Menfis, por fin! Muy pronto Medes volvería a ver al libanés, informado sin duda de la suerte del Anunciador. ¿Por qué el faraón quería celebrar el ritual de la fiesta de Min en Coptos, en vez de dirigirse a la capital, que estaba preparándoles un triunfal recibimiento? Probablemente, la andadura del soberano pretendía curar el árbol de vida.
Medes disponía de una baza importante: Gergu. Convertido en amigo de Iker, se había ofrecido como responsable de la intendencia. Dados los excelentes servicios prestados en Nubia, su candidatura había sido aceptada de inmediato. Así podría espiar a los principales protagonistas del acontecimiento y descubrir las razones de sus actos. Bien cuidado por el doctor Gua, Medes recuperaba el vigor y la decisión. Nadie dudaba de que la pacificación de Nubia hubiera sido un lamentable fracaso del Anunciador. ¿Debían desesperar por ello? Sesostris no adoptaba una actitud triunfal, su discurso seguía siendo sobrio y prudente, porque debía de temer al enemigo incluso en Egipto.
Agudo táctico, el Anunciador preparaba forzosamente varios ángulos de ataque. Algunos resultaban satisfactorios, otros decepcionantes. Su voluntad de destruir ese régimen y propagar sus creencias, forzosamente, permanecía intacta.
Coptos estaba de fiesta. Las tabernas servían un número incalculable de cervezas fuertes; los vendedores de amuletos, de sandalias, de taparrabos y perfumes no sabían a quién atender primero. Min, dios de las fecundidades, desde la más material hasta la más abstracta, despertaba un verdadero júbilo. Mujeres por lo general muy estrictas miraban a los hombres con extraños ojos. «Por lo menos —pensaba Sekari, que ya había intimado con una buena pieza—, nuestra espiritualidad no se sumerge en la tristeza y el exceso de pudor.»
Sesostris, por su parte, dirigía un antiquísimo ceremonial. Vistiendo ropas de gala, realzadas con oro, cruzaba la ciudad en dirección al templo. Lo precedían los ritualistas, que llevaban en unas parihuelas las estatuillas de los faraones que habían pasado al oriente eterno. Junto al rey, la efigie de Min, con el sexo eternamente erguido para indicar que el deseo creador, característico de la potencia divina, no se extinguía nunca. Figuraba también un toro blanco, símbolo, a la vez, de la institución faraónica y encarnación animal del dios. Soporte de la luz fulgurante, propagaba su fuerza.
Iker no dejaba de admirar a la sublime sacerdotisa, a la izquierda del rey.
Durante la fiesta, Isis representaba a la reina. La estatua de Min fue depositada en un zócalo, y los sacerdotes soltaron algunos pájaros, que volaron hacia los puntos cardinales, anunciando el mantenimiento de la armonía celestial y terrena gracias a la acción del faraón.
Con una hoz de oro, Sesostris segó una gavilla de espelta y la ofreció al toro blanco, a su padre Min y al ka de sus antepasados.
Siete veces giró Isis alrededor del faraón, pronunciando fórmulas de regeneración. Luego apareció un negro de pequeño tamaño, que con voz grave, de cálidos acentos, cantó un himno a Min que hizo estremecer a la concurrencia. El músico saludaba al toro procedente de los desiertos, el del corazón feliz, encargado de dar al rey la esmeralda, la turquesa y el lapislázuli. ¿Acaso no se afirmaba Min como Osiris resucitado, dispensador de la riqueza?
Una vez terminado el rito principal, se iniciaba el episodio más esperado. La erección del mástil de Min, al que trepaban con ardor unos acróbatas, decididos a obtener los cuencos rojos utilizados durante la ceremonia de refundación de la capilla divina.
Un grupo de atentas muchachas observaba a los aventureros.
Isis llevó a Iker aparte.
—El hombre con el que deseo entrar en contacto está presente.
—¿De quién se trata?
—Del cantor de la voz magnífica. Según los antiguos textos, lleva el título de «Negro de Punt». Hace varios años que había desaparecido. Sólo él puede proporcionarnos las indicaciones necesarias.
Gergu habría vaciado, de buena gana, varias copas de cerveza fuerte, pero decidió seguir a la pareja.
El ritualista se había sentado a la sombra de una palmera.
—Soy una sacerdotisa de Abydos —declaró Isis—, y éste es el hijo real Iker. Solicitamos vuestra ayuda.
—¿Qué deseáis saber?
—El emplazamiento de Punt —respondió Iker.
El cantor hizo un rictus despechado.
—¡El camino está cortado desde hace mucho tiempo! Para encontrarlo de nuevo se necesitaría a un navegante que hubiera pasado por la isla del ka.
—Yo he estado allí —afirmó Iker.
El artista dio un respingo.
—¡Detesto a los mentirosos!
—No miento.
—¿A quién encontraste en la isla?
—Una inmensa serpiente. No consiguió salvar su mundo y me deseó que preservara el mío.
—¡Dices la verdad, pues!
—¿Aceptaríais conducirnos hasta Punt?
—El capitán del barco debe poseer la venerable piedra. Sin ella, el naufragio es seguro.
—¿Dónde está?
—En las canteras del uadi Hammamat. Cualquier expedición está condenada al fracaso.
—Yo lo conseguiré.
El recibimiento en Menfis superaba las previsiones de Medes. Sesostris, héroe legendario, había reunido el norte y el sur, y había pacificado la región sirio-palestina y Nubia. Su popularidad igualaba la de los grandes soberanos del tiempo de las pirámides, se componían poemas a su gloria y los narradores no dejaban de embellecer sus hazañas.
El monarca, por su parte, permanecía igualmente severo, como si sus indiscutibles victorias le parecieran irrisorias.
En cuanto la esposa de Medes, apaciguada por los calmantes del doctor Gua, se quedó dormida, el secretario de la Casa del Rey fue a casa del libanés.
Prudente, examinó los alrededores.
No vio nada insólito, por lo que siguió el procedimiento habitual.
Su anfitrión había engordado mucho.
—¿Estamos seguros? —se inquietó Medes.
—A pesar de los pequeños éxitos de Sobek, no hay ningún problema serio. El aislamiento de mi organización nos pone al abrigo. Lamentablemente, vuestra larga ausencia ha sido muy perjudicial para nuestros negocios.
—El faraón me tomó como rehén, pero mi comportamiento ejemplar me ha convertido en un dignatario estimado e insustituible.
—¡Mejor para nosotros! ¿Qué ocurrió realmente en Nubia?
—Sesostris venció a las tribus, pacificó la región y levantó una serie de fortalezas infranqueables. Los nubios renuncian a invadir Egipto.
—Enojoso. ¿Y el Anunciador?
—Ha desaparecido. Esperaba que se hubiera puesto en contacto con vos.
—¿Lo creéis muerto?
—No, pues el signo grabado en la mano de Gergu le quemó cuando comenzó a dudar. El Anunciador no tardará en hacernos llegar nuevas instrucciones.
—Exacto —dijo una voz dulce y profunda.
Medes se sobresaltó.
Allí estaba, ante él, con su turbante, su barba, su larga túnica de lana y sus ojos rojos.
—De modo, mi valiente amigo, que me has sido fiel.
—¡Oh, sí, señor!
—Ningún ejército me detendrá, ninguna fuerza superará la mía. Bienaventurado quien lo comprenda. ¿Por qué el faraón hizo escala en Abydos y quiso presidir la fiesta de Min en Coptos?
Medes mostró una cara alegre.
—Puedo explicároslo, gracias a un mensaje de Gergu transmitido por una de mis embarcaciones rápidas. Autora de importantes descubrimientos en la biblioteca de Abydos, la sacerdotisa Isis sustituyó a la reina durante las fiestas de Min. Se la ha visto a menudo en compañía del hijo real Iker, al que yo esperaba muerto y que parece indestructible. ¿Simple amistad o futura boda? No es eso lo esencial. Isis e Iker hablaron con un ritualista de significativo título: el Negro de Punt. ¿Por qué debían hacerlo, si no para apoderarse del oro oculto de esta región? Contrariamente a lo que piensan muchos, yo creo que es real.
—No te equivocas, Medes. ¿Está organizándose una expedición?
—¡Sí, pero no con destino a Punt! Oficialmente, Iker se dirige a las canteras del uadi Hammamat. Su misión consiste en traer un sarcófago y algunas estatuas.
El Anunciador pareció contrariado.
—El Negro le ha pedido, pues, que encuentre la piedra venerable, sin la que el camino de Punt permanece cerrado.
Medes comprendió por qué la tripulación de El Rápido había fracasado, aunque ofreciera a Iker al dios del mar.
—¿Tiene ese maldito escriba alguna posibilidad de lograrlo?
—Lo dudo.
—Con todos los respetos, señor, ese aventurero nos ha hecho ya mucho daño.
El Anunciador sonrió.
—Iker es sólo un hombre. Esta vez, su audacia no bastará. Sin embargo, tomaremos las precauciones necesarias para que ningún barco egipcio pueda llegar a Punt.
En ese instante apareció Bina, seductora. Bajo su túnica, gruesos apósitos.
—También ella ha sobrevivido. Sesostris no imagina los golpes que le propinará su odio.
El libanés tomó glotonamente unos granos de uva.
—Sobek el Protector bloquea cualquier iniciativa —reconoció, despechado—. He tenido que remodelar parte de mi organización, recomendar a mis hombres una extrema prudencia y renunciar a corromper al maldito jefe de la policía. ¡Es de una integridad pasmosa! Y sus subordinados se dejarían matar por él. Sólo vos, señor, lograréis quitárnoslo de encima.
—Tus tentativas merecen mi estima, amigo mío. Los medios habituales no bastan, por lo que utilizaremos otros.
Sobek el Protector no perdía el tiempo. Ahora, el palacio real y los principales edificios administrativos, incluidos los despachos del visir, eran zonas del todo seguras. Pasando el personal por el tamiz, el jefe de la policía había transferido a los empleados dudosos. Sólo hombres expertos, a los que conocía desde hacía mucho tiempo, seguían en su lugar. Cada visitante era registrado, nadie se acercaría al rey con un arma.
Las breves felicitaciones de Sesostris, tan escasas, conmovieron profundamente al Protector.
—¿Cómo se ha portado Iker?
—De modo ejemplar.
—Así pues, debo de haberme equivocado con él.
—Los seres humanos pocas veces admiten sus errores y menos aún eligen el camino justo y se mantienen en él, sean cuales sean los obstáculos. El hijo real Iker es uno de ellos.
—No estoy muy dotado para presentar excusas.
—Nadie las exige, y él menos que nadie.
—¿Se quedará en Nubia?
—No, confié la administración de la región a Sehotep. En cuanto haya puesto en su lugar a responsables dignos de confianza, regresará a Menfis. Por lo que a Iker se refiere, le he encargado una nueva misión, especialmente peligrosa.
—¡No lo mimáis mucho, majestad!
—¿Ahora lo defiendes?
—Admiro su valor. ¡Ni Nesmontu ha corrido tantos peligros!
—Así se afirma el destino de este hijo real. Aunque yo lo deseara, nadie podría actuar en su lugar. ¿Cuáles son los resultados de tus investigaciones?
—Vuestra corte se compone de intrigantes, vanidosos, envidiosos, imbéciles, intelectuales pretenciosos y algunos fieles. Investigaciones más profundas desembocan en una afortunada conclusión: entre ellos no hay aliados del Anunciador. Por una parte, os temen demasiado; por la otra, aprecian sus ventajas y su comodidad. Así pues, era preciso buscar en otra parte. Los peluqueros servían de contacto a los terroristas. Algunos se han evaporado, los otros están bajo estrecha vigilancia. Nueva pista: la de los aguadores. Dado su número, es fácil de explotar. El arresto de un aduanero corrupto no da los beneficios deseados. Al menos, espero haberle complicado la existencia al enemigo. Bajar la guardia sería un error. Menfis es una ciudad abierta y cosmopolita, y sigue siendo el blanco principal.
Sesostris recibió en una larga audiencia al visir Khnum-Hotep, cuya gestión, diariamente controlada por la reina, había sido notable. Fatigado y enfermo, el anciano pensaba presentar su dimisión al monarca. Ante él, recordó su juramento. Que decidiera el soberano, no él. Y tampoco le habrían gustado en absoluto las largas jornadas perezosas, apoltronado en un sillón. Un iniciado del «Círculo de oro» de Abydos se debía a su país, a su rey y a su ideal.
Con la espalda rígida y las piernas pesadas, Khnum-Hotep tomó el camino de regreso a su despacho. Seguiría cumpliendo una función amarga como la hiel, pero útil para el pueblo de las Dos Tierras.