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Desde la desaparición del aguador, su mejor agente, el libanés era incapaz de probar bocado. No había régimen más drástico, es cierto, pero habría preferido adelgazar en otras circunstancias.

—Conociéndolo, murió sin hablar —le dijo al Anunciador.

—De lo contrario, la policía estaría ya aquí.

—Nuestros contactos se han desbaratado, señor, nuestras células están aisladas y reducidas a la inacción, me he quedado sin mi mejor hombre. Y eso, por no hablar de la interrupción del comercio clandestino que financiaba nuestro movimiento.

—¿Acaso dudas de nuestro éxito final, mi fiel amigo?

—¡Me gustaría tanto responderos negativamente!

—Valoro tu sinceridad y comprendo tu angustia. Sin embargo, todo sucede de acuerdo con mi plan, y tus inquietudes no tienen fundamento. Nuestro único objetivo es Abydos y los misterios de Osiris. ¿Por qué voy a preocuparme de un hatajo de cananeos y de nubios? Un día u otro se convertirán. No tiene importancia alguna que Sesostris los someta. Se agota manteniendo el orden y teme, a cada instante, ser atacado tanto por el norte como por el sur. Nuestras maniobras de distracción han funcionado admirablemente, ocultando el verdadero objetivo.

—¿No dispone el faraón del oro capaz de salvar la acacia de Osiris?

—Sí, un auténtico éxito, lo admito. Sin embargo, si Sesostris espera una curación total, quedará decepcionado.

El portero avisó a su patrón.

—Un visitante. Procedimiento correcto.

—Que entre.

Medes se quitó la capucha. A pesar de su regreso a tierra firme, no tenía mejor aspecto que el libanés. Ver de nuevo al Anunciador lo animó.

—Siempre he creído en vos, yo…

—Lo sé, mi buen amigo, no lo lamentarás.

—Las noticias son execrables. La policía peina la ciudad y realiza múltiples interrogatorios. Es imposible reanudar nuestro tráfico con el Líbano, pues el Protector está reorganizando el conjunto de los servicios aduaneros. Y lo peor, Iker ha traído el oro verde del país de Punt. Ahora es amigo único.

—Notable carrera —observó el Anunciador, impávido.

—Ese muchacho me parece muy peligroso —estimó Medes—. Según el último decreto real, próximamente acudirá en misión oficial a Abydos, donde representará al monarca. Suponed que descubre las actividades ocultas de Bega… Ese sacerdote no tendrá el valor de callar. Hablará de Gergu, y Gergu hablará de mí.

—Tú sabrás callar —declaró el Anunciador.

—¡Sí… sí, no lo dudéis!

—Ilusionarse conduce al desastre. Nadie podría resistir un interrogatorio de Sobek. Gergu y tú, bajo la dirección del libanés, restableceréis los vínculos entre nuestros fieles y provocaréis disturbios esporádicos en Menfis. Así, el faraón advertirá que seguimos siendo activos incluso en la capital.

—¡Es un riesgo demasiado alto, señor!

—¿Acaso los confederados de Set temen el peligro? Recuerda la señal que llevas grabada en la palma de la mano.

De espaldas a la pared, Medes quiso saber algo más.

—¿Dónde estaréis vos durante esta distracción?

—En el lugar de la lucha final: Abydos.

—¿Por qué no concentrasteis vuestros esfuerzos en ese paraje?

¿No sería duramente castigada la insolencia de Medes?, se preguntó el libanés. Pero el Anunciador no se lo tuvo en cuenta.

—Tenía que dar un golpe fatal, y la víctima adecuada no estaba aún dispuesta a recibirlo.

—¿De quién estáis hablando?

—Del joven escriba, hoy hijo real y amigo único, capaz de escapar a la voracidad del dios del mar, llegar a la isla del ka y sobrevivir a mil y un peligros. Al mandarlo a Abydos, Sesostris sin duda le confía una misión de la mayor importancia. Que el faraón en persona sea hoy intocable no me importa en absoluto. Lo destruiremos por medio de su heredero espiritual, pacientemente formado y preparado para sucederlo. El rey no conseguirá sustituirlo. Iker espera hallar la felicidad en el dominio sagrado de Osiris y alcanzar el conocimiento de los misterios. Pero le espera la muerte y, con ella, el naufragio de Egipto.

—Todo el mundo puede equivocarse —le dijo Sobek a Iker—. Siendo rencoroso, comprendería tu frialdad para conmigo. Tu reciente ascenso no me convertirá en una fuente de excusas. Si fueras un simple obrero, me comportaría del mismo modo. Sólo tu conducta y tus actos me obligan a reconocer mis errores.

El hijo real dio un abrazo al jefe de la policía.

—Tu rigor fue ejemplar, Sobek, y nadie tiene derecho a reprochártelo. Tu amistad y tu estima son magníficos presentes.

Aquel hombre rudo no pudo ocultar su emoción. Poco acostumbrado a los testimonios de fraternidad, prefirió hablar de su oficio.

—A pesar de la muerte del aguador, no estoy tranquilo. Era un pez gordo, es cierto. Pero hay otros mucho más gordos.

—Detendrás a los jefes de la organización, estoy convencido de ello.

Un escriba solicitó la opinión de Iker sobre un expediente delicado, luego otro, y otro más. Finalmente, el hijo real consiguió escapar de ellos y se dirigió a casa del visir, que era el encargado de comunicarle sus nuevas funciones en el interior de la Casa del Rey.

Por el camino, el joven se cruzó con un cálido Medes.

—¡Mis más sinceras felicitaciones! Tras tantas hazañas, Iker, vuestro nombramiento resulta una recompensa merecida. Naturalmente, los eternos envidiosos chismorrearán. Pero ¡no importa! Tengo a vuestra disposición el texto del decreto que os autoriza a penetrar en el territorio sagrado de Osiris. ¿Se ha decidido la fecha de vuestra partida?

—Todavía no.

—¡Por fortuna, esta misión será menos peligrosa que las anteriores! Yo espero no volver nunca a Nubia. El país carece de encanto, el barco me enferma. Sobre todo, no vaciléis en solicitar mis servicios, si os son necesarios.

Al empezar la cena, Sekari miró a Iker de un modo extraño.

—Qué raro… Pareces casi normal. ¡Es sorprendente, tratándose de un amigo único! ¿Aceptas que te dirija la palabra?

Iker le siguió el juego y adoptó un aspecto pausado.

—Tal vez deberías olisquear el suelo en mi presencia. Pensaré en ello.

Los dos amigos soltaron una carcajada.

—Cuando abandone Menfis, te confiaré a Viento del Norte y a Sanguíneo.

—Excelentes auxiliares, ascendidos y condecorados tras su brillante campaña en Nubia —recordó Sekari—. ¿Por qué separarse de ellos?

—Debo ir solo a Abydos. Luego, si las cosas van bien, se reunirán conmigo.

—Abydos… Por fin lo conocerás.

—Dime la verdad: ¿sabes quién es Isis?

—Una joven y hermosa sacerdotisa.

—¿Nada más?

—Es ya notable, ¿no?

—¿Realmente ignoras que es la hija del rey?

—En realidad, no.

—¡Y guardaste silencio!

—El faraón lo exigía.

—¿Están otros al corriente?

—Los miembros del «Círculo de oro». Puesto que el secreto es un aspecto esencial de su regla, lo respetaron.

Iker se sentía abatido.

—Nunca me amará. ¿Habrá sobrevivido al camino de fuego? ¡Estoy impaciente por partir! Qué horrible viaje si, por desgracia…

Sekari intentó reconfortar a su amigo.

—¿Acaso no ha superado Isis, hasta hoy, todas las pruebas, fuera cual fuese su dificultad? Con su lucidez, su inteligencia y su valor, no carece de armas.

—¿Has recorrido tú ese terrorífico camino?

—Las puertas son eternamente idénticas, aun siendo distintas para cada cual.

—Sin ella, la vida no tendría sentido. Pero ¿por qué va a interesarse ella por mí?

Sekari fingió pensarlo.

—Como amigo único e hijo real, careces de experiencia. En cambio, como escriba, eres relativamente competente. Tal vez puedas serle útil, siempre que ella no sea alérgica a los títulos rimbombantes. ¿Hay motivos para asustarla, no?

El alegre humor de Sekari animó a Iker. Unas copas de excelente vino, afrutado y que entraba muy bien, atenuaron un poco sus angustias.

—A tu entender, ¿han salido el Anunciador y sus fieles de Egipto?

—Si se tratara de un hombre normal, habría reconocido su derrota y se habría refugiado en la región sirio-palestina o en Asia —respondió Sekari—. Pero como no es un simple bandido ni un conquistador ordinario, desea la destrucción de nuestro país y sigue manejando las fuerzas de las tinieblas.

—¿Temes, pues, nuevos disturbios?

—El rey y Sobek están igualmente convencidos de que vamos a sufrir otros ataques, en forma de atentados terroristas. De modo que sigue siendo imperativa la vigilancia. Al menos, en Abydos, estarás seguro. Dado el número de militares y policías encargados de proteger el paraje, no correrás riesgo alguno.

Al pronunciar esas palabras, Sekari experimentó una extraña sensación.

De pronto, el viaje de Iker le pareció amenazador. Incómodo e incapaz de explicar sus temores, prefirió callar y no inquietar a su amigo.

Ni una sola vez durante la estancia del Anunciador, el libanés había sido autorizado a hablar con Bina. Cuando volvía a su casa, con la misión cumplida, se velaba y se encerraba en una habitación donde su dueño se reunía a veces con ella. La moral crecía. Gracias a los vendedores ambulantes, a los que la muchacha, una cliente entre otras, daba algunas consignas, los contactos entre las distintas células de Menfis se habían restablecido. Ningún miembro de la organización ignoraba ya que el Anunciador, vivo y en excelente estado de salud, seguía propagando la verdadera fe y proseguía la lucha.

Medes y Gergu proponían, ya, algunos esquemas de acciones concretas, que podían sembrar el terror.

—Tú elegirás las mejores —le dijo el Anunciador al libanés.

—Señor, soy un comerciante y…

—Deseas algo más, y no te lo reprocho, a pesar de ciertas iniciativas desgraciadas. Si quieres convertirte en mi brazo derecho, en el hombre que lo sepa todo sobre cada habitante de este país y separe a los buenos creyentes de los infieles, tienes que progresar. Mañana, mi buen amigo, dirigirás una policía al servicio de la nueva religión y reprimirás la menor desviación.

Por unos instantes, el libanés imaginó la potestad de la que dispondría. A su lado, Sobek parecería un aficionado. Aquel poder casi absoluto, que esperaba desde hacía mucho tiempo, no era un espejismo. Sólo el Anunciador podía concedérselo.

—Bina y yo nos vamos a Abydos.

—¿Cuántos hombres deseáis?

—Nos bastará con el sacerdote permanente Bega.

—Según Gergu, el lugar está muy vigilado y…

—Me ha facilitado todos los detalles. Encárgate de Menfis. Yo esperaré a Iker. Esta vez, nadie lo salvará. Romperé, al mismo tiempo, el corazón de Abydos y el de Sesostris. La frágil Maat se dislocará, el torrente del isefet será una riada que ningún dique podrá contener. El árbol de vida se convertirá en el árbol de muerte.