27

El Anunciador se alimentaba de la formidable energía del vientre de piedra. Se convertía en cada remolino, cada furioso asalto de los rápidos contra la roca. Sentada a sus pies, silenciosa, Bina contemplaba el impresionante espectáculo con la mirada vacía.

A veces, según el viento, se percibían retazos de la justa oratoria a la que se entregaban los magos nubios.

Finalmente, tras largas horas de intensas discusiones, el anciano de pelo blanco apareció de nuevo.

—No hemos decidido ayudarte, sino expulsarte de nuestro territorio —le dijo al Anunciador, que no manifestó sorpresa ni indignación.

—Pero no todos erais de la misma opinión, al parecer.

—El más hábil de todos nosotros, Techai, ha votado incluso en tu favor. Prevalece la mayoría, y lo ha aceptado.

—¿No ha sido decisivo tu voto?

El anciano pareció irritado.

—He ejercido mi privilegio de decano y no lo lamento.

—Cometes un grave error, reconócelo. Convence a tus amigos de que cambien de opinión y me mostraré indulgente.

—Es inútil que insistas: abandona de inmediato Nubia.

El Anunciador dio la espalda al anciano.

—El vientre de piedra es mi aliado.

—Si te obstinas, morirás.

—Si te atreves a meterte conmigo y con mis fieles, me veré obligado a castigaros.

—Nuestra magia dominará a la tuya. Si te empecinas, intervendremos esta misma noche.

Golpeando el suelo con su bastón, el anciano se reunió con los suyos.

—¿Deseáis que os libre de ese hatajo de negritos? —preguntó Jeta-de-través.

—Necesito parte de ellos.

—¿Realmente son temibles? —quiso saber Shab el Retorcido.

—Seguid escrupulosamente mis instrucciones y no os alcanzarán. Durante tres días y tres noches, los nubios ocultarán los ojos del cosmos, el sol y la luna. En vez de su fulgor habitual, nos mandarán ondas mortales. Cubríos con túnicas de lana. Si la menor parcela de carne queda expuesta, os devorará el fuego. El crepitar del incendio os aterrorizará y creeréis abrasaros en una hoguera. No intentéis mirar ni huir. Simplemente, permaneced inmóviles hasta que vuelva la calma.

—¿Y vos, señor? —se inquietó Shab.

—Yo seguiré escrutando el vientre de piedra.

—¿Estáis seguro de que no tenemos nada que temer de esos nubios?

La mirada del Anunciador se endureció.

—Yo se lo enseñé todo. Antes de que se aflojaran y se comportaran como cobardes, yo estaba aquí. Cuando mis ejércitos caigan sobre el mundo, mañana, pasado mañana, dentro de algunos siglos, yo seguiré aquí.

Ni siquiera Jeta-de-través jugó a hacerse el bravucón y respetó las instrucciones al pie de la letra. El Anunciador en persona protegió a Bina con dos túnicas sólidamente atadas con cinturones.

En cuanto cayó la noche, los nubios iniciaron su ofensiva.

Brotando del promontorio donde se encontraba el Anunciador, una llama lo envolvió antes de propagarse a gran velocidad. Su crepitar cubrió el estruendo de la catarata. Los cuerpos de los fieles desaparecieron en el incendio, y la roca enrojeció. Negras nubes cubrieron la naciente luna.

El suplicio continuó durante tres días y tres noches.

Uno solo de los adeptos, al perder la esperanza, se libró de la ropa y corrió. Pero una lengua de fuego se enrolló en sus piernas, que se abrasaron en pocos segundos. Luego su torso y su rostro quedaron reducidos a cenizas.

Finalmente brilló de nuevo el sol. El Anunciador desanudó los cinturones y liberó a Bina.

—Hemos triunfado —proclamó—. Levantaos.

Agotados, huraños, los discípulos sólo tuvieron ojos para su maestro.

Tenía el rostro calmo y descansado, como si saliera de un sueño reparador.

—Castiguemos a esos imprudentes —decidió—. No os mováis de aquí.

—¿Y si los negritos atacan? —preguntó Jeta-de-través, impaciente por montar una buena.

—Voy a buscarlos.

El Anunciador llevó a Bina tras una enorme roca batida por las aguas, al abrigo de las miradas.

—Desnúdate.

En cuanto estuvo desnuda, él le acarició la espalda, que se tornó del color de la sangre. Su rostro se convirtió en el de una leona con los ojos llenos de llamas.

—Tú, la Terrorífica, castiga a esos infieles.

Un rugido petrificó a todos los seres que vivían en un ancho perímetro, hasta el fuerte de Buhen. La fiera corrió.

El primero en morir fue el anciano de pelo blanco. Incrédulo ante el fracaso de los mejores brujos de Nubia, los exhortaba a repetir la ocultación de las luminarias cuando la leona lo hizo callar aplastándole el cráneo con las mandíbulas. Algunos audaces intentaron pronunciar palabras de conjuro, pero la exterminadora no les dio tiempo a formularlas. Destrozó, desgarró y pisoteó.

Sólo cinco nubios escaparon de sus zarpas y sus colmillos.

Cuando el Anunciador le mostró la reina de las turquesas, la leona se calmó. Poco a poco, volvió a aparecer una magnífica y joven mujer morena, de cuerpo ágil y delicado, que el Anunciador se apresuró a cubrir con una túnica.

—Adelántate, Techai, y prostérnate ante mí.

Alto, flaco y con el cuerpo lleno de tatuajes, el brujo obedeció.

—Techai… ¿Tu nombre significa «el desvalijador»?

—Sí, señor —murmuró con voz temblorosa—. Tengo el don de arrebatar las fuerzas oscuras y utilizarlas contra mis enemigos. Voté por vos, pero la mayoría no me escucharon.

—Tú y quienes te imitaron habéis sido respetados.

Los supervivientes se prosternaron a su vez.

Con los ojos de un rojo vivo, el Anunciador agarró a uno de ellos por el pelo y le arrancó el taparrabos.

Viendo su sexo, no cabía duda.

—¡Casi no tiene pechos, pero es una mujer!

—¡Os serviré, señor!

—Las hembras son criaturas inferiores. Permanecen toda su vida en la infancia, no piensan sino en mentir, y deben estar sometidas a su marido. Sólo Bina, la reina de la noche, está autorizada a ayudarme. Tú eres tan sólo una tentadora impúdica.

La hechicera besó los pies del Anunciador.

—Techai, lapídala y quémala —ordenó.

—Señor…

Una mirada colmada de asco hizo comprender al nubio que no tenía otra opción.

El y sus tres acólitos recogieron piedras.

La infeliz intentó huir, pero el primer proyectil le golpeó en la nuca; el segundo, en los riñones.

Sólo se levantó una vez intentando, en vano, protegerse el rostro.

Sobre su cuerpo ensangrentado, animado aún por algunos espasmos, los cuatro nubios arrojaron ramas secas de palmera.

El propio Techai les prendió fuego.

Temblorosos aún, los brujos sólo pensaban en sobrevivir. Techai intentaba recordar dos o tres fórmulas de conjuro que, por lo general, inmovilizaban a los peores demonios. Cuando vio que el Anunciador se restauraba con sal mientras lo miraba con sus ojos rojizos, admitió su derrota y comprendió que el menor intento de rebelión lo conduciría a la aniquilación.

—¿Qué esperáis de nosotros, señor?

—Anunciad mi victoria a vuestras respectivas tribus y ordenad que se reúnan en algún lugar inaccesible para los exploradores egipcios.

—Nunca se aventuran por aquí. Y, en cuanto a nuestros jefes, respetan la magia. Después de vuestras hazañas, incluso Triah, el poderoso príncipe de Kush, se verá obligado a concederos su estima.

—No me basta. Exijo su obediencia absoluta.

—Triah es un hombre orgulloso y sombrío…

—Resolveremos ese problema más tarde —prometió el Anunciador con voz suave—. Vuelve con comida y mujeres. Ellas sólo saldrán de sus chozas para complacer a mis hombres y cocinar. Luego te hablaré de mi estrategia.

Al ver correr a los brujos nubios, Jeta-de-través se mostró escéptico.

—Sois demasiado indulgente, señor. No volveremos a verlos.

—Claro que sí, amigo mío, y te sorprenderá su diligencia.

El Anunciador no se equivocaba.

Encabezando un pequeño ejército de guerreros negros, Techai reapareció dos días más tarde, visiblemente cansado.

—He aquí ya cuatro tribus decididas a seguir al mago supremo —declaró—. El príncipe Triah ha sido advertido, no dejará de enviaros un emisario.

Jeta-de-través examinó la musculatura de los nubios, armados con azagayas, puñales y arcos.

—No está mal —reconoció—. Esos mocetones tendrían que ser buenos reclutas, siempre que resistan mis métodos de entrenamiento.

—¿Y la manduca? —preguntó Shab el Retorcido.

Techai indicó por signos a los porteadores que se adelantaran.

—Cereales, legumbres, fruta, pescado seco… La región es pobre. Os entregamos lo mejor.

—Pruébalo —ordenó el Retorcido a un porteador.

El hombre tomó un poco de cada alimento.

No era comida envenenada.

—¿Y las mujeres? —preguntó Jeta-de-través, goloso.

Eran veinte. Veinte espléndidas nubias, muy jóvenes, con los pechos desnudos, apenas cubiertas con un taparrabos de hojas.

—Venid, hermosas, os construiremos una espaciosa residencia. Yo seré el primero en hincaros el diente.

Mientras Shab organizaba el campamento, lejos del fuerte de Buhen, el Anunciador llevó a los brujos junto al hirviente corazón de la catarata.

Incluso para ellos, el calor resultaba casi insoportable.

—Según el estado del río y las advertencias de la naturaleza, ¿qué tipo de crecida prevéis?

—Fuerte, muy fuerte incluso —respondió Techai.

—Eso nos facilitará la tarea, pues. Dirigiendo nuestros poderes al vientre de piedra, provocaremos la furia de una riada devastadora.

—¿Queréis… queréis sumergir Egipto?

—En vez de un Nilo fecundador que cubra las sedientas riberas, un torrente arrasará ese maldito país.

—Dura tarea, pues…

—¿Acaso sois incapaces de hacerlo?

—¡No, señor, no! Pero podemos temer los efectos posteriores.

—¿Acaso no sois la élite de los magos? Deseáis expulsar al ocupante y liberar vuestro país, por lo que el Nilo no se volverá contra vosotros. Y no es ésa la única arma que vamos a utilizar.

Techai aguzó el oído.

—¿Tenéis acaso… una especie de seguridad?

El Anunciador se mostró meloso.

—Cierto número de nubios sirven como arqueros en el ejército enemigo, ¿no?

—¡Son unos renegados, unos vendidos! En vez de permanecer en su casa y combatir por su clan, prefirieron unirse al enemigo y llevar una vida fácil.

—Ilusoria ventaja —afirmó el Anunciador—. Les haremos pagar esta traición desorganizando las filas egipcias.

—¿Acaso sois capaz de destruir el fuerte de Buhen?

—Pero ¿es que crees que unas simples murallas van a detenerme?

Consciente de haber proferido un insulto, Techai agachó la cabeza.

—Nos comportamos como un pueblo sometido desde hace demasiado tiempo… ¡Gracias a vos, recuperamos la confianza!

El Anunciador sonrió.

—Preparemos el despertar del vientre de piedra.