hator —ordenó el monarca—, y que ayuden a la reina.

Procedentes de diversos medios, aquellas mujeres residían también permanentemente en Abydos y, como sus colegas masculinos, habían jurado absoluto secreto. El Calvo no se mostraba más amable con ellas que con los sacerdotes y no admitía de su parte error alguno. En el corazón del templo, ninguna función estaba definitivamente adquirida, y cualquier ritualista que no cumpliera con su tarea sería excluido sin que el Calvo le demostrase la menor indulgencia. La más joven de las siete sacerdotisas, recientemente ascendida al grado de Despierta por la reina de Egipto, era de una belleza casi irreal. Con el rostro luminoso, con rasgos de una inigualable delicadeza, la piel muy tersa, los ojos de un verde mágico, las caderas estrechas, se desplazaba con una nobleza y una gracia que seducían incluso a los más hastiados.

Atraída por la iniciación desde la infancia, se desinteresó del mundo profano para aprender los jeroglíficos y cruzar, una a una, las puertas del templo. La muchacha, llamada para que celebrara rituales en varias provincias, regresaba siempre con gran alegría a Abydos. Vestía una túnica que imitaba una piel de pantera salpicada de estrellas, con la que desempeñaba el papel de la diosa Sechat, soberana de la Casa de Vida y de la escritura sagrada, formada de palabras de poder, únicas capaces de combatir a los enemigos invisibles.

Decidida ya, la existencia de la joven sacerdotisa debería haberse desarrollado de un modo apacible si varios dramas no la hubieran trastornado. Primero, la enfermedad del árbol de vida, que esparcía la angustia en un lugar donde sólo debería haber reinado la serenidad; luego, las predicciones que le anunciaban que no sería una Sierva de Dios como las demás, pues se le había encargado una misión capital y peligrosa, más allá de lo imaginable; finalmente, el encuentro con un joven escriba, Iker, al que no conseguía apartar de su mente y que turbaba cada vez más sus meditaciones.

—Que las siete sacerdotisas de Hator formen un círculo alrededor del árbol de vida —ordenó la reina.

Una vez colocadas las sacerdotisas, la Gran Esposa real ciñó el tronco del árbol con una cinta roja para aprisionar en ella las fuerzas del mal. El faraón sabía que esta protección era insuficiente: para salvar la acacia era necesario que se reuniera el «Círculo de oro» de Abydos.

A excepción del Calvo, los ritualistas se retiraron.

Recogidos, la pareja real y el Calvo aguardaron la llegada de los miembros del «Círculo de oro», que habían utilizado el canal excavado por Sesostris y flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, evocación del banquete celestial que se celebraba a lo largo de todo el año. De una barca ligera descendieron los generales Sepi y Nesmontu, el gran tesorero Senankh y el Portador del sello real Sehotep. En misión especial, sólo faltaba un iniciado.

Los fieles llevaban un relicario, compuesto de cuatro leones opuestos por la espalda. En el centro del objeto cilíndrico vaciado había un astil con un escondrijo en lo más alto. Encarnaba el venerable pilar creado al inicio de los tiempos, la columna vertebral a cuyo alrededor se organizaba el país entero. Los cuatro hombres dispusieron la obra maestra junto a la acacia. Los leones, guardianes infatigables cuyos ojos nunca se cerraban, impedirían a cualquier agresor acercarse al árbol de vida.

En el escondrijo, el rey y la reina colocaron, cada uno de ellos, una pluma de avestruz que simbolizaba a Maat, la justicia, la rectitud y la armonía, sobre las que se construía cotidianamente Egipto. Emanación de la luz divina, Maat era la ofrenda por excelencia con la que se alimentaba la tierra de los faraones.

Un viento frío barría el lugar.

—¡Mirad allí! —exclamó el general Nesmontu.

En lo alto de un árido cerro, en el lindero del desierto, acababa de aparecer un chacal. Con los ojos negros, bordeados de naranja, miraba fijamente a los ritualistas.

—El genio de Abydos aprueba nuestra gestión —señaló la reina—. El que está a la cabeza de los Occidentales[3], los difuntos reconocidos como Justos, nos gratifica con su presencia y nos alienta a proseguir nuestra búsqueda.

Aquel signo del más allá confirmó a Sesostris en su decisión de modificar los parajes del lugar sagrado.

—Plantad una acacia en cada punto cardinal —decretó.

Los miembros del «Círculo de oro» así lo hicieron. De este modo, el árbol de vida estaría protegido por los cuatro hijos de Horus, que velarían, en adelante, por la residencia de Osiris. Testigos de la resurrección, formarían un eficaz talismán contra el aniquilamiento.

Después de que el monarca hubo consagrado los árboles plantados, visitó su nueva ciudad, «Paciente de lugares»[4], donde residían los constructores de su templo y de su tumba. Allí reinaba una atmósfera pesada, pero nadie le ponía mala cara al trabajo. El monarca no toleraba relajamiento alguno en el territorio de Osiris, donde se decidía la suerte de Egipto.

Al acabar su inspección, el rey se retiró a una capilla y convocó a la joven sacerdotisa.

—Gracias a las indicaciones que has recogido en los textos antiguos he tomado el máximo de precauciones para prolongar la vida de la acacia —explicó—. Pero eso es sólo un mal menor.

—Seguiré buscando, majestad.

—No aflojes en tus esfuerzos, sobre todo. La desgracia que afecta a Abydos no puede deberse al azar. Sus causas son probablemente múltiples; tal vez una de ellas se oculte aquí mismo.

—¿Qué debo entender?

—El comportamiento de los ritualistas de Abydos debe ser irreprochable. Si no es así, puede agrietarse la muralla mágica erigida para preservar a Osiris de cualquier atentado. Te pido, pues, que permanezcas alerta y prestes atención al menor incidente.

—Se hará de acuerdo con vuestra voluntad, y no dejaré de informar al Calvo.

—Me informarás a mí y a nadie más. Podrás ir y venir a tu antojo, y sin duda tendrás que abandonar Abydos más de una vez.

Aunque le costaría cumplir aquella orden, la sacerdotisa hizo una reverencia. Solamente allí su vida adquiría sentido. Le gustaba aquel paisaje fuera del tiempo, el recogimiento inscrito en cada una de las piedras del gran templo, la celebración diaria de los ritos. Compartía los pensamientos presentes aún de los iniciados que, desde los orígenes de la ciudad de Osiris, participaban en sus misterios. Abydos era su tierra, su mundo, su universo.

Pero una orden del faraón, garante de la propia existencia de aquellos lugares, no se discutía.