43

El subjefe de los aduaneros del puerto de Menfis, un mocetón blando, simpático y desgarbado, acababa de aceptar la misión, muy bien pagada, que le había ofrecido un agente de contacto del libanés: acercarse a solas a Sobek. Tras su fachada desabrida e intransigente, ¿acaso el Protector no tenía sus pequeñas debilidades?

Asociado al tráfico de maderas preciosas, el aduanero no conocía a los comanditarios ni a los compradores, y se limitaba a falsificar los albaranes de entrega y los documentos oficiales. Cuanto menos supiera, mejor para él. Gracias a sus mínimas y bien remuneradas manipulaciones, se había comprado una casa nueva, muy cerca del centro de la capital, y ahora estudiaba la adquisición de un campo. Seguía existiendo el problema de Sobek, pero él se encargaría de resolverlo.

—¡Es un placer almorzar con el patrón de nuestra policía! Tras los horrores que enlutaron nuestra ciudad, conseguiste devolverle la calma.

—Simple apariencia.

—Detendrás a los terroristas, ¡estoy seguro de ello!

El subjefe degustó los puerros en salsa de comino.

—El trabajo sigue siendo el trabajo, y no falta —declaró con gravedad—. ¿No hay que aprovechar, acaso, los placeres de la existencia? ¿No deseas una hermosa morada?

—Tengo bastante con mi vivienda oficial.

—¡Claro, claro, de momento! Pero piensa en el porvenir. Tu salario no bastará para ofrecerte lo que deseas. Muchos notables son hombres de negocios. En tu nivel, deberías pensar en ello.

Sobek pareció interesado.

—¿Pensar en qué?

El aduanero sintió que el Protector mordía el anzuelo.

—Posees una pequeña fortuna sin saberlo.

—Explícate.

—El poder de firmar documentos oficiales. Esa firma sale cara, muy cara. Podrías negociarla, pues, olvidarla de vez en cuando o ponerla en autorizaciones más rentables que el papeleo ordinario, que nada te reporta. Corres un riesgo mínimo, inexistente incluso, y obtendrías los máximos beneficios. ¿Me comprendes?

—A las mil maravillas.

—Sabía que eras inteligente. ¡Levantemos nuestra copa por un brillante porvenir!

Pero el aduanero fue el único en beber.

—¿Es ése el método que te ha permitido comprar una soberbia casa, muy por encima de tus posibilidades? —preguntó tranquilamente Sobek.

—Eso es… Y puesto que te aprecio, quisiera que pudieses beneficiarte del sistema.

—Al invitarte a almorzar, pensaba interrogarte discretamente sobre el tema y obtener alguna confesión. Dadas las actuales circunstancias, el arresto de un aduanero corrupto no debe verse acompañado de escándalo alguno.

Has sobrepasado mis esperanzas. Sin embargo, se impone un interrogatorio más profundo.

Pálido, el subjefe soltó la copa cuyo contenido empapó su túnica.

—¡Sobek, no me malinterpretes! Sólo hablaba en teoría, sólo en teoría.

—Ya has pasado a la práctica. Mantengo cuidadosamente al día expedientes que se refieren a cada uno de los responsables de la seguridad de esta ciudad, sea cual sea su grado, y desconfío de las anomalías. Al comportarte como un nuevo rico, llamaste mi atención.

El aduanero, aterrado, trató de huir.

Pero se topó con cuatro policías que lo llevaron de inmediato a su nueva morada, una incómoda celda.

El interrogatorio, sin embargo, decepcionó a Sobek. Aquel triste personaje era un chanchullero sin envergadura, e ignoraba el nombre de los manipuladores. Su único contacto parecía un aguador, siempre que aquel intermediario de segundo orden no hubiera mentido. ¡Y en Menfis había cientos de aguadores! Perfectamente trivial, la descripción del subjefe era inútil.

Sobek decidió, sin embargo, seguir escarbando en ese comienzo de pista y vigilar estrechamente la aduana de Menfis. ¿Aquel intento de corrupción revelaba el pavor de la organización terrorista? Tal vez el Protector tenía una posibilidad de descubrir su modo de financiación, a través de la compra de funcionarios, y terminar con aquella fuente.

—El subjefe ha sido detenido —dijo el aguador al libanés, que devoró de inmediato un meloso pastel empapado en licor de dátiles.

—¡Sobek el Protector, Sobek el incorruptible! Pero ¿le queda algo de humano a ese policía? Ahora estás en peligro, tú, el único contacto de ese pretencioso aduanero.

—No lo creo, pues me consideraba alguien desdeñable. El mediocre se limitaba a cumplir con su parte del contrato y a enriquecerse.

—¡Debes ser prudente!

—¡Hay muchos aguadores en Menfis! A la menor señal de peligro, tomaré las debidas precauciones. Por desgracia, tengo otras informaciones poco favorables.

El libanés cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

—No maquilles la realidad.

—La flota real acaba de llegar a Elefantina. Sesostris ha conquistado y pacificado Nubia. Debido al cordón de fortalezas que se extiende hasta la isla de Sai, más allá de la segunda catarata, ya no podemos pensar en la revuelta. La popularidad del rey es altísima. Incluso los nubios lo veneran.

—¿Y el Anunciador?

—Parece haber desaparecido.

—¡Un ser de ese temple no se desvanece así como así! Si el faraón lo hubiera vencido, lo exhibiría en la proa de su navío. El Anunciador ha escapado y reaparecerá, antes o después.

—El problema de Sobek sigue existiendo.

—Ninguna dificultad es insuperable, acabaremos descubriendo la grieta de su coraza. En cuanto regrese, el Anunciador nos indicará cómo dar el golpe fatal.

El primer sol bañó de luz el sagrado dominio de Osiris. No era el reino de la muerte, sino el de otra vida. Isis saboreó los rayos, suaves aún, que danzaban sobre su piel anacarada, y pensó en Iker.

Ninguna ley le prohibía el matrimonio. Pero ¿qué atractivo podía ejercer un hombre, por enamorado que estuviese, comparado con los misterios de Osiris? Y, sin embargo, el hijo real no la abandonaba ya. No es que fuera una presencia obsesiva y desgastadora, sino, más bien, un apoyo eficaz durante las pruebas que atravesaba. Se convertía en su compañero de cada día, atento, fiel y enamorado.

¿Regresaría de la lejana Nubia, escenario de mortíferos combates?

Un sacerdote permanente, El que ve los secretos, y una sacerdotisa de Hator llevaron a Isis hasta el lago sagrado. Tras pesar su corazón, ahora tenía que superar la prueba del triple nacimiento.

—Contempla el Nut —recomendó el ritualista—. En el corazón de este océano original se producen todas las mutaciones.

—Deseo la pureza —declamó Isis, utilizando antiguas fórmulas—. Me quito mis vestiduras, me purifico, al igual que Horus y Set. Salgo del Nun, liberada de mis trabas.

A Isis le habría gustado permanecer más tiempo en aquella fresca agua. Las anteriores etapas de su iniciación cruzaron por su memoria. La mano de la sacerdotisa tomó la suya para hacer que se sentara en una piedra cúbica.

—He aquí la cubeta de plata que fundió el artesano de Sokaris, el dios halcón de las profundidades que conoce el camino de la resurrección —dijo el sacerdote—. Lavo en ella tus pies.

La sacerdotisa puso a Isis una larga túnica blanca y le ciñó el talle con un cinturón rojo, formando el nudo mágico. Luego le calzó unas sandalias, blancas también.

—Así se afirman las plantas de tus pies. Ojos de Horus, estas sandalias iluminarán tu camino. Gracias a ellas, no te extraviarás. Durante este viaje, te convertirás, a la vez, en un Osiris y en una Hator, la vía masculina y la vía femenina se unirán en ti. Ayudada por todos los elementos de la creación, hoya el umbral de la muerte y penetra en la morada desconocida. En lo más profundo de la noche, ve brillar el sol, acércate a las divinidades y míralas de frente.

La sacerdotisa ofreció a Isis una corona de flores.

—Recibe la ofrenda del señor de occidente. Que esta corona de los justos haga florecer tu inteligencia de corazón. Ante ti se abre el gran portal.

En ese instante apareció un Anubis con rostro de chacal, que, a su vez, tomó la mano de la muchacha. La pareja atravesó el territorio de las antiguas sepulturas, donde descansaban los primeros faraones, luego se topó con unos guardias que llevaban cuchillos, espigas, palmas y escobas de follaje.

—Conozco vuestros nombres —declaró Isis—. Con vuestros cuchillos cortáis las fuerzas hostiles. Con vuestras escobas, las dispersáis y las hacéis inoperantes. Vuestras palmas traducen la emergencia de una luz que las tinieblas no pueden apagar. Vuestras espigas manifiestan la victoria de Osiris sobre la nada.

Los guardias desaparecieron.

Anubis e Isis penetraron bajo tierra por un largo corredor, débilmente iluminado, que conducía a una vasta sala flanqueada de macizos pilares de granito.

En el centro, una isla, en la cual había un enorme sarcófago.

—Sé despojada de tu antiguo ser —ordenó Anubis—, y pasa por la piel de las transformaciones, la de Hator asesinada y decapitada por el mal pastor. Yo, Anubis, la reavivé ungiéndola con leche y la llevé a mi madre para que reviviese, como Osiris.

Isis quedó revestida.

Dos sacerdotisas la cogieron por los codos y la tendieron en una narria de madera, símbolo del creador, Atum, «El que es» y «El que no es». Tomando por una corredera, tres ritualistas tiraron lentamente de la narria hacia la isla donde estaba el Calvo.

—¿Tu nombre? —le preguntó al primero.

—El embalsamador encargado de mantener intacto el ser. —¿Y tú?

—El celador. —¿Y tú?

—El custodio del aliento vital.

—Id a la cumbre de la montaña sagrada.

La procesión giró en torno al sarcófago.

—Anubis, ¿ha desaparecido el antiguo corazón? —preguntó el Calvo.

—Ha sido quemado, al igual que la antigua piel y los antiguos cabellos.

—Que Isis acceda al lugar de las transformaciones y de la vida renovada.

Los ritualistas levantaron a la muchacha y la depositaron en el interior del sarcófago.

—Eres la luz —enunció el Calvo—, y atravesarás la noche. Que las divinidades te reciban, que sus brazos se tiendan hacia ti. Que Osiris te acoja en la morada de nacimiento.

La muchacha exploró un espacio y un tiempo fuera del mundo manifiesto.

—Estabas dormida, te hemos despertado —afirmó la voz del Calvo—. Estabas tendida, te hemos levantado.

Los ritualistas la ayudaron a salir del sarcófago. Las antorchas iluminaban ahora la vasta sala.

—El astro único brilla, ser de luz entre los seres de luz. Puesto que llegas de la isla de Maat, que el triple nacimiento te anime.

Mientras despojaban a Isis de la piel, el Calvo tocó su boca, sus ojos y sus orejas con el extremo de un palo compuesto por tres tiras de aquella misma piel.

—Hija del cielo, de la tierra y de la matriz estelar, hermana de Osiris, en adelante lo representarás durante los ritos. Sacerdotisa, animarás y resucitarás los símbolos, para preservar las tradiciones de Abydos. Tienes que cruzar todavía una puerta, la del «Círculo de oro». ¿Lo deseas?

—Lo deseo.

—Que se te prevenga debidamente, Isis. Tu valor y tu voluntad te han permitido llegar hasta aquí, pero ¿bastarán para superar temibles pruebas? Numerosos fueron los fracasos, escasos los éxitos. ¿No será tu juventud un grave inconveniente?

—La decisión es vuestra.

—¿Realmente eres consciente de los riesgos?

Y entonces vio el rostro de Iker. Sin aquella presencia, tal vez hubiera renunciado. ¡Le habían sido ofrecidos ya tantos tesoros! Pero, por aquel amor naciente, supo que debía ir hasta el final de su viaje.

—Mi deseo no ha variado.

—Entonces, Isis, conocerás el camino de fuego.