Provisto de una pequeña hacha y un cesto, el descortezador recogía resina con estudiada lentitud. Acostumbrado a hablar con los árboles y a escucharlos, no apreciaba en absoluto la compañía de los humanos. Sekari percibió su hostilidad, por lo que se sentó a unos pasos de él y dejó en el suelo pan fresco, una jarra de vino y un plato de carne seca. Como si estuviera solo en el mundo, el agente especial de Sesostris comenzó a comer.
El descortezador dejó su trabajo y se acercó a él.
Sekari le tendió un pedazo de pan que, tras dudarlo mucho, el puntita cogió.
Menos desconfiado, no rechazó el vino.
—Lo he conocido mejor, pero se deja beber —concedió Sekari—. ¿Satisfecho de tu jornada?
—Podría ser peor.
—Dada la calidad de tus productos, serás generosamente pagado. En Egipto gustan los ungüentos. Los de Punt pertenecen a la categoría de gran lujo. Lamentablemente, nuestro país corre el riesgo de desaparecer.
El descortezador degustó una loncha de carne seca.
—¿Tan grave es la situación?
—Más incluso.
—¿Qué sucede?
—Un maleficio. Nuestra única esperanza eres tú.
El descortezador se atragantó, y Sekari le palmeó la espalda.
—¿Por qué te burlas de mí?
—Hablo en serio. Según las investigaciones llevadas a cabo por una sacerdotisa de Abydos, que está aquí, sólo el oro verde de Punt puede salvarnos. ¿Y quién puede procurárnoslo? Tú.
Sekari dejó que se hiciera un largo silencio.
El artesano no lo negó, y siguió masticando, pensativo, el resto de las vituallas.
—En verdad no soy yo —declaró por fin—. Y debo guardar silencio.
—Nadie te pide que reveles ningún secreto. Preséntame a tu amigo, yo le explicaré la situación.
—Él no hablará nunca.
—¿Acaso es insensible al destino de Egipto?
—¿Cómo saberlo?
—Te lo ruego, dame una oportunidad de convencerlo.
—Es inútil, te lo aseguro. Ninguno de tus argumentos lo conmoverá.
—¿Por qué tanta intransigencia?
—Porque el jefe de la tribu que reina en ese bosque es un babuino colérico, agresivo y sanguinario. Sólo yo logro trabajar aquí sin despertar su furor.
—¿Realmente posee el tesoro?
—Según la tradición, el gran simio preserva desde siempre la ciudad del oro.
—Indícame el lugar donde sueles verlo.
—¡No regresarás vivo!
—Tengo la piel dura.
A bastante distancia de la madriguera del temible simio, el descortezador se negó a seguir adelante. Acompañado por el asno y el perro, Sekari, Isis e Iker cruzaron una maraña vegetal. De pronto, Viento del Norte se tendió y Sanguíneo lo imitó, con la lengua colgando y la cola entre las patas, en una actitud de total sumisión.
El cinocéfalo que les cerraba el camino blandía un enorme palo, y parecía acostumbrado a utilizarlo. Su pelaje de un gris verdoso formaba una especie de capa, su rostro y el extremo de sus patas estaban teñidos de rojo.
Iker era consciente de que afrontar la mirada del babuino equivalía a una provocación, por lo que bajó los ojos.
—Eres un rey —le dijo—. Yo soy el hijo de un faraón. No abandones tú, encarnación de Tot, dios de los escribas, a las Dos Tierras. No somos ladrones ni avariciosos. El oro está destinado al árbol de vida. Gracias a este remedio, se curará y reverdecerá.
Los coléricos ojos del animal fueron de uno a otro de los importunos. Sekari lo sentía dispuesto a saltar. Con sus colmillos podía matar a una fiera. Cuando una manada de babuinos se acercaba, incluso un león hambriento les cedía su presa.
El cinocéfalo trepó a la copa de un árbol.
Sekari se secó la frente, y el asno y el perro se relajaron.
—¡Mirad —dijo Isis—, está guiándonos!
El poderoso simio indicaba el mejor itinerario, evitándoles los pasos cenagosos o con demasiada maleza. Cuando la vegetación fue más rala, desapareció.
Sekari, atónito, descubrió una carretera adoquinada. Los exploradores la siguieron hasta un altar cubierto de ofrendas.
—Forzosamente hay gente por aquí —consideró Sekari.
Majas, picos, percutores, muelas de frote y albercas de lavado no dejaban lugar a duda alguna sobre la labor que se llevaba a cabo en aquel lugar. Sekari descubrió pozos y galerías poco profundas, fáciles de explotar. El material estaba en buen estado, como si algunos artesanos siguieran utilizándolo.
—¡Los simios no suelen ser mineros!
—Los poderes de Tot sobrepasan nuestro entendimiento —declaró Iker.
—Esperemos que no se hayan apropiado de la totalidad del oro, no veo ni una sola onza.
Pacientes búsquedas resultaron infructuosas.
—Qué raro —observó Iker—. Ni oratorio ni capilla. Ahora bien, toda explotación minera debe estar colocada bajo la protección de una divinidad.
—Más raro aún: no hay insectos voladores, ni tampoco rastreros; ¡ni un solo pájaro en este bosque! —señaló Sekari.
—Dicho de otro modo, el lugar ha sido embrujado.
—Así que el Anunciador ha llegado hasta aquí y hemos caído en su trampa.
—No lo creo —objetó Isis—, el rey de los babuinos no nos ha traicionado.
—Entonces ¿cómo explicar todo esto? —preguntó Sekari.
—El paraje se protege a sí mismo situándose fuera del mundo habitual.
La explicación no tranquilizó al agente especial.
—En cualquier caso, no hay rastro del oro.
—No sabemos descubrirlo. Tal vez la luz del día forme un velo.
—Si pasamos la noche aquí, tendremos que encender una hoguera.
—Es inútil, puesto que ningún animal salvaje nos amenaza —decidió la sacerdotisa—. Con guardianes como Sanguíneo y Viento del Norte, seremos avisados del menor peligro.
Mientras Isis trataba de percibir mejor al genio del lugar, los dos hombres exploraron los alrededores.
En balde.
Al ocaso se reunieron con ella.
—Ni una sola cabaña de piedra —deploró Sekari—. Voy a hacer unos lechos de hojas.
—Sobre todo, no nos abandonemos al sueño —recomendó Isis—. A la luz de la luna, expresión celestial de Osiris, el misterio se desvelará. Mirad, esta noche será llena. Ese ojo nos iluminará.
A pesar del cansancio, Sekari tomó su decisión. No era la primera vez que una misión lo obligaba a prescindir del sueño.
Iker se sentó junto a Isis. Disfrutaba cada instante de aquella inesperada felicidad que le permitía vivir a su lado.
—¿Volveremos a ver Egipto?
—No sin el oro verde —respondió la sacerdotisa—. Punt es una etapa en nuestra ruta, y no tenemos derecho a fracasar.
—Isis, ¿habéis sufrido la temible prueba?
—No conozco el día ni la hora, y la decisión no es cosa mía.
Se atrevió a tomar su mano.
Ella no la retiró.
Cuando su pie tocó suavemente el de la joven, ella no protestó.
El país de Punt se convertía en un paraíso. Iker rogó para que el tiempo se detuviera, para que ella y él se convirtieran en estatuas, para que nada modificase aquella inefable felicidad. Tenía miedo de temblar, de respirar, de romper aquella maravillosa comunión.
El fulgor de la luna cambió y se volvió de una intensidad comparable a la del sol. No era ya una luz plateada, sino dorada, que inundaba la mina por sí sola.
—La transmutación se realiza en el cielo —murmuró la sacerdotisa.
Tres pasos ante ellos, la tierra se iluminó desde el interior, animada por un fuego que subía de las profundidades.
Atentos, Sanguíneo y Viento del Norte permanecían inmóviles. Sekari no se perdía ni un ápice del fascinante espectáculo.
Isis se estrechó más contra Iker. ¿Tenía miedo o le confesaba, sin decir palabra, sus verdaderos sentimientos?
Pero el muchacho no se lo preguntó, temiendo que se disipara aquel hermoso sueño.
El oro dio paso a la plata, la luna se apaciguó, la tierra también.
—Cavemos —exigió Sekari.
Cogió dos picos y le tendió uno a Iker.
—¿A qué esperas? ¡No voy a deslomarme solo!
El hijo real se vio obligado a separarse de Isis, y aquel desgarrón lo llenó de desesperación. Al aceptar aquella intimidad, al compartir aquellos momentos de ternura, al no rechazar su amor, ¿no estaría diciéndole que habría un mañana?
Los dos amigos no necesitaron cavar mucho.
Al poco descubrieron siete bolsas de cuero de buen tamaño.
—Los buscadores utilizaban unas parecidas —observó Sekari.
La sacerdotisa abrió una.
En su interior, el oro de Punt. Las otras seis bolsas contenían idéntico tesoro.
En la aldea, los marinos egipcios disfrutaban del descanso. Mimados, cuidados, pasaban el tiempo bebiendo, comiendo y seduciendo a las hermosas indígenas, a las que contaban fabulosas hazañas que iban desde la conquista de un mar desconocido hasta la pesca de peces gigantescos. Las doncellas, admiradas, fingían creer sus historias.
—La fiesta ha terminado —anunció Sekari—. Debemos regresar.
La decisión no produjo un entusiasmo inmediato. Sin embargo, ¿quién iba a protestar por regresar a Egipto? Por encantador que fuera, ningún país lo igualaba. La tripulación se encargó, pues, de buena gana de los preparativos de la partida.
—¿Has encontrado lo que habías venido a buscar? —preguntó el jefe de la aldea a Iker.
—Gracias a tu recibimiento, el árbol de vida se salvará. Me habría gustado darle las gracias al descortezador, pero se ha esfumado.
—¿No has visto un gran simio en la copa de los árboles? La tradición lo considera el guardián del oro verde. Puesto que te ha sido favorable, celebremos un último banquete.
Isis fue la reina de la fiesta. Todos los niños quisieron besarla para quedar protegidos contra la mala suerte.
Pero quedaba una pregunta y había que hacerla.
—¿Puedes indicarnos la mejor ruta? —preguntó Iker.
—Punt nunca figurará en un mapa —respondió el jefe—, y es mejor así. Toma de nuevo los caminos del cielo.
Se separaron con buen humor, aunque no sin cierta nostalgia. Punt había reverdecido, los vínculos de amistad con Egipto se reforzaban. La vela se desplegó, y el barco hendió una mar en calma.
Sin estar serenos aún, los marinos sentían total confianza en Iker.
—¿Qué itinerario te ha indicado el jefe? —preguntó Sekari.
—Debemos esperar una señal.
Muy pronto desapareció la isla, y no hubo ya más perspectiva que el horizonte, huidizo siempre, y aquella masa de agua cuya aparente calma no tranquilizaba a Sekari.
—He aquí nuestro guía —anunció Isis.
Un inmenso halcón se posó en lo alto del mástil. Cuando el viento cambió, emprendió el vuelo e indicó la buena dirección.
—¡La costa! —exclamó Sekari—. ¡Ahí está la costa!
Brotaron gritos de alegría. Incluso para los más expertos marineros, aquella misión conservaba una magia especial.
—El halcón nos lleva al puerto de Sauu.
—No —repuso Iker—. Se limita a sobrevolarlo y nos lleva a mar abierto.
La penetrante vista de Sekari descubrió a unos hombres que corrían hacia la ribera.
De modo que los estaban esperando. Probablemente eran merodeadores de las arenas enviados por el Anunciador, que se agrupaban, decididos a no perder su presa.
—Nuestras reservas de agua se han agotado, Iker, y no podremos permanecer mucho tiempo en el mar. En cuanto tomemos tierra, atacarán en masa.
—Sigamos al ave de oro.
Con regular aleteo, la rapaz costeaba. Cuando se acercó a la ribera, poniendo el Ojo de Ra al alcance de las flechas enemigas, un movimiento de pánico disgregó a la tropa de beduinos.
Varios regimientos egipcios, compuestos por arqueros y lanceros, los rodeaban.
—¡Los nuestros! —exclamó Sekari—. ¡Estamos salvados!
Debido a la emoción, el atraque no fue muy ortodoxo. Sin aguardar la pasarela, el general Nesmontu, vigoroso como un joven atleta, subió a bordo.
—¡El faraón acertó! Aquí debía recibiros yo. Esos cobardes no han dado la talla, pero si hubierais desembarcado en Sauu, os habrían masacrado. Puesto que os conducía el halcón divino, habéis encontrado el oro de Punt.