Iker estaba irreconocible. Tan mal afeitado como un habitante de las ciénagas, sucio, y con un polvoriento taparrabos, habría horrorizado a cualquier dignatario de la corte.
Su regreso a Egipto no se correspondía con sus esperanzas. Desde la fortaleza principal de los Muros del Rey, una patrulla lo había llevado a Menfis y, sin someterlo a interrogatorio, había sido arrojado a una celda en la prisión del arrabal norte. Indiferente a sus protestas, el guardián se negaba a dirigirle la palabra y se limitaba a llevarle, una vez al día, tortas frías y agua.
¿Quién ordenaba que lo mantuvieran incomunicado?
Iker comenzaba a hacer planes de evasión cuando la puerta de madera se abrió de pronto.
En el umbral apareció Sobek el Protector.
—¿De modo que afirmas ser el hijo real?
El escriba se incorporó.
—Aunque no esté muy presentable, debes de reconocerme de todos modos.
El jefe de todas las policías del reino dio algunas vueltas alrededor del prisionero.
—Francamente, no. Aquí encarcelamos a los desertores, a quienes intentan escapar del trabajo forzado y a los extranjeros en situación irregular. ¿A qué categoría perteneces tú?
—Soy el hijo real Iker y lo sabes muy bien.
—Conocí a ese joven en la corte, y no te le pareces. El infeliz murió en alguna parte de la región sirio-palestina.
—¿Nadie recibió mi mensaje?
—Una falsificación, evidentemente. O tal vez una trampa para atraer a nuestro ejército hacia una emboscada.
—Deja ya esa comedia, Sobek, y llévame ante su majestad. Tengo informaciones muy importantes que comunicarle con toda urgencia.
—Las divagaciones de un rebelde no divertirán a nuestro soberano. En vez de gastar saliva profiriendo mentiras, dime por qué la emprendiste con los Muros del Rey.
—¡No seas ridículo! Conseguí sobrevivir escapando de los sirios y los cananeos, y quiero facilitar a mi padre los resultados de mi misión.
Con una irónica sonrisa en los labios, Sobek se cruzó de brazos.
—Ni el más valeroso de los héroes habría regresado de aquel infierno; sólo hay dos posibilidades: o eres un terrorista que intenta hacerse pasar por el hijo real Iker para asesinar al faraón o eres realmente Iker, es decir, un traidor con las mismas intenciones. Debes elegir tu identidad antes de ser condenado a trabajos forzados hasta el final de tus días.
Y el Protector salió de la celda dando un portazo.
Tras haber curado a numerosos heridos, la mayoría de los cuales sobrevivirían a sus heridas, Isis se disponía a subir al barco con destino a Abydos cuando Viento del Norte soltó una serie de desgarradores rebuznos. Inmóvil, se negó a cruzar la pasarela.
Isis lo acarició.
—¿Estás enfermo?
«No», respondió el asno levantando la oreja izquierda.
—Tenemos que marcharnos, Viento del Norte.
«No», insistió el cuadrúpedo.
—¿Qué quieres?
Viento del Norte dio media vuelta y tomó la dirección de palacio. Isis apresuró el paso por miedo a perderlo. Cerca de los edificios oficiales, el animal venteó largo rato la atmósfera. Luego se lanzó al galope, obligando a los viandantes a apartarse.
La sacerdotisa fue incapaz de seguirlo.
—¿Problemas? —preguntó Sekari, que asumía discretamente la seguridad de la muchacha.
—Viento del Norte se niega a regresar a Abydos. Es la primera vez que se comporta de un modo tan extraño.
—¿Le habéis preguntado por qué?
—No he tenido tiempo.
—A mí se me ocurre algo.
Gracias a los testimonios de los paseantes, Sekari encontró el rastro del asno.
—¿No hay ninguna pista aún, Sobek?
—Si tuviera una, Sekari, su majestad sería informado prioritariamente. ¿Y por tu parte?
—Al parecer, un bandido cananeo acaba de ser encarcelado en la prisión del arrabal norte. Me gustaría interrogarlo.
—¿Por qué razón?
—Por mi propia investigación.
—Lo siento, el bribón está incomunicado. Sólo el visir podría haberte autorizado a verlo. No estoy seguro de que esté en condiciones de intervenir.
—¿Qué le sucede a Khnum-Hotep?
—Lleva, pues, a cabo tu propia investigación —dijo, ignorando su pregunta.
Sekari acudió de inmediato a palacio, donde encontró a Sehotep, visiblemente nervioso.
—El rey ha convocado al visir —reveló.
—¿Sabes por qué?
—Por el rostro descompuesto de Khnum-Hotep, imagino que hay graves problemas.
Frente a su visir, Sesostris leyó en voz alta el informe del comandante del puesto de Abydos que Sobek el Protector había transmitido al monarca.
—¡Los sellos de mi administración utilizados por un asesino! Nada más abyecto podía afectarme, majestad. Naturalmente, os presento de inmediato mi dimisión. Antes de retirarme a mi provincia natal, si me concedéis ese postrer privilegio, permitidme que os haga una pregunta: ¿habéis considerado, por un solo instante, mi culpabilidad?
—No, Khnum-Hotep. Y seguirás en tu puesto durante este tormentoso período durante el que todos los servidores de Maat deben pensar sólo en la supervivencia del país.
Conmovido, y aparentando por primera vez su verdadera edad, el viejo visir fue tan sensible a esta muestra de confianza que se juró no ahorrar ni una sola onza de sus fuerzas y cumplir del mejor modo su función.
—Soy culpable de negligencia —reconoció—, pues esos sellos eran demasiado fáciles de imitar y de usar. En adelante, yo seré el único que los utilice. Ni mis más próximos colaboradores tendrán ya acceso a ellos.
—¿Es difícil, o imposible, identificar al ladrón?
—Por desgracia, sí, majestad. Ha sido necesario que ocurriera este desastre para que yo sea consciente de un laxismo del que me considero único responsable.
—Remachar los errores pasados no te llevará a ninguna parte. Impide que el adversario explote de nuevo tus debilidades y haz que la administración visiral sea ejemplar.
—Contad conmigo, majestad.
Sekari encontró a Khnum-Hotep envejecido y preocupado, pero no se anduvo por las ramas.
—Necesito una autorización.
—¿De qué tipo?
—Deseo entrevistarme con un prisionero.
—Sobek te la entregará.
—Se niega.
—¿Por qué razones?
—La identidad del prisionero debe seguir en secreto.
—¿Y si te explicaras, Sekari?
—Me explicaré cuando haya interrogado al hombre.
—Tozudo como eres, no renunciarás antes de haber obtenido esa autorización.
—En efecto.
Sekari, con el valioso documento en la mano, corrió hasta la prisión ante la que se había echado Viento del Norte. Nadie había podido lograr que se moviera de allí. Y si se comportaba así, Iker no debía de andar lejos.
Los miembros de la Casa del Rey habían escuchado atentamente el informe detallado de Sobek el Protector, que no eludía ninguno de los aspectos de la tragedia. Gracias a los equipos de Sehotep, las heridas de los edificios pronto curarían, pero no las de los humanos. Dado el imponente número de policías y soldados desplegados por toda la ciudad, los temores comenzaban, sin embargo, a desvanecerse, tanto más cuando centenares de escribas controlaban cada producto que los ciudadanos utilizaban.
—Conocemos el modo de actuar de los terroristas —precisó Sobek—. Tras haber asesinado a varios proveedores, ocuparon su lugar. Los clientes no desconfiaron.
—El láudano no es un producto ordinario —intervino Senankh.
—Ciertamente, y esperaba poder tirar del hilo siguiendo el rastro de su entrega, pero los albaranes han sido falsificados. Al recibir calidades normales por la vía habitual, los médicos no sospecharon en absoluto.
—¿Y los frascos de preñez? —preguntó el visir.
—Importación ilegal y clandestina. Sólo las familias ricas han podido permitirse esos costosos objetos. Gracias a los testigos he encontrado el almacén del vendedor, pero, por desgracia, el propietario ha desaparecido y nadie me ha facilitado informaciones serias sobre él, salvo que era originario de Asia.
—No discutamos más —recomendó Nesmontu—. El verdadero responsable de esos crímenes abominables es el Anunciador. Pese a las dificultades, hay que encontrarlo en su madriguera. Que Sobek y sus policías velen por Menfis. El ejército y yo nos encargaremos de ese demonio.
—¿Tiene alguna posibilidad de tener éxito esta estrategia? —preguntó Senankh.
—Golpeemos pronto y fuerte. Dadas las dificultades del terreno, necesito la totalidad de mis tropas.
—Que el general Nesmontu prepare un plan de ataque a la región sirio-palestina —ordenó el faraón.
Viento del Norte reconoció a Sekari, se levantó y se dejó acariciar.
—¡Pareces en plena forma! Se diría que Abydos te sienta bien. Isis te cuida.
El asno miraba la cárcel.
—¿Está Iker encerrado ahí?
La oreja derecha se levantó.
—¿Y si fuéramos a buscarlo?
Los grandes ojos marrones del cuadrúpedo brillaron de esperanza.
El policía de guardia se acercó a Sekari.
—No te conozco. ¿Qué quieres?
—Interrogar al bandido cananeo.
—¿Con qué derecho?
—¿Te basta la autorización del visir Khnum-Hotep?
La primera preocupación de un buen carcelero consistía en evitar problemas. Ciertamente, el jefe Sobek había dado estrictas consignas, pero una orden del visir no se discutía.
—¿Durará mucho?
—No.
—Hazlo pronto, entonces.
La puerta de la celda se abrió.
Sin más solución que derribar a su carcelero para intentar escapar, Iker se abalanzó sobre él.
Entrenado para prevenir este tipo de ataques, el agente especial del faraón bloqueó el brazo de su agresor que, sin embargo, no soltó presa.
Juntos, rodaron por el suelo.
—¡Soy yo, Sekari!
El hijo real se soltó y contempló a su adversario.
—¿Tú… realmente eres tú?
Sekari se incorporó.
—No he cambiado mucho. En cambio, tú… ¡Devolverte una apariencia adecuada exigirá un trabajo enorme!
Un rebuzno de increíble potencia hizo dar un respingo a los dos hombres.
—¡Viento del Norte!
—Me ha traído hasta aquí y espera con impaciencia.
—Sobek me acusa de traición y desea hacerme desaparecer.
—Eso ya lo arreglaremos más tarde.
Cuando salían de la celda, tres policías les cerraron el paso.
—El salvoconducto del visir te autorizaba a interrogar al prisionero, no a liberarlo.
—Este joven es el hijo real Iker —declaró Sekari.
—Ya nos han torturado los oídos con esa cantinela. Tu protegido y tú os quedaréis aquí, como unos chicos buenos.
—Debo llevarlo a palacio.
—Tu cara no me gusta, muchacho. Obedece o probarás mi bastón.
Sekari no dejaría que Iker se pudriera en aquella mazmorra.
Dos contra tres tenían posibilidades, aunque fuera lamentable zurrar a unos representantes de la fuerza pública.
Un gruñido amenazador dejó petrificados a los cinco hombres.
Por el rabillo del ojo, uno de los policías divisó un enorme perrazo, con los belfos levantados y luciendo los colmillos.
—¡Sanguíneo! —exclamó Iker—. ¡Has conseguido encontrarme!
—¿Es uno de tus amigos? —preguntó Sekari.
—¡Sí, es una suerte! Varios adversarios no conseguirían detenerlo. Una señal de mi parte, y ataca.
Cogidos entre dos fuegos, los tres policías consideraron desigual el combate. No les pagaban para dejarse matar tontamente.
—¡Vosotros y vuestro monstruo no llegaréis muy lejos!
—No inicies inútiles búsquedas —recomendó Iker—. Estaremos en palacio.