En tiempos normales, los fortines de Ikkur y de Kuban acogían las caravanas y a los prospectores que buscaban oro. Antaño se depositaba allí el valioso metal destinado a los templos de Egipto. Su planta era sencilla: un rectángulo compuesto por muros de ladrillos realzados con bastiones, de los que salía un paso cubierto que conducía al río. Los soldados podían obtener así agua al abrigo de las flechas de eventuales agresores.
Por encima de los establecimientos militares giraban buitres y cuervos.
—Mandaré exploradores —decidió Nesmontu.
Una decena de hombres desembarcaron en la orilla oeste, y una veintena en la orilla este, y se dispersaron corriendo hasta sus objetivos. Inspeccionando el navío reservado a los arqueros nubios, Sekari no dejaba de observarlos.
De pronto, unos aullaron, otros desgarraron las velas y varios tiradores de élite rompieron su arco.
—¡Basta ya! Calmaos inmediatamente —intervino un oficial.
Mientras circulaba entre las hileras con la intención de castigar a los más excitados, un negro alto le clavó un cuchillo entre los omóplatos.
Brotaron bestiales gritos.
Incapaz de contener por sí solo aquella revuelta, Sekari se tiró al agua y nadó hasta el navío almirante. Con la ayuda de un cabo, subió a bordo.
—Los mercenarios nubios se han vuelto locos —anunció a Iker, que había salido a su encuentro—. Debemos intervenir urgentemente.
—Enfrentarnos a uno de nuestros regimientos de élite… ¡es una catástrofe! —deploró Nesmontu.
—Si no reaccionamos con rapidez, causarán daños irreparables.
El navío amotinado se lanzaba hacia el bajel almirante.
—¡Levantaos contra el rey! —aulló el asesino—. ¡Un espíritu feroz nos anima, la victoria nos tiende sus brazos!
Sesostris colocó en un altar portátil las figuras de arcilla que Iker había moldeado, y que representaban a unos vencidos privados de piernas, con las manos atadas a la espalda. En su cabeza, una pluma de avestruz, símbolo de Maat. Diversos textos de conjuros cubrían su torso. El faraón los leyó con voz tan grave y poderosa que hizo vacilar a los asaltantes.
—Sois el llanto del ojo divino, la multitud a la que debe contener ahora para que no se vuelva perjudicial. Que el enemigo sea reducido a la nada.
Con su maza blanca, el faraón golpeó cada una de aquellas figuras y las arrojó, luego, al fuego de un brasero.
Sin embargo, el barco de los rebeldes proseguía su camino.
Los nubios bailaban y vociferaban.
Los arqueros del navío almirante adoptaron posiciones.
—Aguardad mis órdenes y apuntad bien —ordenó Nesmontu—. En el cuerpo a cuerpo, esos tipos son inigualables. ¡Y será peor aún por su grado de excitación!
El cabecilla alardeaba a proa, aullando invectivas.
Ante el general espanto, su cabeza estalló como un fruto demasiado maduro.
Las danzas se interrumpieron. La mayoría de los nubios se derrumbaron, otros zigzaguearon como marionetas desarticuladas, y cayeron luego al agua.
—Recuperemos el control de esa embarcación —exigió Nesmontu.
No muy tranquilos, algunos marinos obedecieron, sin encontrar la menor resistencia. Ni un solo soldado negro había sobrevivido.
—Embrujamiento colectivo —concluyó Sehotep.
—¿No correrán la misma suerte los demás regimientos? —preguntó Iker.
—No —respondió el rey—. Los brujos nubios, responsables de este crimen, ejercían una influencia privilegiada sobre el espíritu de esos infelices, sus hermanos de raza. Pretendían debilitar nuestro ejército.
Los exploradores regresaban.
—Ikkur y Kuban están vacíos —declaró un oficial—. Hay rastros de sangre seca por todas partes. Probablemente, las guarniciones han sido aniquiladas, pero no hay ningún cadáver.
—¿Algún indicio sobre la identidad de los agresores?
—Sólo este pedazo de lana, majestad. Debe de proceder de una túnica muy gruesa. Los nubios no llevan esta clase de vestiduras.
Sesostris frotó entre sus dedos el fragmento de tejido. Se parecía al que había descubierto en el islote de Biggeh, profanado por un demonio que se burlaba de los ritos y quería perturbar la crecida.
—El Anunciador… Él cometió esta nueva abominación y nos aguarda en el corazón de Nubia.
Todos se sobresaltaron. ¿Qué infierno iba a encontrar la expedición?
—¡Allí —advirtió un centinela—, un hombre que huye!
Un tirador de élite comenzaba ya a tensar su arco.
—Lo necesitamos vivo —exigió Nesmontu.
Varios infantes se lanzaron tras él, acompañados por Iker. Corrían demasiado de prisa, por lo que muy pronto perdieron el aliento. El calor abrasaba los pulmones y hacía vacilar las piernas. Aunque pareciese retrasarse, el hijo real no modificó su ritmo. Especialista en la larga distancia, ahorraba fuerzas sin aminorar la marcha.
Poco a poco, la distancia se redujo.
Y el fugitivo cayó, incapaz de levantarse.
Cuando Iker llegó a su altura, vio que se alejaba una víbora cornuda, de ancha cabeza, cuello estrecho y gruesa cola.
Lo había mordido en el pie, por lo que el infeliz no sobreviviría mucho tiempo.
Un joven nubio, de mirada perdida.
—¡Los dioses me han castigado! No debería haber desvalijado los cadáveres en los fortines de Ikkur y de Kuban… ¡No sabía que ella volvería para devorarlos!
—¿De quién estás hablando?
—¡De la leona, de la enorme leona! Acabó con las dos guarniciones, las flechas no la alcanzaban, los puñales no la herían…
El moribundo quería seguir describiendo la monstruosa fiera, pero su respiración se bloqueó y el corazón falló.
—El muchacho decía la verdad —afirmó Iker tras haber relatado las frases del nubio.
—La situación es mucho más grave de lo que yo imaginaba —reconoció Sesostris—. Las tribus nubias se han rebelado, conducidas por el Anunciador. Ha preparado una serie de trampas para exterminarnos y, luego, invadir Egipto. ¿Quién sino él habría despertado a la leona destructora que ningún ejército podría derribar? La Terrorífica recorre ahora el gran sur. Estamos, pues, vencidos de antemano.
—¿Existe algún medio de dominarla? —preguntó Sehotep.
—Sólo la reina de las turquesas puede apaciguarla y transformar su furor en dulzura.
—La piedra existe —recordó Iker—. Yo la extraje de las minas de Serabit el-Khadim.
—Por desgracia, ahora está en manos del Anunciador —precisó el rey.
—¡La trampa se cierra así! —observó el general Nesmontu—. Quiere atraernos hasta Buhen, o más allá incluso, hasta el punto donde se reúnen las tribus nubias. Con la ayuda de esa leona invencible, nos aplastarán. Y ese demonio ya no tendrá obstáculos ante sí.
—¿No sería mejor desandar lo andado y fortificar Elefantina? —propuso Sekari.
—Ya he conocido ese tipo de situaciones en las que la superioridad del enemigo debería haberme convencido de renunciar. Si hubiera cedido al miedo y a la desesperación, ¿qué habría sido de Egipto? Como podéis comprobar, nuestros adversarios no son sólo humanos deseosos de conquistar un territorio. Quieren destruir a Osiris, impidiendo la celebración de los misterios. Sólo su enseñanza nos permitirá actuar con rectitud.
—Mandaré de inmediato un batallón de prospectores para que recojan el máximo de jaspe rojo y cornalina —decretó el viejo general—. Cada soldado deberá tener algunos fragmentos para mantener la leona a distancia. A esa bestia le horroriza la sangre del ojo de Horus petrificada en el jaspe y la llama oculta en el corazón de la cornalina. No bastará para vencerla, y los hombres mal equipados corren el riesgo de ser devorados. Pero, al menos, podremos avanzar.
—¡Conocéis bien a esa fiera!
—A mi edad, muchacho, ya se ha danzado mucho. No me desagrada enfrentarme con ella por segunda vez, esperando lograr que se trague la cola.
—Hay un detalle que me intriga —intervino Sekari—. ¿Por qué emprenderla con los fortines de Ikkur y Kuban, y avisarnos así de los peligros que nos acechan? Hubiera sido más astuto dejarnos avanzar y atacarnos por sorpresa.
—El Anunciador prevé nuestra reacción —consideró Iker—: seguir adelante. Así pues, desea que abandonemos lo antes posible este lugar.
—¿Qué secreto puede ocultar?
—La pista del uadi Allaki conduce a una mina de oro —respondió el rey—. Y el Anunciador asesinó al general Sepi en esa pista.
—Es una mina agotada y tiene un recorrido impracticable, según los informes de los especialistas —subrayó Nesmontu.
—¿Acaso no cometen errores a menudo? —ironizó Sekari.
—Me presento voluntario para explorar el paraje —anunció Iker—. Mi profesor, el general Sepi, sin duda había efectuado un hallazgo importante.
—El objetivo último de nuestra expedición sigue siendo el descubrimiento del oro de los dioses —recordó el faraón—. En él se materializa el fuego de la resurrección. Síntesis y vínculo de los elementos constitutivos de la vida, contiene la luz que transmite los misterios de Osiris. Parte, hijo mío, y ve hasta el fin de esa pista.
—Lo acompaño —declaró Sekari.
Los dos hombres abandonaron el navío almirante.
—Pareces descontento, Nesmontu —advirtió el rey.
—Iker no pertenece al «Círculo de oro» de Abydos, pero ahora conoce algunos de sus secretos. ¿No deberíamos considerar su admisión?
—Debe recorrer un largo camino todavía, e ignoro si lo logrará.
—¿Os sentís mejor? —le preguntó Gergu a Medes.
Algo menos verdoso, el secretario de la Casa del Rey comenzaba a alimentarse de nuevo.
—Desde que ese maldito barco ha atracado, ¡parece que haya vuelto a nacer!
—El Anunciador exterminó las guarniciones de Ikkur y Kuban —murmuró Gergu—. Nuestros mercenarios nubios se han rebelado y los han matado a todos. Desesperado ya, el faraón acaba de reunir a sus íntimos. A mi entender, piensa batirse en retirada. ¡Qué humillación! El ejército quedará desmoralizado y el país debilitado.
—Trata de averiguar algo más.
Gergu divisó a Iker hablando con el doctor Gua.
—¿Te pasa algo?
—Hago una consulta antes de dar un paseo por el desierto.
—Un paseo… ¿Es ése el término adecuado? ¡Yo detesto estas soledades! ¿Acaso no están pobladas de temibles bestezuelas?
—Precisamente entrego al hijo real un remedio eficaz contra las picaduras y las mordeduras —intervino el doctor Gua.
Sal marina, juncia comestible, grasa de íbex, aceite de moringa y resina de terebinto componían un bálsamo con el que los exploradores tendrían que untarse varias veces al día.
—¿Adonde piensas ir? —preguntó Gergu.
—Lo siento, misión secreta.
—¿Y… peligrosa?
—¿No estamos en guerra?
—Sé prudente, Iker, muy prudente. ¡Ninguna pista es segura!
—He conocido cosas peores.
Gergu observó a una decena de prospectores que preparaban sus herramientas y reservas de agua y de comida. ¡Una verdadera expedición a la vista! Hacer preguntas lo habría convertido en sospechoso.
Cuando Gergu se reunió con Medes, éste redactaba el diario de a bordo.
—Un escriba de contacto me abruma con notas dispersas a las que debo dar forma. El rey decreta que se amplíen los fortines de Ikkur y de Kuban, y dobla sus guarniciones. Ni hablar de retirada.
—La flota permanecerá bloqueada aquí mientras Iker no haya regresado de una curiosa misión —reveló Gergu—. Ignoro su temor, pero parece importante.