Menfis dormía cuando los diez hombres del modesto puesto de policía del barrio norte saludaron la llegada del repartidor de tortas. Tras el desayuno llegaría el relevo.
Todos salieron del edificio de ladrillos encalados, se instalaron ante la puerta y disfrutaron de los primeros rayos del sol naciente. Adormilados aún, estaban hambrientos.
Como habían previsto, aquél fue el momento que eligieron los terroristas.
Diez presas fáciles. Su ejecución sembraría el terror en la capital y propagaría un clima duradero de inseguridad.
Cuando el primer asaltante topó con Sobek el Protector en persona, se sintió tan sorprendido que ni siquiera pensó en parar el formidable cabezazo que le hendió el rostro.
Sus acólitos, en cambio, hicieron un amago de resistencia, pero los combatientes de élite encargados de reemplazar el efectivo habitual los dominaron en pocos instantes.
—¡Allí, uno que huye!
El propio Sobek alcanzó al jefe de la pandilla y lo agarró del pelo.
—¡Caramba, si es nuestro peluquero! ¿De modo que queríamos matar a los policías?
—¡Os… os equivocáis!
—¿Cómo se llama el jefe de tu organización?
—¡No hay organización, yo no he hecho nada malo! Huía porque no me gustan las peleas.
—Escúchame, hombrecito, te espiamos desde hace varias semanas. Reuniste una buena pandilla de bandidos y te tomaste el tiempo de preparar el ataque. Si deseas salvar tu cabeza, comienza a hablar.
—¡No tenéis derecho a torturarme!
—Así es, y no pienso hacerlo.
—¿Me soltáis… entonces?
—¿Qué te parecería un paseíto por el desierto? Yo tendré agua, pero tú no. Y andarás delante. En esta época del año, los escorpiones y las serpientes son más virulentos.
El peluquero nunca había salido de Menfis, y como la mayoría de los ciudadanos, tenía pánico de esas peligrosas soledades.
—Eso es ilegal, inhumano, vos…
—En marcha, hombrecito.
—¡No, no, hablaré!
—Te escucho.
—No sé nada, o casi nada. Sólo recibí la orden de organizar esta… operación. Puesto que los policías no eran numerosos y fuertes, iba a ser fácil.
Al Protector le hervía la sangre. ¡Unos cobardes habían programado diez asesinatos! Pero tenía por fin a uno de aquellos enemigos tan bien escondidos en las tinieblas y autores de tantos daños.
—¿Quién te dio la orden?
—Otro peluquero.
—¿Su nombre?
—Lo ignoro.
—¿Dónde vive?
—Va de un barrio a otro, no tiene domicilio fijo, y me comunica sus directrices cuando le parece. Yo no tomo iniciativa alguna.
—¿Por qué obedeces a semejante crápula?
La mirada del terrorista se llenó de odio. De pronto, ya no temía a Sobek.
—¡Porque el dios del Anunciador muy pronto reinará en Egipto! Los impíos y tú, los fieles servidores del faraón, seréis exterminados. Nosotros, los adeptos de la verdadera fe, obtendremos la fortuna y la felicidad. Y mi país de origen, Libia, se tomará por fin la revancha.
—Entretanto, proporcióname la lista de los escondites de tu patrón.
Los ecos de un altercado despertaron al mocetón bigotudo.
Acostumbrado a la vida clandestina, el peluquero que había dado la orden de asesinar a los policías advirtió el peligro.
Un vistazo por la ventana le demostró que estaba en lo cierto: Sobek lo buscaba.
Así pues, sus subordinados y sus sicarios habían fracasado, y habían hablado.
La única posibilidad de huir era la terraza. Pero ya estaba invadida por la policía, y estaban echando abajo la puerta de su habitación.
El libio no resistiría el interrogatorio de Sobek. Tranquilamente, empuñó su mejor navaja de afeitar, cuya hoja acababa de afilar. El Anunciador se sentiría orgulloso de él y le abriría al mártir las puertas del paraíso.
Con un gesto preciso, el adepto de la verdadera fe se cortó la garganta.
La población de Menfis dejaba estallar su alegría ruidosamente, puesto que la abundante crecida no causaría daño alguno a la ciudad. Una vez más, la magia de Sesostris salvaba a Egipto de la desgracia.
Frente a la reina, al visir y al gran tesorero, tranquilizados por las noticias procedentes de Nubia, Sobek terminaba su informe oral.
—Peluquero… Entonces, ¿eran ellos los principales elementos de la organización terrorista? —se extrañó Khnum-Hotep.
—Claro que no. Todos han sido detenidos e interrogados, tres han confesado: unos libios servían de agentes de contacto. Sólo conocían a un superior, otro libio que se ha suicidado. El hilo parece cortado momentáneamente. Es imposible identificar a los comanditarios.
—He aquí, sin embargo, un primer y magnífico éxito —consideró la reina—. No sólo el rey ha sobrevivido a la prueba de la crecida, sino que, además, el enemigo ya no creerá que sea invencible; durante algún tiempo, al menos, quedará privado de medios de comunicación. Quiera el destino que ese primer paso en falso se vea seguido por otros.
—El viento cambia —estimó el visir—. Al edificar una barrera mágica de fortalezas, el rey acabará con la influencia negativa del gran sur. Poco a poco, recuperamos el terreno perdido.
El libanés tragó diez pasteles cremosos, uno tras otro. Mientras el aguador no le hubiera informado del resultado del ataque contra el puesto de policía, su bulimia no se extinguiría. Y su mejor agente se retrasaba, se retrasaba mucho.
Finalmente, apareció.
—Fracaso total —anunció, consternado—. Sobek estaba allí.
El libanés palideció.
—¿Ha escapado el peluquero?
—No, ha sido detenido.
El obeso comenzó a sentirse mal. Se vio obligado a sentarse, y se secó la frente con un lienzo perfumado.
—Y la catástrofe no se detiene ahí —prosiguió el aguador—. Sobek ha puesto en marcha una gran operación, han detenido a todos los peluqueros.
—¿Incluso al responsable de nuestra organización?
—Se ha degollado antes de ser interrogado.
—¡Buen muchacho! Así pues, es imposible llegar hasta mí.
Tranquilizado, el libanés se sirvió una copa de vino blanco.
—A estas horas, nuestras células ya no pueden comunicarse entre sí —precisó su agente—. La policía está por todas partes, por lo que restablecer unas conexiones seguras requerirá tiempo.
—¿Y los vendedores ambulantes?
—Os aconsejo que los dejéis durmiendo. Sobek se interesará, forzosamente, por ellos.
—¡Deberíamos eliminar a ese perro rabioso!
—Es intocable, sus policías le rinden un verdadero culto. Tras su última hazaña, su popularidad ha aumentado más aún.
—Intocable, tal vez. Incorruptible, sin duda no. Esta hazaña se le subirá a la cabeza y lo hará vulnerable.
Los habitantes de la aldea próxima a la ciudadela de Buhen levantaban chozas, graneros, recintos para el ganado y empalizadas de protección. Mientras se acostumbraban a sus nuevas y apreciables condiciones de vida, los refugiados fueron cogidos desprevenidos por el asalto de los kushitas.
Un oficial egipcio, que era el encargado de aprovisionar la aldea de agua y cereales, fue la primera víctima. Triah le cortó la cabeza y la clavó en una estaca. Sus infantes acabaron con sus compatriotas, incluyendo los niños.
En menos de media hora, la pequeña comunidad había sido exterminada.
—¡Apoderémonos de Buhen! —clamó el príncipe de Kush lanzándose hacia la gran puerta de la fortaleza, por el lado del desierto.
Los egipcios no tuvieron tiempo de levantar el puente levadizo y cerrar el acceso al imponente edificio. Una aullante jauría se lanzó al interior, convencida de que iba a vencer con facilidad. Triah ya se imaginaba degollando a Sesostris y exhibiendo, luego, su cadáver a la puerta de su palacio.
Los kushitas esperaban un gran patio donde el combate cuerpo a cuerpo se decantaría forzosamente a su favor. Pero se vieron obligados a apretujarse en una especie de estrecho paso en zigzag.
Apostados por encima, al abrigo de las almenas, los arqueros egipcios dispararon tras una señal de Nesmontu.
Los escasos supervivientes respondieron, pero no lograron herir a uno solo de sus adversarios.
—¡Adelante! —aulló el príncipe, convencido de que al salir de aquella trampa entraría, por fin, en contacto con el enemigo.
Un segundo paso sucedía al primero y desembocaba en un espacio reducido cerrado por una pesada puerta.
Prisioneros en aquella nasa, los asaltantes recibieron una lluvia de mortíferos proyectiles.
Ninguno consiguió huir, pues una escuadra egipcia, que los atacaba por detrás, había levantado el puente levadizo. Triah fue el último en morir, con el cuerpo atravesado por una decena de flechas.
Shab el Retorcido se atrevió a despertar al Anunciador.
—Perdonadme, señor, pero el príncipe de Kush acaba de atacar la fortaleza de Buhen.
—¡El muy imbécil! Demasiado pronto, demasiado pronto.
—Se drogó durante horas y decidió vengarse por una requisa de asnos.
—Ese degenerado ha cometido un grave error.
—Tal vez haya tenido éxito y haya dañado seriamente las defensas enemigas.
Seguido por Bina, fresca y graciosa, el Anunciador llegó a la zona desértica cercana a Buhen.
La ciudadela parecía intacta.
Unos soldados egipcios sacaban cadáveres de kushitas y los amontonaban antes de quemarlos. El de Triah sufrió un castigo idéntico.
—Un verdadero desastre —comprobó el Retorcido, desilusionado.
El ejército nubio, con el que el Anunciador contaba para enfrentarse al de Sesostris, había sido aniquilado.
—No nos quedemos aquí, señor. Volvamos a Menfis. Allí estaréis seguro.
—Olvidas el vientre de piedra. Embriagado por su victoria, Sesostris intentará cruzarlo y conquistar los territorios que se encuentran más allá.
—¿Conseguiremos rechazar su ataque, aun con la ayuda de la leona?
—No lo dudes, mi buen amigo. Sólo es un faraón, yo soy el Anunciador. Su reinado concluye, el mío comienza. ¿Acaso un incidente tan pequeño hace vacilar tu fe?
Shab el Retorcido se avergonzó de sí mismo.
—Tengo que hacer tantos progresos aún, señor. No me lo reprochéis.
—Te perdono.
De regreso a su campamento, el Anunciador interrogó a Jeta-de-través sobre la posición de los egipcios. La mayor parte de los soldados vivían en Buhen, pero un destacamento custodiaba un islote próximo, lugar donde se reparaban barcos.
—Mata a todos los que estén allí e incendia esos navíos —ordenó el Anunciador—. Sesostris comprenderá que la resistencia está muy lejos de haberse agotado. Su intendencia quedará desorganizada y esa inesperada derrota ensombrecerá la moral de los soldados.
—Voy a divertirme —prometió Jeta-de-través, encantado de pasar a la acción.