42

Más allá de la tercera catarata, un sol abrasador desecaba las colinas corroídas por el desierto. Nubes de insectos agredían la nariz y los oídos. Ni siquiera los rápidos procuraban la menor sensación de frescor. Sin embargo, el Anunciador llevaba aún su túnica de lana. En el islote donde se había refugiado en compañía de sus últimos fieles, seguía cuidando de Bina, cuya respiración era casi imperceptible.

—¿La salvaréis? —preguntó Shab, extenuado.

—Vivirá y matará. Ha nacido para matar. Aunque ya no pueda transformarse en leona, Bina sigue siendo la reina de las tinieblas.

—Confío en vos, señor, pero ¿no hemos sufrido una terrible derrota? ¡Y ese tal Iker todavía vive!

—He implantado en este paraje perdido el germen de la nueva creencia y, antes o después, invadirá el mundo. Tal vez necesite cien mil o doscientos mil años, eso no importa. Pero acabará triunfando, ningún espíritu se le resistirá. Y yo la propagaré de nuevo.

Varias canoas repletas de kushitas que vociferaban y blandían azagayas se dirigían hacia el islote.

—¡Son demasiados, señor! No conseguiremos detener su ataque.

—No te preocupes, amigo mío. Esos bárbaros nos traen las embarcaciones necesarias.

El Anunciador se levantó y se situó ante el río. Sus ojos se enrojecieron y de ellos pareció brotar una llama. Las aguas hirvieron y, a pesar de su habilidad, los remeros no evitaron el naufragio. Una furiosa ola los arrastró.

Las canoas, en cambio, salieron intactas de la tormenta.

Los discípulos del Anunciador comprobaron que los poderes de su maestro no habían perdido ni un ápice de su eficacia.

—¿Adonde pensáis ir? —preguntó el Retorcido.

—Donde nadie nos aguarda: a Egipto. El faraón me ve vagabundeando por este país miserable hasta que una tribu kushita me capture y me ejecute. Haber sometido a la leona lo embriaga, y el descubrimiento del oro curador le devuelve la confianza. Sin embargo, sigue faltándole una parte fundamental del valioso metal. La improbable curación del árbol de vida no nos detendrá. Nuestra organización de Menfis sigue a salvo y pronto la utilizaremos para golpear en pleno corazón de la espiritualidad egipcia.

—¿Queréis decir que…?

—Sí, Shab, lo has comprendido bien. El viaje será largo, pero alcanzaremos nuestro verdadero objetivo: Abydos. Lo aniquilaremos e impediremos que Osiris resucite.

La exaltante misión hizo desaparecer la fatiga de Shab el Retorcido. Nada apartaría al Anunciador de su misión. ¿Acaso no tenía un valioso aliado en el propio interior del dominio de Osiris, el sacerdote permanente Bega?

El faraón arrojó a un caldero unas figuritas de arcilla que representaban a unos nubios arrodillados, con la cabeza gacha y las manos atadas a la espalda. Cuando las tocó con la espada, brotó una llama. Los soldados presentes creyeron oír los gemidos de los torturados, cuyos cuerpos crepitaron.

En el decreto oficial que anunciaba la pacificación de Nubia, Medes sustituyó el signo jeroglífico del guerrero negro, provisto de un arco, por el de una mujer sentada. La magia de la escritura arrebataba así cualquier virilidad a los eventuales rebeldes.

Sesostris se volvió hacia los jefes de clan y de tribu, llegados para deponer las armas y jurarle fidelidad. Con su voz grave y poderosa, pronunció un discurso. Medes anotó cada una de sus frases.

—Hago efectivas mis palabras. Mi brazo lleva a cabo lo que mi corazón concibe. Estoy decidido a vencer, por lo que mis pensamientos no están inertes en mi corazón. Ataco a quien me ataca. Si permanecen apacibles, establezco la paz. Permanecer apacible cuando se es atacado alienta al agresor a perseverar. Combatir exige valor, el cobarde retrocede. Y más cobarde es aún quien no defiende su territorio. Vencidos, huís dando la espalda. Os habéis comportado como bandidos desprovistos de conciencia y bravura. Seguid así, y vuestras mujeres serán capturadas, vuestros rebaños y cosechas aniquilados, vuestros pozos destruidos. El fuego del uraeus asolará toda Nubia. Tras haber aumentado la heredad de mis antepasados, establezco aquí mi frontera. Quien la mantenga será mi hijo. Quien la viole será un revoltoso, severamente castigado.

Felices por salir tan bien librados, los jefes nubios juraron fidelidad a Sesostris, una de cuyas estatuas se erigió en la frontera. En el interior de cada fortaleza y ante sus muros, las estelas recordarían las palabras del monarca y simbolizarían la ley, convirtiendo la región en acogedora y pacífica.

—Este faraón lanza flechas sin que le sea necesario tensar la cuerda de su arco —murmuró Sekari al oído de Iker—. Su verbo basta para asustar al adversario, y no necesitará ni un solo bastonazo para garantizar el orden. Cuando el rey es justo, todo es justo.

Los vencedores no tuvieron tiempo de saborear su triunfo con vanas ensoñaciones, pues el monarca exigió que se emplazara de inmediato una administración capaz de garantizar la prosperidad. Tras haber calculado la longitud del Nilo hasta la frontera, Sehotep coordinó los trabajos hidrológicos y de irrigación, destinados a hacer cultivables numerosas tierras. Muy pronto se olvidarían las hambrunas.

Sesostris no había dirigido una expedición devastadora. A la seguridad garantizada por las fortalezas se añadiría el desarrollo de una economía local de la que todos saldrían beneficiados. El faraón no apareció como un conquistador, sino como un protector. En Buhen, en Semneh y en muchas otras localidades comenzaron a rendirle culto y a celebrar su ka.[17] Antes de su llegada, los autóctonos sufrían la anarquía, la violencia, y estaban sometidos a la ley de los tiranos; gracias a su intervención, Nubia se convertía en un protectorado hecho de mieles. Numerosos soldados y administradores pensaban permanecer allí largo tiempo para reconstruir la región.

—¿Alguna información sobre el Anunciador? —preguntó el rey a Iker.

—Sólo rumores. Varias tribus pretenden haber acabado con él, pero ninguna ha mostrado su cadáver.

—Aún vive. A pesar del fracaso, no renunciará.

—¿Y la región no le será definitivamente hostil?

—Ciertamente, la barrera mágica de las fortalezas hará inoperantes sus discursos durante varias generaciones, pero, lamentablemente, el veneno que ha propagado seguirá siendo eficaz durante mucho tiempo.

—Suponiendo que escape de los kushitas, de los nubios y de nuestro ejército, ¿cuáles serán sus intenciones?

—Parte de su organización sigue amenazándome, en el propio Egipto, y el árbol de vida sigue en peligro. La guerra está lejos de haber terminado, Iker. Que no nos falte atención ni perseverancia.

—¿Regresamos a la capital?

—Haremos escala en Abydos.

¡Abydos, el lugar donde residía Isis!

—Tu herida parece casi curada.

—Los cuidados del doctor Gua son magníficos.

—Encárgate de los preparativos de la partida.

El protectorado se convertía en remanso de paz. No había tensión alguna entre nubios y egipcios. Se celebraban bodas, y Sehotep no había sido el último en ceder ante los encantos de una joven aldeana de cuerpo esbelto y suntuoso porte. Sekari, por su parte, no se separaba de la hermana de aquella joven vivaracha.

—¿La partida, ya? ¡Me complacía estar aquí!

—Inspecciona minuciosamente la flota. Tal vez el Anunciador intente un golpe de fuerza y sólo tu olfato nos preservará de él.

—No has echado ni una mirada a las soberbias criaturas que pueblan estos parajes —se extrañó Sekari—. ¿De qué material estás hecho?

—Para mí sólo existe una mujer.

—¿Y si no te ama?

—Será ella y ninguna más. Pasaré el resto de mi vida diciéndoselo.

—¿Y si se casa?

—Me limitaré a los pocos pensamientos que acepte concederme.

—¡Un hijo real no puede permanecer soltero! ¿Imaginas el número de ricas doncellas que se extasiarían ante ti?

—Pues que les aproveche.

—Te he sacado de varias situaciones peligrosas, pero ahora me siento desarmado.

—Manos a la obra, Sekari. No hagamos esperar a su majestad.

El general Nesmontu, rejuvenecido por aquella formidable campaña militar, dirigía personalmente la maniobra. Verdoso, Medes sólo podía tragar las pociones del doctor Gua, que durante algunas horas interrumpían sus vómitos. Por lo que a Gergu se refiere, satisfecho de haber sobrevivido, volvía a beber cerveza fuerte. Transferido a los silos de las fortalezas el contenido de los barcos graneros, se dedicaba al ocio.

—¿Te gusta navegar? —le preguntó Iker.

—¡Es mi pasatiempo favorito! Ahora podemos disfrutar de las maravillas del viaje.

—¿Conoces la región de Abydos?

Gergu se crispó. Si mentía, Iker podría advertirlo, y no le concedería ya la menor confianza. Por tanto, debía decir parte de la verdad.

—He ido varias veces allí.

—¿Por qué motivo?

—Para entregar género a los permanentes, en función de sus necesidades. Me convertí en temporal, lo que facilita las gestiones administrativas.

—Entonces ¡has visto los templos!

—¡Ah, no! No estoy autorizado a ello, y mis funciones siguen siendo puramente materiales. En el fondo, la tarea no me divierte demasiado.

—¿Conociste a una joven sacerdotisa llamada Isis?

Gergu reflexionó.

—No… ¿Qué tiene de especial?

Iker sonrió.

—En efecto, no la has conocido.

En cuanto el hijo real se alejó, Gergu corrió hacia Medes. Con una tablilla de escritura en la mano, fingió solicitar un consejo técnico.

—Me he visto obligado a revelar al hijo real mis relaciones con Abydos.

—Espero que no le hayas contado demasiado.

—Sólo lo mínimo.

—En el futuro, intenta evitar el tema.

—Iker parece muy unido a la sacerdotisa Isis.

Isis, la mensajera del faraón con la que Medes se había cruzado en Menfis…

—Volvamos al redil —propuso Gergu—. Eliminado el Anunciador, no corremos el menor riesgo.

—No hay ninguna prueba de que esté muerto.

—¡Sus fieles han sido aniquilados!

—Las únicas certezas son la derrota de los kushitas y la colonización de Nubia. El Anunciador encontrará otros aliados.

—No terminemos como Jeta-de-través, devorados por un cocodrilo o por algún otro depredador.

—Aquel patán cometió errores estúpidos.

—¿Y la sumisión de la terrorífica leona? Sesostris es invulnerable, Medes. Atacarlo sería una locura.

El secretario de la Casa del Rey dio un respingo.

—No estás en absoluto equivocado, y ese triunfo aumenta más aún su poder. Pero el Anunciador ha sobrevivido, no renunciará.

—Quieran los dioses que haya muerto, y…

Un violento dolor en la palma de su mano derecha obligó a Gergu a callar.

De un rojo vivo, la minúscula figura de Set grabada en su carne ardía.

—No blasfemes —le recomendó Medes.

El general Nesmontu verificó lo que le había anunciado su técnico encargado de calcular la profundidad del Nilo por medio de una larga pértiga.

—Cuatro codos[18] —advirtió—. Cuatro codos… ¡Espantoso! Si el nivel baja un poco más, los cascos quedarán destrozados.

Por temor a graves averías, fue necesario ponerse al pairo.

La totalidad de la flota quedó bloqueada entre la primera y la segunda catarata, bajo un sol implacable.

—Otro maleficio del Anunciador —masculló el anciano militar—. Tras haber intentado una inundación, ahora deseca el río.

—Establecer un campamento aquí no será muy divertido, y corremos el riesgo de que nos falte el agua.

—¿No nos bastará el Nilo? —preguntó un soldado.

—Su color no indica nada bueno.

El faraón no manifestó inquietud alguna.

Sin embargo, la mala noticia se propagaba de barco en barco. Aterrorizado, Medes comprobó de inmediato que disponía de un número suficiente de odres llenos. Si la parada se prolongaba y no descubrían pozos en las cercanías, ¿cómo sobrevivirían?

La duda socavaba los ánimos. Tal vez aquella expedición triunfal concluyera de un modo desastroso.

Sesostris miraba fijamente una gran roca gris.

Iker advirtió que avanzaba, muy lentamente, hacia el río.

—No es una roca, sino una tortuga —advirtió Sekari—, ¡una enorme tortuga! Estamos salvados.

—¿A qué viene tanto optimismo?

—El faraón ha puesto el orden en vez del desorden. La tortuga simboliza, a la vez, el cielo y la tierra. En su función terrenal, es un cuenco lleno de agua. Y ese cuenco se elevó hasta el cielo para formar las fuentes del Nilo. El cielo y la tierra consideran justa la acción real, por lo que la tortuga volverá a escupir el trigo que se había tragado y fertilizará el suelo.

En la proa del navío almirante, Iker vio al imponente animal actuando, a su ritmo y sin precipitación.

Poco a poco, el nivel del Nilo fue subiendo y su color cambió. Muy pronto sería navegable de nuevo.