Este mapa es inexacto —advirtió Sekari—. Nos aleja de la supuesta posición de la antigua mina. Dirijámonos al este.
De acuerdo con él, Viento del Norte asintió. A la cabeza de un destacamento de unos veinte asnos que llevaban el agua y los alimentos, se tomaba muy en serio su nuevo papel de oficial. En cuanto a su adjunto, Sanguíneo, permanecía constantemente ojo avizor.
Los altos fueron numerosos. A causa del intenso calor, hombres y animales bebían a menudo, en pequeña cantidad. La ausencia de tempestad de arena facilitaba su avance.
—Antes de partir, el rey me ha hablado de un descubrimiento de Isis: una ciudad de oro citada en un antiguo documento —le dijo Iker a Sekari—. Lamentablemente, no hay localización precisa.
—Según mis investigaciones, en esta zona sólo había una instalación minera, explotada de modo periódico y olvidada luego, cuando se agotaron los filones.
—¿Y si se tratara de una falsa información propagada por el Anunciador?
Sekari inclinó la cabeza.
—Si estás en lo cierto, quiere apartarnos de este lugar multiplicando las falsas pistas.
—Aquí asesinó al general Sepi. ¿Por qué, sólo porque se acercaba a un tesoro?
Un montón de piedras negras cerraba el camino. Estaban cubiertas de bastos dibujos que representaban demonios del desierto, alados, cornudos y con zarpas.
—Media vuelta —recomendó el decano de los prospectores.
—Nos acercamos al objetivo —objetó Iker—. Teniendo en cuenta lo aproximado del mapa, la mina sólo debe de encontrarse ya a una jornada de marcha.
—Desde hace tres años, ningún profesional ha cruzado este límite. Más allá, se desaparece.
—Tengo que cumplir una misión.
—No contéis con nosotros.
—Eso es una clara insubordinación —anotó Sekari—. Estamos en guerra, ya conoces la sanción.
—Somos seis contra vosotros dos: sed razonables.
—¡Y ahora, amenaza!
—No desafiemos la nada, regresemos a Kuban.
—Largaos tú y tus compadres. Cuando os arresten, me complacerá mandar el pelotón de arqueros que os ejecutará por cobardía y deserción.
—Los monstruos del desierto no son una chanza. El hijo real y tú estáis a punto de cometer una fatal imprudencia.
Obedeciendo las órdenes de Viento del Norte, los asnos se negaron a seguir a los desertores. La actitud amenazadora del mastín impidió que insistieran.
Sin darse la vuelta, los prospectores se alejaron.
—¡Qué se larguen! Los cobardes y los incapaces hacen fracasar las expediciones mejor preparadas.
—¿Y realmente lo está la nuestra? —se preguntó Iker.
—¿No te recomendaron varias veces que te equiparas?
El hijo real recordó las advertencias del alcalde de Kahun y las de Heremsaf, el intendente del templo de Anubis, asesinado por un esbirro del Anunciador.
—Los monstruos dibujados en esas piedras maléficas nos aguardan al otro lado —afirmó Sekari—. El Anunciador ha embrujado la región. O nos batimos en retirada, o las garras y los picos de esas criaturas nos desgarrarán. El general Sepi no retrocedió porque conocía las fórmulas que los hace inofensivos.
—¡Y, sin embargo, está muerto!
—También el Anunciador conoce esas fórmulas. Modificó el comportamiento de los monstruos y neutralizó las palabras de Sepi.
—Así pues, ¿estamos vencidos de antemano?
—¡Vuelvo al famoso equipamiento!
De una de las bolsas de cuero que llevaba Viento del Norte, Sekari sacó dos redes de pesca de malla prieta y sólida.
—¿Son ésas las redes que debemos disponer entre cielo y tierra para capturar las almas errantes de los malos viajeros? —preguntó el escriba.
—Aprenderás a utilizarlas.
—Proceden de Abydos, ¿no es cierto?
—¡Basta ya de charla, a entrenar!
Torpe primero, Iker asimiló en seguida la técnica de lanzar la red. Aun así, no dejaría de utilizar dos armas más, su cuchillo y su bastón arrojadizo.
—Apuesto por tres adversarios —indicó Sekari—. Los dos primeros atacarán de frente, el tercero por detrás.
—¿Quién se encargará de él?
—Sanguíneo. No conoce el miedo.
—¿Y si son más numerosos?
—Moriremos.
—Entonces, háblame del «Círculo de oro» de Abydos.
—Hablar es inútil. Mira cómo actúa.
Rodearon el obstáculo. Iker nunca había visto tan nervioso al mastín. A excepción de Viento del Norte, los asnos temblaban.
El ataque se produjo casi en seguida.
Cinco monstruos alados con cabeza de león. En un mismo impulso, Iker y Sekari desplegaron su red. Aprisionadas, dos de las criaturas se hirieron al debatirse, mientras Sanguíneo clavaba los colmillos en el cuello de la tercera.
Sekari se apartó justo cuando las garras de la cuarta rozaban su rostro. Tendiéndose en el suelo, Iker hundió su cuchillo en el vientre de la bestia, rodó luego hacia un lado para evitar las abiertas fauces de la quinta fiera, ebria de furor. El hijo real se puso de nuevo en pie y lanzó su bastón arrojadizo.
El arma ascendió hacia el sol, e Iker creyó que había fallado el golpe. Pero cayó con la velocidad del relámpago y destrozó la cabeza del monstruo que lo amenazaba. Se levantó un ligero viento que provocó una nube de arena.
Ni rastro de los agresores, ni de las redes, ni del cuchillo del genio guardián, ni tampoco del bastón arrojadizo.
—Pero ¿han existido? —se preguntó Iker.
—Mira las fauces del mastín —aconsejó Sekari—. Están llenas de sangre.
La cola del perro se agitaba con rapidez. Consciente de haber cumplido con su tarea, apreció las caricias de su dueño.
—¡Mis armas han desaparecido!
—Procedían del otro lado, y han regresado a él. Las recibiste para librar este combate y cruzar esta puerta. Sin tu valor y tu rapidez, habríamos sido vencidos. Sigamos la pista del general Sepi, debe de estar orgulloso de nosotros.
La mina abandonada estaba muy cerca, sus instalaciones en buen estado. Sekari exploró una galería y comprobó la existencia de un hermoso filón, e Iker descubrió un pequeño santuario. En el altar, un huevo de avestruz. Intentó levantarlo, aunque en vano, ya que era muy pesado. Tras duros esfuerzos, Sekari y él lo sacaron de la capilla.
—Rompámoslo —decidió Sekari—. Según la tradición, contiene maravillas.
Cuando Iker tomaba una piedra medio hundida en la arena, un escorpión le picó en la mano y huyó.
El agente secreto conocía los síntomas que seguirían: náuseas, vómitos, sudores, fiebre, bloqueo de la respiración y parada cardiaca. Dado el tamaño del asesino, Iker podía morir en menos de veinticuatro horas.
Sekari untó la mano herida con el bálsamo del doctor Gua y pronunció las fórmulas del conjuro.
—Escupe tu veneno, los dioses lo rechazan. Si arde, el ojo de Set quedará ciego. Arrástrate, desaparece, sé aniquilado.
—¿Tengo alguna posibilidad de vivir?
—Si te asfixias, te practicaré una incisión en la garganta.
Viento del Norte y Sanguíneo se acercaron al joven y le lamieron dulcemente el rostro, cubierto de un desagradable sudor.
—No era un escorpión ordinario —afirmó Sekari—, sino el sexto monstruo encargado de la guardia del tesoro.
Iker ya tenía dificultades para respirar.
—Le dirás… a Isis…
Bajando de las alturas del cielo, un buitre percnopterus de plumaje blanco y pico anaranjado con el extremo negro se posó junto al escriba. Cogió un sílex con el pico y golpeó la parte de arriba del huevo, que se rompió en mil pedazos; de su interior aparecieron unos lingotes de oro. Luego, el gran pájaro emprendió de nuevo el vuelo.
—Es la encarnación de Mut, cuyo nombre significa, a la vez, «muerte» y «madre». ¡Te salvarás, Iker!
Sekari puso un lingote sobre la herida.
Poco tiempo después, la respiración del escriba volvió a ser normal y cesó la sudoración.
—Es el oro curativo.
Escoltados por un centenar de soldados, un equipo de mineros reanudaba la explotación. Tras la extracción, el lavado, el pesado y la fabricación de lingotes, el oro sería enviado a Abydos en un convoy especial, perfectamente vigilado.
Recibidos como héroes, Iker y Sekari creían que su hallazgo era decisivo, pero las palabras del faraón los devolvieron a una cruel realidad.
—Habéis obtenido una hermosa victoria. Sin embargo, la guerra continúa. Aunque indispensable, el oro no basta. Su necesario complemento se oculta en plena Nubia, en aquella ciudad perdida cuyo rastro encontró Isis. También yo habría preferido regresar a Egipto, pero la amenaza sigue siendo terrible. No dejemos que el Anunciador reúna contra nosotros las tribus. Y si no apaciguamos a la terrorífica leona, ni una sola crecida será ya normal. En vez de agua regeneradora, correrá sangre.
La flota prosiguió su avance hacia el sur.
Cuando llegó a la altura del fortín de Miam[9], los soldados esperaban un recibimiento entusiasta de la guarnición.
Pero en el lugar reinaba un espeso silencio. Ni un solo defensor apareció en las almenas.
—Voy a ver —decidió Sekari, acompañado por algunos arqueros.
Su exploración duró poco.
—Ningún superviviente, majestad. Hay rastros de sangre y restos de osamentas por todas partes. También aquí desató su furia la leona.
—No nos ataca directamente, y nos atrae hacia el sur —observó Sehotep—. ¿No corremos demasiados riesgos permitiéndole que haga su juego?
—Proseguiremos —anunció el rey—. En Buhen decidiré mi estrategia.
Buhen era el puesto más avanzado de Nubia, cerrojo de la segunda catarata que impedía a los nubios lanzarse a la conquista de Egipto. Buhen, que no enviaba un mensaje desde hacía mucho tiempo.
Ansiosa, la tripulación del navío almirante se acercó al fuerte que albergaba el centro administrativo de aquel lejano paraje.
Pese a los aparentes daños, los muros resistían. En lo alto de la torre principal, un soldado agitaba los brazos.
—Podría tratarse de una trampa —temió Sekari.
—Desembarquemos —ordenó Nesmontu—. Si la puerta principal no se abre, la echaremos abajo.
Se abrió.
Una treintena de agotados infantes se arrojaron en brazos de los recién llegados y describieron a unos nubios desenfrenados, asaltos mortíferos y una leona sanguinaria. Buhen estaba a punto de caer.
—Que el doctor Gua se ocupe de esos valientes —ordenó el general—. Nosotros organizaremos la defensa.
El ejército se desplegó, rápido y disciplinado. Sesostris contemplaba el vientre de piedra de la segunda catarata.
Su gigantesco proyecto parecía irrealizable. No obstante, debía llevarse a cabo.