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El sacerdote permanente Bega se hacía mala sangre.

¿Por qué sus aliados no daban señales de vida? Silencio por parte de Gergu, ningún mensaje de Medes. El tráfico de estelas se había interrumpido, la ciudad santa de Abydos vivía aislada, bajo la protección del ejército y de la policía. Según las raras informaciones que hacían circular los temporales, Sesostris estaba librando duras batallas en Nubia. ¿Sería lo bastante destructora la trampa del Anunciador?

Cuantos más días pasaban, más se amargaba el ex geómetra y más aumentaba su odio contra el rey y contra Abydos. Seguro de haber hallado el medio de vengarse, ¿debía abandonarse a la desesperación? No, tenía que armarse de paciencia. Gracias a los formidables poderes del Anunciador, aquel período de incertidumbre no tardaría en concluir. Creyendo que sometía al gran sur, Sesostris se mostraba pretencioso. Pero allí se toparía con fuerzas desconocidas, superiores a las suyas.

Cuando los vencedores cayeran sobre Abydos, Bega sería el nuevo sumo sacerdote.

Hoy tenía, al menos, un motivo para alegrarse: la decadencia de Isis. Durante mucho tiempo había desconfiado de la hermosa sacerdotisa, pues escalaba con demasiada rapidez la jerarquía que, a su entender, debería haber estado reservada a los hombres. El permanente detestaba a las mujeres, sobre todo cuando éstas se ocupaban de lo sacro. Perfectamente de acuerdo con la doctrina del Anunciador, las consideraba incapaces de acceder al sacerdocio. Su lugar estaba en casa, al servicio de su marido y de sus hijos. En cuanto gobernara Abydos, Bega expulsaría a la sacerdotisa.

Por fortuna, el destino de Isis se complicaba. Llamada con frecuencia a Menfis, junto al rey, podría haberse convertido en la superiora del colegio femenino y, de ese modo, en una de las personalidades importantes de la ciudad sagrada. Sin embargo, la tarea que el Calvo acababa de confiarle rompía, en seco, aquella trayectoria. Sin duda, la muchacha había disgustado al monarca. Hoy era condenada a una baja tarea, reservada por lo general a las lavanderas que, por lo demás, no dejaban de quejarse de ello: ¡lavar ropa en el canal!

Bega había sospechado que Isis era una espía al servicio de Sesostris, encargada de observar los hechos y los gestos de los permanentes, y de avisar al soberano ante el menor comportamiento sospechoso. Aunque, en realidad, era una intrigante mediocre, una ingenua brutalmente devuelta a su justo lugar. Encantado al verla humillada así, Bega se guardó mucho de dirigir la palabra a una sierva de tan baja categoría y cumplió con sus deberes rituales.

Isis lavaba delicadamente la túnica real de lino blanco, utilizando una pequeña cantidad de espuma de nitro para devolver todo su fulgor y su pureza a la preciosa reliquia.

¿Cómo imaginar que el Calvo le confiaría una tarea tan sagrada, el lavado de las vestiduras de Osiris revelado durante la celebración de los misterios?

La muchacha, concentrada, no prestaba la más mínima atención a las miradas desdeñosas y despectivas. Manipular aquella túnica tejida en secreto por las diosas le hacía superar una nueva etapa, el contacto directo con semejante objeto. Desde el nacimiento de la civilización faraónica, muy pocos seres habían tenido la suerte de contemplarlo.

—¿Has terminado? —le preguntó el Calvo, siempre gruñón.

—¿Estáis satisfecho del resultado?

La túnica blanca de Osiris brillaba al sol.

—Dóblala y métela en este cofre.

El pequeño mueble de marquetería, adornado con marfil y loza azul, estaba decorado con umbelas de papiro abiertas. Isis depositó allí la vestidura.

—¿Llegas a percibir la frontera inmaterial que se encarna en este lugar? —prosiguió el Calvo.

—Abydos es la puerta del cielo.

—¿Deseas cruzarla?

—Lo deseo.

—Sígueme, entonces.

Obedeciendo al faraón, señor del «Círculo de oro» de Abydos, el Calvo llevó a Isis hasta una capilla del templo de Osiris.

En una mesa baja, un juego de senet, «el paso».

—Instálate y disputa esta partida.

—¿Contra qué adversario?

—Lo invisible. Puesto que has tocado la túnica de Osiris, es imposible que te sustraigas a esta prueba. Si ganas, serás purificada y tu espíritu se abrirá a nuevas realidades. Si pierdes, desaparecerás.

La puerta de la capilla se cerró.

Rectangular, el tablero de juego comprendía trece casillas dispuestas en tres hileras paralelas. Doce peones[12] en forma de huso para un jugador, doce peones cónicos, de cabeza redondeada, para su adversario. Avanzaban según el número obtenido lanzando unas tablillas que mostraban números. Algunas casillas eran favorables, otras desfavorables. El jugador se enfrentaba con múltiples trampas antes de llegar al Nun, el océano primordial donde se regeneraba.

Isis llegó a la casilla quince, «la morada del renacimiento». En ella figuraba el jeroglífico de la vida, enmarcado con dos cetros uas, «el poder floreciente».

Las tablillas se volvieron de pronto y cinco peones adversarios avanzaron juntos para bloquear la progresión de la sacerdotisa.

Su segunda jugada fue desafortunada: casilla veintisiete, una extensión de agua propicia para ahogarse. Isis tuvo que replegarse, su posición la fragilizaba.

Cuando lo invisible se expresó de nuevo, la muchacha se creyó perdida.

¿Qué podía temer? ¿Acaso no intentaba llevar una vida recta, al servicio de Osiris? Si llegaba la hora de comparecer ante el tribunal, su corazón hablaría por ella.

Isis lanzó las tablillas.

Veintiséis, la casilla de «la perfecta morada». La jugada ideal que daba acceso a la puerta celestial, más allá del juego.

Las casillas desaparecieron, se había dado el paso.

El Calvo abrió la puerta y ofreció a la sacerdotisa un lingote de oro.

—Acompáñame hasta la acacia.

El ritualista giró en torno al árbol.

—Toma este metal, Isis, y deposítalo en una rama.

Una dulce calidez emanaba del lingote.

Alimentada con nueva savia, toda la rama reverdeció.

—¡El oro curador! —advirtió la muchacha, deslumbrada—. ¿De dónde procede?

—Iker lo ha descubierto en Nubia. Ésta es sólo la primera muestra. Se necesitarán muchas más, y de la mejor calidad, antes de pensar en una curación total. Sin embargo, avanzamos.

Iker… ¡El hijo real participaba, pues, en la regeneración del árbol de vida!

Él no era un hombre ordinario, por lo que tal vez su destino se uniera al de una sacerdotisa de Abydos.

Mirgisa, Dabernati, Shalfak, Uronarti, Semneh y Kumma: del norte hacia el sur, al menos seis fortalezas formaban ahora la puerta cerrada del vientre de piedra. Sesostris visitaba todos los días las obras que Sehotep organizaba, ayudado por Iker y por el general Nesmontu. Los constructores, al ver levantarse las murallas, olvidaban la fatiga y la dureza del esfuerzo. Bien alimentados y disponiendo de agua y de cerveza a voluntad, los artesanos gozaban de las atenciones de Medes y de Gergu, obligados a cooperar, y eran conscientes de participar en una obra esencial para la salvaguarda de la región.

Mirgisa[13] impresionaba a los más hastiados. Erigida sobre un promontorio que dominaba el Nilo desde unos veinte metros de altura, inmediatamente al oeste del extremo sur de la segunda catarata, «La que rechaza a los de los oasis», ocupaba un rectángulo de ocho hectáreas y media. La fortaleza, rodeada por un foso, tenía una doble muralla con resaltos, y bastiones que protegían las entradas. Gracias a unos muros de ocho metros de ancho y diez de alto, Mirgisa podía ser defendida por una modesta guarnición que comportaba sólo treinta y cinco arqueros y otros tantos lanceros.

Al abrigo de las murallas había un patio enlosado rodeado de columnas, viviendas, despachos, almacenes, graneros, una armería, una forja y un templo. Los técnicos reparaban y fabricaban lanzas, espadas, puñales, jabalinas, arcos, flechas y escudos.

Aquella fortaleza estaba acompañada por una ciudad abierta, muy cercana y de una extensión comparable, donde se habían construido casas de ladrillo crudo, hornos para el pan y talleres. Irrigando el desierto, los egipcios plantaban árboles y creaban pequeños huertos, con gran asombro de las tribus vecinas, que, una a una, se sometían al faraón.

El doctor Gua y el farmacéutico Renseneb cuidaban eficazmente a los enfermos, y entre ellos se establecía un clima de confianza. Mirgisa se convertía en un centro comercial y en el principal núcleo económico de un paraje desheredado que salía así de la miseria. Todos comían hasta hartarse, y ya no se hablaba de revueltas ni de combates. Hostiles a la siniestra provincia de Kush, presa de unas facciones preocupadas sólo por matarse mutuamente, la población se volvía hacia el protector egipcio. Pero en vez de ser acusado de tiranía, Sesostris aparecía como un libertador y un dios vivo. ¿Acaso no garantizaba la prosperidad y la seguridad?

La innovación de la que más orgulloso se sentía el jefe de los trabajos era una corredera para barcos, de una pendiente máxima de diez grados, compuesta por maderos cubiertos de limo, regados sin cesar cuando se sacaban los navíos del agua para recogerlos. Aquella corredera, de dos metros de ancho, permitía evitar un peligroso paso en período de estiaje, y facilitaría también el transporte de víveres y de materiales, cargados en pesadas narrias.

Desde lo alto de las torres de Mirgisa, los centinelas observaban permanentemente las idas y venidas de los nubios. Habían aprendido a identificar las tribus y a conocer sus costumbres, y advertían el menor incidente al comandante de la fortaleza, que mandaba, de inmediato, una patrulla. Cada nómada era controlado y nadie penetraba en territorio egipcio sin una autorización en debida forma.

Ayudado por su equipo de escribas, Medes llevaba unas fichas detalladas, de las que mandaba copias a las demás fortalezas y a Elefantina. De este modo, se reducía al mínimo la inmigración clandestina.

Víctima de una fuerte jaqueca, el secretario de la Casa del Rey llamó al doctor Gua.

—Me siento casi incapaz de trabajar —reconoció Medes—. Me duele muchísimo la cabeza.

—Os prescribo dos remedios complementarios —decidió el médico—. Primero estas píldoras preparadas por el farmacéutico Renseneb; desatascarán los canales de vuestro hígado ocluido y calmarán el dolor. Luego aplicaré en vuestro cráneo un siluro pescado esta mañana. Vuestra jaqueca pasará a la espina del pescado, y quedaréis liberado.

Más bien escéptico, Medes no tardó en advertir la eficacia del tratamiento.

—¿No seréis algo mago, doctor?

—Una medicina desprovista de magia no tendría posibilidad alguna de lograr el éxito. Os dejo, tengo mucho que hacer. En caso de que sea necesario, regresaré.

¿De dónde sacaba tanta energía aquel hombrecillo flaco, con su pesada y eterna bolsa de cuero a cuestas? Durante la pacificación de Nubia, Gua y su colega farmacéutico desempeñaban un papel decisivo. Y, no contentos con cuidar a los autóctonos, formaban a los facultativos, que los reemplazarían después de su partida. Por impulsos de Sesostris, una vasta región saldría por fin de la anarquía y la pobreza.

—Me falta un informe —le dijo a Medes un escriba.

—¿Administrativo o militar?

—Militar. Una de las cinco patrullas de vigilancia no ha entregado el informe reglamentario.

Medes acudió al cuartel general de Nesmontu.

—General, debo señalar un incidente, menor tal vez, pero que convendría aclarar de todos modos. Uno de los jefes de patrulla no ha redactado su informe.

Nesmontu mandó a buscar al oficial responsable.

El ayuda de campo regresó, solo y despechado.

—No lo encuentran, general.

—¿Y sus infantes?

—Ausentes de sus cuarteles.

Se imponía una cruel evidencia: la patrulla no había regresado.

De inmediato se celebró un consejo de guerra presidido por el rey.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó Sesostris.

—La pista del oeste —respondió Nesmontu—. Misión rutinaria, a saber, el control de una caravana de nómadas. Ésta no ha llegado a Mirgisa. En mi opinión, nuestros hombres han caído en una trampa. Debemos descubrir si se trata de un acto aislado o de la preparación de un ataque masivo.

—Yo me encargo de eso —declaró Iker.

—En el ejército no faltan excelentes exploradores —protestó Nesmontu.

—No nos engañemos: he aquí la primera reacción del Anunciador. Mientras tomo las precauciones indispensables, me siento capaz de apreciar la situación. Me bastarán algunos soldados decididos.

Sesostris no puso objeción.

Durante ese nuevo enfrentamiento con el Anunciador, el hijo real proseguía su formación, por muy arriesgada que fuese, pues no existía otro camino para pasar de las tinieblas a la luz.

Sekari, por su parte, lamentó tener que abandonar su confortable habitación y el comedor de los oficiales, donde se servían excelentes platos. Decididamente, debería haberse buscado un amigo que se moviera menos. Pero ¿acaso no consistía su papel en protegerlo?