Completamente borracho y con la cabeza cubierta por una capucha, Gergu no dejaba de llorar. Refugiado en lo alto de un cerro, se creía seguro. Como a todos, la violencia de aquella inundación lo sorprendía. Y, convencido de que quedaría muy pronto sumergido, no quería, sobre todo, mirar de frente a la muerte.
Le palmearon el hombro.
—¡Soy inocente! —aulló dirigiéndose al guardián del otro mundo, decidido a degollarlo—. He tenido que obedecer órdenes, yo…
—Cálmate —ordenó Medes—. Ya ha terminado todo.
—¿Quién… quién eres?
—¡Despierta!
Gergu se descubrió y reconoció al secretario de la Casa del Rey.
—¿Estamos… vivos?
—Sí, pero por poco.
El agua acababa de estabilizarse a dos dedos de su refugio.
La región de Elefantina se había convertido en un inmenso lago sobrevolado por miles de pájaros, del que sólo emergía la parte alta de la torre principal de la ciudadela.
Iker y Sekari remaban hasta perder el aliento hacia Biggeh, Las aguas se calmaban, las olas cesaban y daban paso a un rápido Nilo. Numerosos remolinos hacían difícil aún la navegación, pero el hijo real no podía esperar las condiciones ideales.
—El islote estaba aquí —dijo Sekari con aspecto sombrío.
La crecida había cubierto por completo Biggeh. ¿Cómo habría podido escapar Isis?
—Me zambullo —decidió el hijo real.
El agua, lodosa y opaca, se aclaraba en las profundidades. Iker se dirigió hacia un fulgor procedente de una gruta. Enrollada alrededor de la entrada, una inmensa serpiente. Al acercarse, la vio.
Recogida, Isis seguía pronunciando las fórmulas de apaciguamiento.
Al llamarla, Iker tragó agua y se vio obligado a subir a la superficie para respirar.
—¡Está viva! —gritó hacia Sekari—. Vuelvo a buscarla.
El agente secreto movió la cabeza lastimosamente.
El buceador encontró fácilmente la entrada de la gruta. Esta vez, Isis lo vio.
Cuando salió de su refugio y tomó la mano que él le tendía, la serpiente se licuó y el Nilo invadió la caverna de Hapy.
Buena nadadora, Isis aceptó sin embargo que la ayudara. Cuando se acercaron a la barca, uno junto otro, Sekari se preguntó si aquella inundación no le había enturbiado el espíritu.
—¿Sois… realmente vosotros?
—¡Ya te he dicho que Isis había sobrevivido!
La túnica de lino se ceñía a las admirables formas de la joven. Víctima de una turbación distinta, Sekari volvió la cabeza y clavó los ojos en su remo.
—Regresemos —decidió—. Y no quiero ser el único que reme.
Conmovido, Iker adoptó un ritmo infernal.
Tampoco él se atrevía a mirar a la joven sacerdotisa.
Los daños materiales eran considerables, pero sólo debían deplorar una decena de víctimas, campesinos aterrorizados que habían salido de sus refugios y las aguas los habían arrastrado.
Cuando los frutos de las perseas se abrían, celebrando el encuentro de Isis y Osiris, la población volvió al trabajo. En vez de una catástrofe, la abundancia de la crecida se había transformado en bendición. Bajo la dirección de Iker y de Sehotep, se acondicionaron nuevos islotes destinados al cultivo. Mes tras mes, las albercas de retención irían soltando el precioso líquido hasta la próxima inundación. Dada la increíble cantidad de aluviones que el Nilo había acarreado, las cosechas prometían ser excepcionales. Habría que acondicionar canales bordeados por diques y preservar zonas pantanosas, propicias a la caza, a la pesca y a la ganadería.
—Reconstruirás esta ciudad —ordenó el rey a Sarenput.
—¡Será más hermosa de lo que nunca ha sido!
—Comienza por restaurar Biggeh. Que se instalen nuevas mesas de ofrenda.
El prestigio de Sesostris llegaba a la cima. Algunos lo comparaban con los faraones de la edad de oro, y nadie dudaba de su capacidad para proteger Egipto de las calamidades. Indiferente a las alabanzas, desconfiando de los aduladores, el rey debía esa victoria sobre la magia negra del Anunciador a Osiris y a una joven sacerdotisa que no había dudado en arriesgar su vida.
El libanés iba de un lado a otro. Él, por lo general tan dueño de sus nervios, cedía a la ansiedad. En ausencia de Medes, era imposible proseguir el negocio de las maderas preciosas, tan beneficioso. Sólo el secretario de la Casa del Rey sabía corromper a los aduaneros.
Ser un simple gestor improvisado no le bastaba al libanés. Ciertamente, podría haberse contentado con sus riquezas y vivir una existencia agradable entregado a mil y un placeres. En contacto con el Anunciador, tomaba una dimensión nueva y descubría otros horizontes.
El poder… El poder de las sombras, ver sin ser visto, poner a los individuos en fichas, conocer sus opiniones y sus costumbres sin que lo supieran, tejer una telaraña, manipular marionetas. Estas ocupaciones lo embriagaban más aún que un fuerte vino. El libanés detestaba la felicidad y el equilibrio, y apreciaba plenamente su misión: socavar la capital desde el interior.
Mientras se atiborraba de dulces, el aguador solicitó verlo.
—El palacio está trastornado —le dijo—. Una terrible crecida ha destruido Elefantina. Muy pronto, las aguas asolarán todo Egipto. Dentro de quince días, como muy tarde, Menfis quedará afectada.
—¿Ha perecido el faraón?
—Se ignora, pero las víctimas deben de ser innumerables. He aquí un mensaje de Medes, es antiguo ya.
Era un texto cifrado. Hablaba de un detalle, el increíble regreso de Iker, y anunciaba lo esencial: una devastadora crecida.
El plan del Anunciador seguía desarrollándose de modo implacable. Desde Nubia conseguía provocar un cataclismo y quebrarle el espinazo al adversario antes del ataque. El pánico no tardaría en apoderarse de Menfis.
Consignas muy claras: al libanés, que despertara su organización, que aumentara la confusión y el temor, y que preparara la invasión de la capital.
La reina de Egipto devolvió algo de calma a la corte, presa de alarmantes rumores.
—Dejad de comportaros como miedosos —exigió a los principales responsables del Estado, reunidos en palacio—. Las Dos Tierras son gobernadas, el visir asume sus funciones y yo las mías.
—Majestad —se inquietó el archivero jefe—, ¿ha sucumbido el rey Sesostris?
—De ningún modo.
—¡No tenéis prueba alguna de que haya sobrevivido al desastre!
—Durante varios días, el río no será navegable. Luego recibiremos noticias concretas.
—¡Todos los habitantes de Elefantina se han ahogado! Muy pronto, nosotros conoceremos la misma suerte.
—Las olas no han alcanzado aún la región tebana, el visir está tomando las precauciones necesarias. Se reforzarán los diques y las presas.
—¿No son irrisorias esas medidas?
—¿A qué viene esa falta de confianza? —intervino Khnum-Hotep—. El trono de los vivos no vacila, la ley de Maat sigue en vigor.
—Que cada cual permanezca en su puesto —ordenó la reina—. Cuando sepa algo más, os convocaré de nuevo.
Un consejo restringido se reunió en seguida.
—¿Hay mensajes procedentes de Abydos? —preguntó la soberana a Senankh.
—La salud del árbol de vida es estacionaria, majestad.
—Sobek, ¿reina la calma en Menfis?
—Sólo en apariencia, majestad. La inminencia de esta catástrofe provocará el despertar de la organización durmiente. Mis hombres se hallan en estado de alerta.
—Senankh, ¿qué cantidad de reservas de alimentos tenemos?
—Soportaríamos dos años de hambruna.
—Es inútil engañarnos —estimó Khnum-Hotep—. Esta crecida no tiene nada de natural. Sólo el demonio que desea la muerte de la acacia ha podido agravarla para destruir buena parte del país. La casi totalidad de nuestro ejército, agrupado en Elefantina, tal vez haya sido aniquilado. En ese caso, sólo Abydos goza aún de cierta protección.
—Dicho de otro modo —advirtió Senankh—. Menfis se convierte en una presa fácil.
—¡Olvidáis mis policías! —protestó Sobek.
—Pese a su valor, no podrían detener un ataque de guerreros nubios —deploró el visir—. La invasión nos amenaza desde hace mucho tiempo. La creíamos contenida, gracias a los fortines diseminados entre la primera y la segunda catarata, pero su número se demuestra insuficiente. El enemigo, por desgracia, lo ha comprendido.
—Sesostris no ha desaparecido —afirmó la reina—. Siento su presencia.
—¿A quién le toca? —preguntó el peluquero itinerante.
Un pesado mocetón salió de la fila de espera y se sentó en el taburete de tres patas.
—Muy corto en el cuello y las orejas libres.
—¿El bigote?
—Decreciente.
—¿Te gusta el verano en Menfis?
—Prefiero la primavera en Bubastis.
Dichas las frases de reconocimiento, los dos libios, miembros de la organización del libanés, podían hablar con toda confianza. Los futuros clientes estaban bastante alejados, charlando o entregados a algunos juegos de sociedad.
—Salimos del sueño —anunció el peluquero.
—¿Un nuevo transporte de mercancías?
—No, acción directa.
—¿Un nuevo ataque al palacio?
—Imposible, no sorprenderemos a Sobek por segunda vez. Hace varias semanas que estudiamos en vano su dispositivo de seguridad. No tiene fisuras.
—¿Nuestra misión?
—La crecida provocará graves daños en la capital. Todos los habitantes serán movilizados para reforzar los diques, incluidos los policías. Si la situación evoluciona favorablemente, el Anunciador traerá hasta aquí sus tropas nubias. Nosotros debemos desorganizar la defensa de la ciudad.
—¿De qué modo?
—Arrebatando a los menfitas cualquier ilusión de seguridad.
—Hermoso programa —reconoció el mocetón—. Me gustaría tener detalles concretos.
—Vamos a atacar un puesto de policía.
—¡Estás loco!
—Ordenes del patrón.
—Entonces, él es el loco.
—Al contrario, Sobek no espera semejante atrevimiento. Quedará humillado, tal vez sea despedido y la ciudad entera se sentirá desamparada.
—¡Los policías se defenderán!
—Si preparamos bien nuestra intervención, no les daremos tiempo para hacerlo. Otra consigna: no dejar supervivientes.
—Eso es demasiado arriesgado.
—Ya he descubierto el puesto de policía más vulnerable, en el arrabal norte: sólo hay una decena de hombres, dos de ellos chupatintas y cuatro viejos. Al amanecer, antes del relevo, estarán cansados y sólo pensarán en su desayuno.
—Visto de ese modo…
—Tras el éxito de esta operación, los propios policías estarán atemorizados.