23

A unos pocos pasos de una entrada secundaria del palacio, los guardias detuvieron a un extraño cuarteto formado por Sekari, un pobre tipo de repugnante suciedad, un asno de impresionante musculatura y un terrorífico mastín.

—Llamad al Portador del sello real —exigió Sekari.

Sehotep aceptó examinar la situación.

—Se dice que tu barbero es el mejor de Menfis —afirmó el agente especial—. Mi amigo necesita sus servicios.

—Tu amigo… ¿quién es?

—¿No lo reconoces?

—¿Puedo… acercarme?

—No huele muy bien, te lo advierto.

Dudando, Sehotep examinó al piojoso.

—¡Imposible! ¡No será…!

—Sí, pero hay que ponerlo en condiciones.

—Venid a casa.

Entre Viento del Norte y Sanguíneo había una franca camaradería. Dado su tamaño, el asno consideraba al perro como un interlocutor válido. Al ayudar a Iker a salir de la cárcel, el mastín acababa de demostrar que podía entrar en el círculo de los íntimos. Por su parte, Sanguíneo comprendía que el escultural cuadrúpedo era, a la vez, una cabeza que pensaba y el más antiguo amigo de Iker, por lo que ejercía un derecho de prioridad durante las discusiones. Resueltos estos problemas de protocolo, juntos velarían por el hijo real.

Mientras degustaban, uno junto a otro, una buena comida servida por uno de los domésticos de Sehotep, el barbero examinaba a su cliente con circunspección. Había conocido ya casos difíciles, pero ése los superaba a todos, ¡y con gran diferencia!

Eligió su navaja de bronce más afilada, de unos dieciséis centímetros de largo y cinco de ancho. Tenía una forma pentagonal alargada, dos lados convexos y tres cóncavos. Los dos primeros presentaban unas cortantes aristas, que debían utilizarse con prudencia. Tomando el mango de madera fijado a la navaja propiamente dicha por varios remaches de cobre, el barbero llevó a cabo una primera valoración.

—Melena sin demasiados remolinos, pelo flexible, de buena calidad… Tal vez consiga arreglar este desastre.

Agua caliente, espuma jabonosa, loción que calmaba la irritación del afeitado, corte de pelo elegante, adaptado a la forma del rostro: Iker gozó de los atentos cuidados de un gran profesional, decidido a realizar su obra maestra.

—Espléndido —afirmó Sekari—. Estás mucho más seductor que antes de tu partida hacia Canaán. ¡Barbero, eres un genio!

El artista se ruborizó de satisfacción.

—La belleza no basta —recordó Sehotep—, también es necesaria la salud. Tras tan largo viaje, te pongo en las expertas manos de mi masajista personal.

En la espalda, las nalgas y las piernas de Iker, el técnico extendió un gran ungüento protector, compuesto por polvo de cilantro, harinas de haba y trigo, sal marina, ocre y resina de terebinto. Luego dio flexibilidad a cada fibra muscular antes de remodelar aquel castigado cuerpo.

Al cabo de una hora de tratamiento, el escriba se sintió revitalizado. Los dolores y las contracturas desaparecieron, y la energía circuló de nuevo.

—Ya sólo queda vestirte de acuerdo con tu rango —decretó Sehotep, entregando al hijo real un taparrabos, una túnica y unas sandalias.

¿Cómo debían reaccionar los guardias de palacio, cuidadosamente elegidos por Sobek? Ciertamente, impedir el paso a Sehotep les crearía serios problemas. Pero el hijo real Iker, si realmente se trataba de él, no estaba autorizado a cruzar el cordón de seguridad.

—Llamad a vuestro jefe —exigió el Portador del sello real.

El Protector no tardó.

—¿Reconoces a Iker, supongo? —preguntó Sehotep con ironía—. Aunque tal vez ya no se parezca al temible cananeo que tú has encerrado en la prisión.

—Ese criminal sólo tiene una idea en la cabeza: asesinar al faraón Sesostris. Al creer en sus mentiras, estás poniendo en peligro la vida del rey.

Iker desafió al jefe de la policía.

—Te equivocas, Sobek. Por el nombre del faraón, te juro que te equivocas. Debo comunicarle los resultados de mi misión. Toma todas las medidas de precaución necesarias, pero piensa primero en Egipto.

La decisión de Iker hizo dudar al Protector.

—Sígueme.

—Acompañamos a Iker —decidió Sehotep—. Podrías sentirte tentado a olvidarlo en alguna celda.

Sobek se encogió de hombros.

—El Portador del sello real tiene razón —aprobó Sekari—. Nunca se es excesivamente prudente ante la arbitrariedad.

A la entrada de los aposentos reales, el general Nesmontu.

—Su majestad recibirá a Iker cuando haya sido purificado.

El hijo real fue llevado al templo de Ptah. Un sacerdote lo desnudó, le lavó las manos y los pies, y lo introdujo luego en una capilla donde sólo brillaba una lámpara.

Senankh y Sehotep se colocaron uno a cada lado del joven.

Ante él, el visir Khnum-Hotep.

—Que el agua de la vida purifique, reúna las energías y refresque el corazón del ser respetuoso de Maat —declaró.

Los dos ritualistas elevaron un cuenco por encima de la cabeza de Iker, y de él brotó un flujo de luz que envolvió el cuerpo del joven.

Iker recordó el ritual celebrado en la tumba de Djehuty y las palabras del general Sepi: «Deseabas conocer el “Círculo de oro” de Abydos, míralo actuar.»

Hoy, gozando de un increíble privilegio, el hijo real se encontraba en el lugar de Djehuty.

¿Le entreabría su puerta la cofradía? Intentando olvidar esa pregunta, el escriba disfrutó de un baño de ondas suaves y regeneradoras al mismo tiempo.

El general Nesmontu entregó al hijo real el cuchillo del genio guardián.

—Estaba convencido de que volverías. No vuelvas a separarte de esta arma.

El visir Khnum-Hotep puso al cuello del muchacho un fino collar de oro del que colgaba un amuleto que representaba el cetro «Potencia».

—Que su magia te proteja y te conceda el valor de los justos.

Sekari, sonriente, avanzó a su vez.

—He aquí tu material de escriba, amigo mío, no falta ni un pincel.

Iker valoró aquellas pequeñas satisfacciones y, más aún, la confianza de la que se beneficiaba. Pero ¿cómo ser feliz cuando Sekari le hubo descrito la tragedia de Menfis?

—Su majestad nos aguarda —indicó el visir.

Iker habría querido revelarle al monarca la inmensa alegría que sentía al volver a verlo, pero la solemnidad de la sala del consejo no se prestaba a ello. Lejano, severo, el rey había envejecido. Sin embargo, el gigante seguía inquebrantable, y en su mirada no podía leerse la menor debilidad.

El hijo real relató detalladamente sus aventuras, sin omitir sus temores, sus errores ni su sentimiento por no haber obtenido indicio alguno en cuanto al asesino del general Sepi. No habló de Isis. Sólo ella sabría hasta qué punto lo había ayudado.

Sobek el Protector no dejó de hacer mil y una preguntas, con la esperanza de que Iker se contradijera. Pero el muchacho no se desconcertó, y Nesmontu confirmó la mayor parte de sus declaraciones.

—¿Qué concluyes? —preguntó el monarca.

—La región sirio-palestina es una trampa, majestad. El Anunciador ya no reside allí, quiere atraer nuestro ejército e inmovilizarlo lejos de Egipto, donde seguirá propagando la desgracia. Ese demonio sabe que los cananeos son incapaces de librarnos una auténtica guerra, y más aún de vencer. Se limitarán a operaciones de guerrilla para agotar a nuestros soldados, cuya masiva presencia resultará inútil.

—Estábamos a punto de lanzar una gran ofensiva —reveló Nesmontu.

—La región seguirá siendo incontrolable —afirmó Iker—, y no aceptará la ley de Maat. Las tribus no dejarán de enfrentarse y de lacerarse, las alianzas no dejarán de fluctuar, los ladrones y los mentirosos no dejarán de disputarse el poder. Por muy generosos que sean, los intentos de transformación de las mentalidades fracasarán. Bástenos imponer una frágil paz en las principales ciudades, como Siquem, y prevenir cualquier intento de invasión consolidando los Muros del Rey.

—Eso sería como renunciar a nuestra soberanía —masculló Sobek.

—No existe y nunca existirá. El Anunciador lo ha comprendido e intenta atraparnos en esa nasa.

—¡He ahí las palabras de un colaborador de los cananeos! —exclamó el Protector—. ¿No demuestra eso su doblez?

—Al contrario —intervino Sehotep—. Comparto esa opinión desde hace mucho tiempo, pero me faltaba algo para apoyarla. Iker acaba de proporcionar los elementos necesarios.

—¿No aboga el general Nesmontu por la invasión de la región sirio-palestina y por una guerra total?

—A falta de algo mejor y, sobre todo, para interceptar al Anunciador —aceptó el viejo soldado—. Si ha abandonado la región, un despliegue de fuerzas sería evidentemente inútil. Que las tribus se devoren entre sí, ¡mejor para nosotros! ¿Qué mejor prevención contra la eventual formación de un ejército cananeo? Si algunos potentados, pagados por nosotros, fomentaran disturbios locales, Egipto se beneficiaría de ello. Me parece que ha llegado la hora de adoptar esta nueva estrategia. Requerirá tiempo, pero no dudo de su eficacia.

—La principal pregunta sigue sin respuesta —deploró Senankh—: ¿dónde se oculta el Anunciador? ¿Y estamos seguros de que ha cometido estos abominables crímenes? Si es así, ¿no los habría reivindicado de un modo u otro?

—Su firma es la propia magnitud del desastre —consideró el visir—. ¿Quién sino el agresor de la acacia de Osiris pudo concebir y llevar a cabo semejante proyecto?

Senankh temía aquella respuesta, pero tuvo que rendirse a la evidencia.

—¿Realmente no has obtenido indicio alguno sobre la madriguera del Anunciador? —preguntó Sehotep a Iker.

—Lamentablemente, no. La mayoría de los cananeos y de los sirios lo consideran una sombra terrorífica, un espectro al que se obedece, so pena de terribles represalias. La fabulosa idea del Anunciador es convertirse en dueño absoluto de los adversarios de Maat y de Egipto, penetrando en su espíritu. Ni siquiera necesita aparecer para convencerlos. Lo repito: la región sirio-palestina es sólo una trampa. El Anunciador abandonará a sus protegidos a su suerte, para provocar en otro lugar devastadores disturbios. Y ese «otro lugar» comenzaba en Menfis.

—Controlamos la capital —afirmó Sobek.

—Esperémoslo —dijo Sehotep—. ¿Y las demás ciudades?

—Los decretos reales pondrán en estado de alerta a los alcaldes —prometió el visir—. Puesto que los efectivos locales son insuficientes, garantizar la seguridad exige una presencia militar en el conjunto del territorio. Decisión inevitable: o Nesmontu peina la región sirio-palestina o se encarga de la protección de las Dos Tierras.

—Al regresar de su misión, el hijo real nos facilita la respuesta —decidió el faraón—. Queda por aclarar un punto: la actitud de Sobek.

—Considero haber actuado correctamente al encarcelar a un sospechoso, majestad.

—¿Consideras injusto tu encarcelamiento? —preguntó el monarca a Iker.

—No, majestad. Apruebo la decisión del jefe de la policía. Ahora, que examine la realidad de los hechos y se libre de sus prejuicios. Uno de los planes del Anunciador acaba de ser desbaratado, pero aún estamos lejos de la victoria. Sólo la obtendremos si permanecemos unidos.

—Manos a la obra —ordenó Sesostris—. Que mañana mismo se me presente un plan de protección de las Dos Tierras.

Medes estaba aterrorizado.

¡Iker vivía! ¿Cómo había podido escapar solo de los cananeos y los sirios? Su convocatoria ante el gran consejo permitía suponer graves acusaciones. Si su testimonio no era convincente, el escriba lamentaría haber regresado a Egipto: como consecuencia de la tragedia de Menfis, las sanciones serían graves. La duración de la reunión incitaba al optimismo. A Sobek el Protector no le gustaba Iker, y tenía el peso suficiente para obtener la alianza de la Casa del Rey y conseguir una severa condena. Finalmente, Senankh salió de la sala del consejo.

—Si tu administración es realmente eficaz, querido Medes, ahora tienes ocasión de demostrarlo. Un decreto real, mensajes oficiales, cartas confidenciales a las autoridades locales, órdenes a las guarniciones… ¡y todo con la mayor rapidez!

—Contad conmigo, gran tesorero. ¿Cuál es el objetivo prioritario?

—Poner Egipto a salvo de los terroristas.