Aunque impulsivo, Sobek el Protector sabía mostrarse paciente y metódico. Ninguno de sus fracasos, dolorosos a veces, lo desalentaba. Y su primer éxito de verdad le daba más energía aún para seguir acosando a la organización terrorista de Menfis. A su modo de ver, el ataque al puesto de la policía y el intento de corrupción parecían iniciativas mediocres, indignas del Anunciador. En su ausencia, uno de sus subordinados había procurado brillar, aunque no tenía la envergadura de su patrón.
Sobek creía en la pista de los aguadores. Puesto que el lugar más amenazado era el palacio real, comenzó a hacer que siguieran discretamente a los habituales del sector. Un policía, que representaba el papel de vendedor del precioso líquido, se mezcló con los profesionales.
—Tal vez tenga algo interesante —anunció a su jefe tras varias jornadas de investigación—. Más de treinta aguadores recorren el lugar, pero uno de ellos tiene especial interés. ¡Es imposible pensar en un tipo más anodino! Soy incapaz de describíroslo.
—Pues eso no nos sirve de mucho.
—Ni siquiera me habría fijado en él si no le hubiera hablado una hermosa muchacha. Se marcharon del brazo con arrumacos y significativos gestos.
—Tu historia me parece de una trivialidad lamentable.
—No tanto, jefe, no tanto, a causa de la moza. La reconocí en seguida, pues… En fin, como sabéis…
—Dejemos los detalles. ¿Quién es?
—Una lavandera que trabaja desde hace mucho tiempo en palacio. A veces ayuda a la camarera de su majestad.
Una gran sonrisa iluminó el rostro del Protector.
—¡Buen trabajo, pequeño, buen trabajo! Te asciendo. Ahora voy a interrogar a la damisela.
Un extraordinario rumor recorría Menfis: el regreso del hijo real, que detentaba un fabuloso tesoro procedente del país de Punt.
El aguador, escéptico, había transmitido, sin embargo, la información al libanés antes de salir otra vez de cacería, para confirmar o desmentir los rumores. Forzosamente, sabría algo más gracias a su amante.
La muy coqueta siempre se retrasaba. Una vez terminado su servicio, le encantaba charlar y recoger algunos chismes. Orgullosa de su oficio y encantada de repetir lo que oía, la lavandera resultaba una verdadera mina de informaciones para el aguador y la organización terrorista.
Finalmente apareció.
Varios detalles despertaron la desconfianza de su amante. Caminaba lentamente, crispada, inquieta. La atmósfera de la plaza acababa de cambiar bruscamente: había menos gente, menos ruido, y algunos ociosos se dirigían hacia él.
El error.
Su único error.
¿Cómo suponer que Sobek sospecharía de aquella criada, tan anónima?
Aparentemente relajado, le sonrió.
—¿Cenamos juntos, dulzura?
—¡Sí, sí, claro!
Brutal, le rodeó el cuello con su antebrazo.
—¡Dispersaos o la mato! —aulló dirigiéndose a las fuerzas del orden.
La plaza se vació. Tan sólo quedaron los policías, que formaban un semicírculo alrededor de la pareja, que retrocedía hacia las viviendas más cercanas.
—No cometas una estupidez —recomendó Sobek—. Ríndete y te trataremos bien.
El aguador sacó un puñal de su túnica y pinchó a su rehén en la espalda. La lavandera soltó un grito de espanto.
—Apartaos y dejadnos marchar.
Los arqueros se apostaban en las terrazas.
—Que nadie dispare —exigió Sobek—. Lo quiero vivo.
El terrorista empujó a su amante hacia el interior de un edificio en construcción.
—¡Pequeña imbécil, les has hablado de mí! Ahora me estorbas.
Indiferente a sus súplicas, el hombre la apuñaló salvajemente y, luego, trepó por una escalera. Saltando de tejado en tejado, tenía una posibilidad de desaparecer en el barrio que conocía a la perfección.
Cuando comenzaba a correr, la flecha de un arquero, que se negaba a dejar escapar al sospechoso, le rozó la sien. El aguador perdió el equilibrio y no llegó a la cornisa, chocó violentamente contra la pared y cayó sin conseguir controlarse. Al dar contra el adoquinado, se rompió la nuca.
—Está muerto, jefe —advirtió un policía.
—Quince días de calabozo para el indisciplinado que ha transgredido mi orden. Registra el cadáver.
Ni el menor documento.
Una vez más, se había cortado el hilo.
—Os solicitan urgentemente en palacio —advirtió un escriba—. Confirmación oficial: llega el hijo real.
En presencia de una corte muda de estupefacción, Sesostris dio un abrazo a Iker.
—Te revisto de estabilidad, de permanencia y de consumación —declaró el faraón—, te otorgo la alegría del corazón y te reconozco como amigo único.
A partir de aquel instante, Iker pertenecía a la Casa del Rey, el reducido círculo de los consejeros del monarca.
El joven, conmovido, sólo pensaba en sus nuevos deberes.
Deseando felicitar al amigo único y alabar sus innumerables cualidades entre dos copas de vino, los habituales de las recepciones oficiales quedaron muy decepcionados, puesto que el faraón y el hijo real abandonaron a los cortesanos y se retiraron al jardín de palacio. Se sentaron en un quiosco cuyas columnas lotiformes se adornaban con cabezas de Sejmet, la diosa leona. En lo alto del tejado, un uraeus coronado por un sol.
—Desconfía de tus íntimos y de tus subordinados —le recomendó el rey a Iker—. No tengas confidente alguno, no confíes en ningún amigo. El día de desgracia, nadie estará a tu lado. Aquél al que hayas dado mucho te odiará y te traicionará. Cuando te tomes un pequeño descanso, que tu corazón, y sólo tu corazón, vele por ti.
La severidad de aquellas palabras sorprendió al joven.
—Esa desconfianza no puede aplicarse a Isis, majestad, ni siquiera Sekari.
—Sekari es tu hermano, Isis tu hermana. Juntos habéis superado temibles pruebas y se han establecido especiales vínculos entre vosotros.
—¿Ha regresado a Abydos?
—Debe experimentar el oro de Punt.
—¡Así pues, el árbol de vida estará pronto salvado!
—No antes de que Isis haya recorrido el camino de fuego. Y nadie sabe si regresará viva.
—Tantas exigencias, majestad, tantas…
—Está en juego la suerte de nuestra civilización, hijo mío, no un destino individual. Lo que ha nacido morirá; lo que nunca ha nacido no morirá. La vida brota de lo no creado y se desarrolla en la acacia de Osiris. Materia y espíritu no están disociados, al igual que entre el ser y la sustancia primordial de la que se forma el universo. Lo mental establece fronteras entre los reinos mineral, vegetal, animal y humano. Sin embargo, cada uno de ellos manifiesta una potencia creadora. Del océano de energía procede una llama que Isis tendrá que apaciguar. Descubrirá en ella la materia prima, en el corazón de Nun, y conocerá el instante en que la muerte no había nacido aún.
—¿Dispondrá de las fuerzas necesarias? —se inquietó Iker.
—Utilizará la magia, el poder de la luz, capaz de desviar los golpes del destino y luchar eficazmente contra el isefet. Tendrá que desplegar el pensamiento intuitivo, que elaborar las fórmulas de creación y vencer la esterilidad viendo más allá de la apariencia y de lo concreto. El saber es analítico y parcial; el conocimiento, global y radiante. Por fin, Isis tendrá que transmitir lo que perciba, modelar sus palabras como un artesano moldea la madera y la piedra. La palabra justa contiene el verdadero poder. Cuando seas llamado para sentarte en el consejo, sé silencioso, evita la cháchara. Habla sólo si aportas una solución, pues formular es más difícil que cualquier otro trabajo. Coloca en tu lengua la buena palabra, entierra la tuya en lo más profundo de tu vientre, y aliméntate de Maat.
—Gracias a su intuición, ¿no combate Isis activamente al Anunciador?
—Es perfectamente consciente de la importancia de su misión. El Anunciador quiere imponer una creencia dogmática, fechada y revelada de una vez por todas. Así, los humanos quedarán encerrados en una prisión, sin ninguna posibilidad de salir de ella, pues ni siquiera verán los barrotes. Ahora bien, la creación se renueva a cada instante, y todas las mañanas renace un nuevo sol al que la celebración de los ritos arraiga en Maat. Creer en lo divino sigue siendo afectivo. Conocerlo, experimentarlo, formularlo, recrearlo diariamente por medio de una civilización, un arte, un pensamiento, son las enseñanzas de Egipto. Su clave principal sigue siendo Osiris, el ser perpetuamente regenerado.
—¿No podría yo ayudar a Isis?
—¿Acaso no lo has hecho ya, yendo a Punt?
—Ella conducía el navío y sabía cómo encontrar el oro verde. A su lado, el miedo desaparece y la oscura ruta se ilumina.
—¿No te recomienda Isis que la olvides?
—Sí, majestad, por la terrorífica prueba que va a sufrir en Abydos. Ahora sé que se trata del camino de fuego. O desaparece o la acoge el «Círculo de oro».
—No te engaña.
—Tanto en un caso como en el otro, la pierdo.
—¿Por qué no renuncias a ella?
—¡Imposible, majestad! En cada etapa, en cada peligro, ella está presente. Desde nuestro primer encuentro, la amé con ese amor total que no se limita a la pasión y construye una vida entera. Sin duda pensáis que sólo la exaltación de la juventud me dicta estas palabras, pero…
—Si lo pensara, ¿crees que te habría nombrado amigo único?
—¿Por qué me mantenéis apartado de Abydos, majestad?
—Tu formación debe llegar a término.
—¿Y está lejos aún ese término?
—¿Tú qué crees?
—Vuestras enseñanzas, y no la curiosidad, me arrastran hacia Abydos. Allí se encuentra lo esencial. Si me desviara, ya no sería vuestro hijo.
—Abydos sigue estando en gran peligro, pues los fracasos del Anunciador no le impiden hacer daño. El árbol de vida sigue siendo su objetivo.
—¡El oro curativo lo derribará!
—Ojalá tengas razón, Iker. Serás uno de los primeros en advertirlo, en compañía del Calvo y de Isis, siempre que vuelva sana y salva del camino de fuego.
—¿Queréis decir que…?
—Muy pronto te confiaré una misión oficial, que te llevará al dominio sagrado de Osiris. Como amigo único, me representarás allí.
Tanta felicidad hizo que a Iker le diera vueltas la cabeza. Casi en seguida, la angustia lo empujó a insistir.
—Percibo los motivos profundos de vuestra decisión sobre Isis, majestad. Sin embargo…
—No es mi decisión, Iker, sino la suya. También el Calvo intentó disuadirla. Ella no renuncia nunca. Desde su infancia, no acepta las cosas a medias. En vez de permanecer en la corte y llevar una existencia tranquila, de acuerdo con su rango, eligió el camino de Abydos, con sus peligros y sus exigencias espirituales.
Una loca idea pasó por la cabeza de Iker.
—Majestad, si observáis a Isis desde su infancia, eso significa que…
—Soy su padre, ella es mi hija.
El hijo real y amigo único habría querido que se lo tragara la tierra.
—Perdonad mi falta de respeto, majestad. Yo… yo…
—No te reconozco, Iker. ¿Qué ha sido del aventurero que no vacila en arriesgar su vida para descubrir la verdad? Amar a mi hija no es ningún delito. Que tú seas campesino, escriba o dignatario no tiene importancia alguna. Sólo cuenta la decisión de Isis.
—¿Cómo osaré ahora dirigirme a ella?
—Que las divinidades le permitan llegar hasta el final del camino de fuego. Cuando te dirijas a Abydos, y si ha sobrevivido, nadie te impedirá hablar con ella. Entonces, sabrás.