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Iker corría.

Sus zancadas parecían cortas, pero se repetían, incansables, de acuerdo con la técnica aprendida durante su formación militar. Todos los días daba gracias al jefe de provincia Khnum-Hotep, hoy visir, por haberle impuesto aquella disciplina. Seguro de que la aparición de Isis no lo había engañado, Iker devoraba el espacio. No faltaban las aguadas, comía bayas, dormía unas horas y volvía a ponerse en marcha.

¡Había olvidado el agotamiento y la desesperación! Cada esfuerzo lo acercaba a Egipto.

En la lejanía divisó el primer fortín de los Muros del Rey. El joven apretó el paso. En menos de una hora lo recibirían los soldados. Luego llegaría el regreso a Menfis, donde daría cuenta a Sesostris de su misión. De ese modo, su país evitaría la trampa cananea.

Una flecha se clavó a sus pies y lo devolvió a la realidad. Para los centinelas era un rebelde decidido a intentar alguna jugarreta.

El joven se detuvo y levantó los brazos. Del fortín salieron a su encuentro cinco infantes armados con jabalinas.

—¿Quién eres?

—El hijo real Iker.

Aquella declaración los turbó. El oficial se sobrepuso rápidamente.

—¿Tienes el sello que prueba tu calidad?

—Vengo de Canaán. Por orden de su majestad, me infiltré entre el enemigo, sin ningún objeto comprometedor. Conducidme a Menfis.

—Primero debes ver al comandante del fortín.

El oficial de carrera estaba imbuido de su importancia.

—Deja de contarme tonterías, muchacho, y dime quién eres realmente.

—El hijo real Iker.

—El rumor afirma que está muerto.

—Pues estoy muy vivo y debo hablar sin tardanza con el rey.

—¡A ti, al menos, no te faltan narices! Por lo común, los cananeos no plantan cara de este modo.

—Dadme algo para escribir.

El comandante, intrigado, accedió a la petición del sospechoso.

En hermosos jeroglíficos, Iker trazó las primeras Máximas de Ptah-Hotep.

—¿Basta eso para probar que soy un escriba egipcio?

El oficial seguía perplejo.

—No es el estilo de los cananeos… Bueno, examinemos más de cerca tu caso.

El libanés podía estar satisfecho.

El conjunto de las operaciones terroristas era un franco éxito y propagaban el pánico en la capital. Circulaban insensatos rumores, y el trono de Sesostris se tambaleaba. ¿Acaso los siniestros emisarios de la diosa Sejmet no sembraban veneno, miasmas y enfermedades disparando flechas mortíferas, visibles e invisibles?

La organización del libanés funcionaba a las mil maravillas. Cada proveedor de los productos adulterados había respetado al pie de la letra las consignas. Ninguna detención, ninguna pista posible para la policía. Las predicciones del Anunciador se estaban cumpliendo.

En adelante, cada uno de sus adeptos lo consideraría el dueño absoluto. ¿Acaso no desafiaba al faraón en el mismo corazón de su reino?

Quedaba un punto tan delicado como irritante: Abydos.

El resonante éxito obtenido en Menfis descansaba sobre una organización pacientemente implantada a la que su rapidez de actuación ponía fuera del alcance de las autoridades. La situación del dominio sagrado de Osiris era muy distinta. De modo que el libanés emitía las más extremadas reservas en lo referente a la posibilidad de introducir allí el láudano y los aceites envenenados. A la cabeza de una tripulación que ignoraba lo que transportaba, uno de sus mejores elementos, un marino muy ducho, había aceptado sin embargo la difícil misión a cambio de una enorme prima.

El libanés recibió al aguador.

—Excelentes noticias, patrón. Menfis arde y la sangre corre. Hay varios incendios difíciles de dominar, templos dañados, despachos destruidos y numerosas víctimas. Eso, por no mencionar las mujeres preñadas de la alta sociedad que han fallecido.

—¿Y hay algo nuevo referente a Abydos?

—Se ha confirmado el fracaso. El cargamento ha despertado las sospechas del ejército. Realizadas las verificaciones a fondo, ningún producto ha superado el cordón de seguridad.

—¿Y el capitán?

—Ha muerto ahogado al intentar huir.

—No ha hablado, pues… ¿Están a cubierto nuestros agentes?

—Los interventores exteriores han abandonado ya la ciudad para unirse al Anunciador. Los demás se dedican a sus ocupaciones habituales y se lamentan ostensiblemente entre el populacho.

El rostro de Sesostris se mostraba más grave aún que de ordinario.

—No se trata de accidentes, majestad —declaró el visir Khnum-Hotep—, sino de un ataque en toda regla que han llevado a cabo terroristas bien organizados.

—Mis peores temores se confirman —deploró Sobek el Protector, trastornado—: la organización durmiente de Menfis ha despertado. Adulterando los aceites de iluminación y de cocina, ha provocado numerosas muertes y una serie de incendios. Los daños son considerables.

—Y el horror no se detiene ahí —prosiguió el visir con la voz quebrada—. Varias mujeres encintas han sido envenenadas por el aceite adulterado que contenían unos frascos de preñez. A pesar de la intervención del doctor Gua y de sus colegas, ninguna se ha salvado.

—Quieren destruir Egipto —consideró Sobek—. ¡Matan a nuestros escribas, a nuestros ritualistas, a nuestras élites e, incluso, a nuestros futuros hijos!

—Tratad de restablecer la calma y encargaos de los enfermos y de los heridos —ordenó el monarca—. Que Medes me dé en seguida noticias de Abydos.

El secretario de la Casa del Rey movilizó a la totalidad de sus funcionarios para redactar apaciguadores mensajes dirigidos a las provincias del Norte y del Sur, y hacérselos llegar urgentemente. Mientras se alegraba del éxito del Anunciador, demostró su eficacia al servicio del faraón.

Ciertamente, muchos inocentes habían perdido la vida, pero aquella inocencia no contaba para Medes. A él sólo le importaba la toma del poder y, en ese sinuoso camino, sus aliados estaban obligados a golpear con fuerza.

Cuando mandaba una embarcación rápida a Abydos para obtener informes seguros, Medes fue avisado de la llegada de una sacerdotisa procedente de la ciudad sagrada de Osiris.

Corrió hacia el puerto.

Era Isis, acompañada por Viento del Norte.

—¿Vuestra visita es protocolaria o…?

—Llevadme a palacio, os lo ruego.

—¿Ha sucedido algo en Abydos?

—Debo ver de inmediato a su majestad.

Observando las estrictas consignas de prudencia, Medes evitaba cualquier contacto con el libanés desde el comienzo de las operaciones terroristas, por lo que ignoraba la suerte del centro espiritual del país.

Al ver el grave rostro de Isis, supuso que el lugar no debía de haberse salvado.

—Hemos evitado un desastre, majestad. Sin la vigilancia del comandante nombrado por Sobek, algunos productos envenenados se habrían distribuido entre los residentes en Abydos, y en ese caso hubiéramos tenido que deplorar muchas víctimas.

—¿No fue determinante tu peritaje?

—Tuve suerte y el Calvo confirmó mis análisis. Menfis… ¿Se ha visto afectada Menfis?

Aunque la voz del soberano no vacilara en absoluto y su mirada siguiera firme, la joven percibió su profundo sufrimiento. Tanto el hombre como el rey estaban gravemente afectados, pero ninguna prueba le impediría proseguir la lucha.

—La capital no ha escapado de la abominable agresión. Muchos menfitas han muerto.

—Sólo el demonio de las tinieblas que intenta matar la acacia de Osiris puede ser el autor de semejantes abominaciones —aseguró Isis.

—El Anunciador… Sí, sin duda alguna. Acaba de probarnos la magnitud de sus poderes. Y no se detendrá ahí.

—¿Realmente es imposible identificarlo y localizarlo?

—A pesar de nuestras investigaciones, sigue siendo inaprensible. Esperaba que Iker consiguiera descubrir una pista.

—¿Ha enviado otro mensaje?

—No, Isis.

—Y, sin embargo, majestad, ¡vive!

—Quédate unos días en Menfis. Las sacerdotisas del templo de Hator tendrán que curar a los quemados, tu saber les será útil.

El gran tesorero Senankh y el Portador del sello real Sehotep desplegaban todos los medios materiales de que disponían para ayudar a las víctimas, restaurar los templos y reconstruir rápidamente despachos y edificios destruidos por las llamas.

Sobek, por su parte, hacía que interrogaran a los escasos testigos que habían visto a quienes entregaban los productos mortíferos. El conjunto de respuestas convergían: aquellos individuos les eran desconocidos. O residían en otros barrios de la ciudad o llegaban del exterior. Y, en ese caso, habían gozado del apoyo de cómplices que conocían bien la capital.

Cómplices tan inaprensibles como su jefe.

Por desgracia, las descripciones recogidas eran vagas y contradictorias. ¿Por qué prestar una especial atención a unos proveedores amables, discretos y apresurados? No había ni el menor hilo del que tirar.

Ni el menor sospechoso.

Sobek tenía ganas de aullar su cólera y de golpear al primer sospechoso que llegara, tanto lo desesperaba su impotencia. Soñaba con meter en la cárcel a los chicos malos de la capital y darles de garrotazos hasta obtener alguna información interesante. Pero la ley de Maat prohibía la tortura, y el faraón no le perdonaría semejante desviación.

¿Por qué tan doloroso fracaso? Sólo había una explicación posible: el adversario había identificado a todos sus informadores. La organización terrorista empleaba a veteranos militantes, perfectamente integrados en la población, que obedecían a su jefe con increíble disciplina. ¡Ni un traidor, ni un charlatán, ni un vendido! En caso de falta, la sanción debía de ser tan espantosa que cada uno de los miembros de la cohorte de las tinieblas desempeñaba su papel adhiriéndose, sin reservas, a las directrices del guía supremo.

Enojado, Sobek sabría mostrarse paciente.

Un día u otro, la organización terrorista cometería un error, por mínimo que fuera, y él lo explotaría a fondo.

Entretanto, hacía controlar los aceites y los productos medicinales. La serenidad volvería a reinar en aquel frente, pero ¿cómo adivinar la naturaleza del próximo ataque?

—Jefe, el rumor no deja de crecer: al parecer, el rey ha tomado aceite envenenado y ha muerto —le comunicó uno de sus tenientes—. Aquí y allá se forman ya grupos, y podemos temer algunos tumultos.

Sobek corrió a palacio para informar al monarca.

Sesostris llamó de inmediato a su chambelán y al guardián de las coronas.

Ante los ojos pasmados de los curiosos, la silla de manos del faraón recorría los barrios de la capital. Tocado con la doble corona, vistiendo un gran taparrabos decorado con un grifo que vencía a sus enemigos, y con el pecho cubierto por un ancho collar de oro que evocaba la Enéada creadora, Sesostris sujetaba el cetro «Potencia» y el cetro «Magia», que le permitía reducir la multiplicidad a la unicidad. Su rostro, tan inmóvil como el de una estatua, tranquilizaba.

El rey no había muerto, y aquella aparición demostraba su total decisión de restablecer el orden. Unas aclamaciones brotaron de la multitud, y el propio Sobek se sintió serenado: la horrible victoria del Anunciador sería efímera.

Cuando Sesostris regresó, indemne, a su palacio, tras haber devuelto la esperanza a su pueblo, el policía reconoció la pertinencia del enorme riesgo corrido.

Uno de los tenientes le habló en voz baja.

—Jefe, os vais a poner muy contento.

—¿Hay alguna pista?

—¡Mucho mejor que eso!

—¿Acaso has detenido a un sospechoso?

—Os llevaréis una sorpresa.